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La post-verdad no es sólo “made in USA”

¿Qué hay de las dudas fabricadas por la industria y el Estado alrededor de temas como la prohibición del asbesto y el impuesto a las bebidas azucaradas?

por

Lina Pinto


27.04.2017

Foto: Slate.com

Miles de personas alrededor del mundo salieron a las calles el pasado sábado para participar en la Marcha por la Ciencia. La iniciativa surgió en Estados Unidos en oposición a las medidas introducidas por el gobierno de Trump que afectan negativamente la financiación de la investigación científica y que hacen caso omiso de la evidencia que la ciencia provee a la hora de formular políticas públicas. La marcha fue motivada porque Trump, desde su candidatura, ha sostenido que el cambio climático es un engaño y promovido la idea de que las vacunas no son seguras, todo ello a pesar de la abrumadora cantidad de estudios científicos que demuestran lo contrario en ambos casos. Además, ha anunciado importantes recortes al presupuesto de la institución pública que financia la investigación biomédica (National Institutes of Health) y reducido el personal y la financiación de la agencia encargada de proteger el medioambiente y la salud de los estadounidenses en un 31 % (Environmental Protection Agency).

Una vez se fue gestando la idea de la marcha, ésta encontró resonancia en muchos lugares del mundo, pues es claro que la forma en que el gobierno de Estados Unidos –el mayor emisor histórico de gases de efecto invernadero– decida entender y asumir su responsabilidad frente al cambio climático tendrá efectos profundos a nivel global. El panorama con Trump en el poder es nefasto, sobre todo cuando nos hacemos conscientes de que el calentamiento global es ya, de por sí, un proceso irreversible, y que acciones contundentes y a gran escala para hacerle frente hace mucho que están en mora. Adicionalmente, el rol de la post-verdad –la confianza en afirmaciones que se sienten como verdaderas pero que no se apoyan en hechos fácticos o argumentos de peso– se ha vuelto determinante no solo para el manejo que Trump le ha dado al cambio climático y a las vacunas, sino también para su llegada al poder y para determinar el resultado de eventos decisivos en otros contextos, como el Brexit en el Reino Unido, las marchas contra la llamada “ideología de género” y el triunfo del No en el plebiscito colombiano.

Muchos encontraron en lo que está sucediendo en Estados Unidos razones suficientes para salir a protestar. Las marchas revelaron, a su vez, las preocupaciones de quienes lideran las comunidades científicas a nivel local, un gremio tradicionalmente poco dado a las manifestaciones públicas y a hacer evidente la inevitable relación entre ciencia e intereses políticos. En Colombia, la Marcha por la Ciencia fue liderada por el Grupo de Ciencias Planetarias y Astrobiología de la Universidad Nacional en Bogotá, y tuvo ecos principalmente en Medellín y Bucaramanga. Su motivación central fue la falta de apoyo financiero a la investigación científica por parte del Estado. Como lo dice la página de Facebook de la Marcha, los participantes abogaron “por el financiamiento público de la investigación científica y su divulgación como pilares de la libertad y prosperidad humana”. Y no es para menos. El Estado invierte muy poco en investigación –apenas 0,23 % del PIB–, Colciencias está desfinanciada, sin rumbo claro y en crisis desde hace varios años, y el 10 % de los recursos de regalías que supuestamente iban a engrosar la inversión pública en ciencia y tecnología ahora se usarán para construir vías terciarias. Y no es que las vías no sean necesarias, sino que una cosa no puede hacerse a expensas de la otra, mucho menos cuando las carreteras y la investigación son igualmente claves para implementar todas esas promesas que quedaron plasmadas en el muy aguantador papel de los Acuerdos de Paz.

La post-verdad no sólo es “made in USA” sino que también se fabrica en Colombia, con la connivencia del Estado, produciendo enormes beneficios económicos para el sector productivo

Pero tal y cómo sucedió en Estados Unidos, la falta de dinero no debería ser la única preocupación de los científicos colombianos. La post-verdad con la que opera el gobierno –la formulación de políticas que desconocen la evidencia científica y la desacreditación sistemática de resultados de investigación para la toma de decisiones– también debería estar en el radar y ocupar un lugar predominante en las pancartas de protesta y reivindicaciones frente al Estado. Aquí en Colombia el Ministerio de Salud sigue sin prohibir el asbesto aun cuando el uso de este material ha cobrado la muerte y mermado la salud de cientos si no miles de personas en el país, siendo Ana Cecilia Niño la víctima mortal más visible de esta negligencia por parte del Estado. A pesar de que la Organización Mundial de la Salud (OMS) ha declarado, con evidencia en mano, que “todas las formas de asbesto, incluido el crisotilo, son cancerígenas para el ser humano”, el Ministro de Salud, Alejandro Gaviria, dijo el año pasado, sin ruborizarse, que “los riesgos asociados a la salud por el asbesto no son certeros”. No primó la evidencia sino la presión de la industria y sus intereses para que se cayera el proyecto de ley que buscaba prohibir dicho material. Y hoy el asbesto sigue ahí, por doquier.

Otro ejemplo diciente de cómo se ignora o se selecciona determinada evidencia científica para favorecer intereses económicos del sector industrial o (dejar de) tomar decisiones políticas, es el del azúcar. Dentro de la reforma tributaria estaba contemplado un impuesto a los productores de bebidas azucaradas a través del cual el Estado iba a recaudar $300 por litro de gaseosa, jugos, tés, etc. La razón principal es que existen múltiples investigaciones independientes que demuestran que el consumo exacerbado de azúcar está ligado a la diabetes, a enfermedades cardíacas y a la obesidad. La introducción de un impuesto así desestimularía el consumo de bebidas azucaradas nocivas para la salud y pondría a los responsables –a la industria– a pagar parte de los costos con los que el Estado está corriendo por cuenta de las afecciones de salud asociadas al consumo de azúcar. Sin embargo, miembros del congreso como el Senador Iván Duque salieron a desmentir dichos estudios y a decir que azúcar y enfermedad no están relacionados, basándose en estudios producidos por la misma industria de alimentos que, desde los 80, viene encontrando un chivo expiatorio en las grasas saturadas y desviando la atención sobre el azúcar. Una vieja estrategia pero efectiva en sus efectos de post-verdad. Y el impuesto al azúcar, como la prohibición del asbesto, también se cayó.

Y así podría citar muchos más ejemplos de cómo la post-verdad no es un terreno que le sea exclusivo a los opositores del gobierno actual ni a los políticos gringos, sino que se ha afianzado desde hace ya bastante rato como una forma de justificar decisiones políticas en Colombia. La propiedad intelectual sobre la post-verdad tampoco la puede reclamar Trump, pero sí la industria estadounidense. En 2010, los historiadores Naomi Oreskes y Eric Conway publicaron un libro titulado Mercaderes de la Duda, el cual cuenta cómo, a mediados del siglo XX, la industria del tabaco generó una estrategia para desacreditar la ciencia que mostraba la estrecha relación entre el tabaco y el cáncer de pulmón. Muchas veces recurrieron a la misma ciencia –esta vez financiada por la industria— para la producción y el mercadeo de la duda y la incertidumbre sobre la relación causal entre tabaco y cáncer. En 1969 un ejecutivo de la industria tabacalera escribió en un memorando: “la duda es nuestro producto, ya que es la mejor manera para competir contra el acumulado de hechos que existe en la mente del público; también es la forma de establecer una controversia”. Aunque hoy hablemos de post-verdad, esa estrategia con la que han venido operando los funcionarios del Estado no es un mal de nuestros tiempos, sino que reitera la supeditación de los intereses y funcionarios públicos a los intereses de privados que financian campañas y se resisten a un cambio en sus modelos productivos.

La post-verdad no solo es “made in USA” sino que también se fabrica en Colombia, con la connivencia del Estado, produciendo enormes beneficios económicos para el sector productivo. Esa una de las cosas que, además de la escasez de dinero para hacer investigación, también debería preocupar profundamente a los científicos colombianos. No solo se necesita plata para hacer ciencia, formar científicos y divulgar libremente estudios en revistas científicas. También se necesita, y con urgencia, que la ciencia que se hace con recursos públicos defienda y se deba a lo público, que llegue a informar efectivamente la toma de decisiones estatales para promover la justicia social y la equidad.

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