El pasado viernes 7 de abril, el presidente de los Estados Unidos Donald J. Trump dio la orden de lanzar 59 misiles crucero contra un aeródromo militar en Siria, luego de un ataque con armas químicas sobre la población civil por parte del gobierno de Bashar al Assad.
Para algunos una decisión acertada, con la que el presidente Trump finalmente demuestra que no le tiembla la mano a la hora de defender los derechos humanos y lo valores del mundo civilizado en contra de los dictadores bárbaros de Oriente Medio. Para otros, una decisión precipitada con potencial de desastre global.
Lo cierto es que las versiones oficiales, que se caracterizan por su necesidad de crear en el imaginario colectivo dicotomías claras entre buenos y malos, suelen ser verdades a medias en el mejor de los casos. Un encabezado como “Los EEUU bombardean Siria luego de un Ataque químico”, a estas alturas del conflicto pareciera apenas la última reiteración de una historia en la que las emociones de tristeza e indignación se mezclan con una contradictoria apatía liberal y un fuerte sentimiento de deja-vu. El último ataque sobre Siria, así como la razón que se le ha atribuido, resultan particularmente desconcertantes cuando se tiene en cuenta el momento y las condiciones en las que ocurrieron.
¿Qué motivo podría tener Bashar al Assad para realizar un ataque químico sobre su propia población civil ahora que los grupos rebeldes en su territorio están a punto de caer y que los EE.UU habían declarado abiertamente que derrocarlo ya no sería una prioridad? ¿Por qué el gobernante sirio querría poner al mundo entero en su contra precisamente en el momento en que más cerca se ha estado de ganar la guerra? Esto es lo que debería preguntarse cualquiera que haya hecho el más mínimo seguimiento al conflicto.
Adicionalmente, cualquiera que haya prestado atención a los discursos de Trump desde los inicios de su campaña, debería peguntarse: ¿Por qué después de tanto insistir en que su país dejara de involucrarse en Siria, e incluso después de prometer que cooperaría con Putin y Assad para derrotar a ISIS y restablecer la paz, lanza semejante ataque contra una de las bases militares de Assad?
Estas contradicciones hacen aún más complejo el análisis de una guerra en la que los actores involucrados no se pueden contar con los dedos de las manos. Están Putin y Assad por un lado, cuyo interés es el de eliminar a todos los grupos rebeldes del territorio, tanto a los “buenos” (por lo menos así nos los venden en los discursos gringos oficiales), es decir el Ejército de Liberación de Siria y los rebeldes kurdos, como los “malos”, es decir ISIS. Por otro lado están los defensores de la libertad y la democracia, los abanderados de la civilización y los derechos humanos, los EE.UU, que quieren acabar con ISIS pero apoyan a los gobiernos de Arabia Saudita y Turquía, que a su vez apoyan a ISIS. Entre otros estados que quieren acabar con ISIS están el gobierno de Iraq, al que los EE.UU apoyan, y el gobierno de Irán, que apoya al gobierno de Siria y al gobierno de Iraq en su lucha contra el grupo terrorista, pero que odia a los EE.UU. (Si todo esto suena como un revuelto excesivamente confuso es porque lo es. Así lo resumió de manera brillante Aubrey Bailey en una carta que se hizo famosa en el Daily Mail, titulada Clear as Mud).
Tras haberse puesto Trump al mando de la -ahora cuestionablemente- nación más poderosa del mundo, muchos creyeron que la política de bombardeos sobre Siria, muy del estilo de Clinton y Obama, acabaría de una vez por todas. Pero no, los bombardeos de hace días parecen un brutal deja-vu que nos remonta al año pasado, cuando la situación era exactamente la misma que hoy. Un ataque químico sobre la población civil por parte del gobierno sirio, seguido de la orden del presidente estadounidense de bombardear. En ese entonces Putin realizó un comunicado que, cualquiera que lo viera hoy creería que salió hace uno o dos días. En él alega que los ataques químicos no fueron perpetrados por el gobierno de Assad, y que ello habría sido una desfachatez absoluta de su parte, teniendo en cuenta las circunstancias políticas y militares del momento. Exactamente como sucede hoy, el gobierno estadounidense decía tener pruebas de la responsabilidad de Assad en el ataque, pero se rehusaba a mostrarlas.
Si no es muy claro en qué momento hablo de lo ocurrido en 2016, y en qué momento hablo de lo ocurrido hace apenas un par de días, es precisamente por la inquietante similitud entre los hechos de ambos momentos. Pero ¿qué hay detrás de todo esto? ¿Qué interés pueden tener los EE.UU en tumbar al gobierno de un país en el que ni siquiera hay petróleo?
Algunos se preguntan si este último ataque será el detonante de un inevitable conflicto global
Lo cierto es que no podemos conocer de entrada las motivaciones de los políticos que fijan el curso de la guerra, lo único podemos conocer medianamente son los hechos alrededor de ésta. Uno de los hechos que menos se mencionan en los discursos y la prensa oficial, es que durante años los EE.UU han estado tratando de promover golpes de estado en el territorio sirio, para construir un gasoducto que comunique Arabia Saudita con Turquía, que permita transportar gas a bajo costo directamente a los países de Europa Occidental. Así lo afirma Robert F. Kennedy en un artículo en la revista Politico, en el que menciona cómo su tío, el entonces senador John F. Kennedy enfurecía al gobierno de Eisenhower en 1957, al defender en el senado el derecho de la autodeterminación de las naciones, luego de un golpe de estado fallido por parte de la CIA en Siria. En ese entonces, señala Kennedy, los Estados Unidos ya utilizaban el yihadismo radical como herramienta para desestabilizar la influencia rusa en Medio Oriente en el contexto de la Guerra Fría.
Los desencuentros alrededor del gasoducto en Siria han persistido desde entonces. En 2009, el estado de Qatar apeló a Al Assad con la propuesta de construir un gasoducto que enlazara a Arabia Saudí, Siria, Jordania y Turquía para llegar a Europa, pero éste rechazó la propuesta debido a que dicha construcción sería en extremo perjudicial para sus aliados rusos, ya que Rusia provee el 25 % del gas que compra Europa. Los EE.UU por su parte ponen sobre la mesa la propuesta de Nabuco, el proyecto de un gasoducto que evite las zonas de influencia de Moscú. En su lugar, el gobierno sirio acepta la propuesta de Irán de crear un gasoducto que pase por Iraq. El gobierno iraní y el gobierno sirio firman un acuerdo en 2011 para hacer realidad este proyecto, pero en el mismo año se desatan las inmensas protestas de la primavera árabe, de la mano del crecimiento de grupos rebeldes financiados por alguno u otro de los países interesados en la construcción del oleoducto.
Todo ello ha desembocado en los hechos recientes. Donald Trump, quien prometía o bien salirse de Siria, o actuar en concordancia con Rusia para eliminar a los grupos terroristas, hoy ataca una base militar siria contra todo pronóstico (una base que, entre otras cosas Hilary Clinton había sugerido atacar hace un tiempo). Algunos se preguntan si este último ataque será el detonante de un inevitable conflicto global. Lo más probable es que no, si se tiene en cuenta cuántas situaciones similares se han presentado en los años recientes, sin embargo es necesario observar los hechos más allá de las narrativas oficiales para, cuando menos, desarrollar una perspectiva medianamente crítica.
Probablemente no sea hoy el día en que estalle la tercera Guerra Mundial, pero cabría que las naciones “civilizadas” modernas, caracterizadas por su enorme bagaje filosófico y racional, se pregunten hasta qué punto vale la pena seguir derramando ríos de sangre por los intereses materiales de sus naciones, y hasta qué punto se puede sostener esta bola de nieve de matanzas sin que nuestra civilización colapse como lo hizo ya en dos ocasiones, tan sólo en los últimos 100 años. Del mismo modo, para los ciudadanos de a pie, cabe preguntarnos qué relación existe entre nuestro estilo de vida desbordado y aquellos problemas globales de inmensas proporciones, que ingenuamente, desde la comodidad de nuestros sofás, creemos que ocurren únicamente entre los grandes mandatarios.
*Carlos Arturo Espinosa es estudiante de Ciencia Política y Escuela de Gobierno con opción en Música, de la Universidad de los Andes