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La herencia militar

El Teniente Coronel Jairo Villa, una de las caras de la genética militar en Colombia, abre sus puertas y permite ver cómo es la vida de uno de los médicos militares del país.

por

Verónica Alcalá


01.11.2016

“¿Qué lo llevó a buscar una carrera como militar?”, pregunto a un hombre que se encuentra sentado, imperturbable, en su consultorio. “Desde pequeño sabía que quería ser militar. Mi papá y mi mamá trabajaron en el ejército muchos años. De ahí yo creo que viene mi amor por las Fuerzas Militares”.

En Colombia, uno de los 35 países del mundo con servicio militar obligatorio, los jóvenes que se registran y sirven voluntariamente para las Fuerzas Militares de la nación son pocos en comparación con los que, año tras año, se unen obligatoriamente a las filas. Uno de esos voluntarios, que en ocasiones provienen de familias con una tradición miliciana, es el médico y Teniente Coronel Jairo Villa. El hijo de un enfermero del ejército y una secretaria de la milicia, me permite acercarme a él para conocerlo y dar una cara a esas personas que en su sangre llevan la genética militar.

***

Los pocos segundos que toma formar una primera impresión son la parte más importante y engañosa de conocer a una persona.

Conocí al doctor y militar exrescatista, el Teniente Coronel Jairo Villa, un lunes por la mañana en el Hospital Militar de Bogotá. El edificio médico en el que nos encontramos por primera vez, que fue inaugurado en 1963, atiende a los miembros de las Fuerzas Militares colombianas y sus beneficiarios. También es la central en donde desde hace varias décadas se ha recibido a los soldados, guerrilleros, paramilitares y otros heridos que ha dejado en su camino el conflicto en Colombia.

Villa es uno de los médicos ortopedistas de este hospital.

Vestido con su uniforme militar de camuflaje, impecable de pies a cabeza, erguido, con sus piernas ligeramente separadas y con las manos juntas detrás de su espalda, el Teniente Coronel se presenta en una sala frente a un grupo de jóvenes periodistas entre los que me incluyo. Con un semblante extremadamente serio y voz firme, procede a explicar sus experiencias como antiguo rescatista durante el conflicto y el trabajo que realiza hoy como médico cirujano, profesor e investigador.

Imponente, impenetrable, intimidante. El Teniente Coronel habla con una seguridad que deja a todos en la sala atentos y cautelosos de no interrumpirlo. Comparto esa sensación y me pregunto si es causada por los prejuicios contra un uniforme militar, pero poco a poco voy cambiando mi opinión. Cuando logro hablar más con él, entiendo que Jairo Villa hace uso intencional de esa formalidad miliciana. Consciente de los efectos que tiene sobre otros, usa la primera impresión para sentar las bases de la relación. Respeto.

Después de eso, es otro.

 

La gente no se puede imaginar cuántos sacábamos destruidos por las minas antipersonales que les quitaban las piernas, las manos, los ojos. Eran partes del cuerpo por todos lados y gente que no sabíamos cómo estaba viva

 

A sus cuarenta años de edad es un hombre que, por su rectitud y sensatez al expresarse, aparenta ser diez años mayor. Físicamente en forma y con un rostro sin arrugas a pesar de sus experiencias, se ve dos o tres años más joven. Tiene una apariencia bastante común. Es de estatura media y de complexión media, con el tradicional corte militar y con el rostro recién afeitado. Su único rasgo distintivo son dos ojos profundamente negros y expresivos que, a su pesar, delatan y dicen mucho más de lo que le gustaría. En esta ocasión no lleva el uniforme militar, sino el uniforme médico: una impecable bata blanca.

Con un tono de voz ni muy alto ni muy grave, me da la bienvenida a su consultorio en el Dispensario de la Fuerza Aérea, lugar en el que tenemos nuestra primera entrevista. Es un cuarto blanco en el que hay un escritorio con un computador, un par de carpetas, papeles y una pequeña escultura médica, tres sillas y una camilla para los pacientes.

Le pregunto a qué edad supo que quería ser médico. “Desde pequeño. Una vez, cuando yo tenía 10 años o menos, mi papá se fue para el Cauca a atender los heridos en combate. Y desde ahí dije: yo también quiero hacer lo que hace mi papá, yo también quiero ayudar a toda esa gente”. Todo sobre Villa es tradición, todo su camino grita una herencia que a su vez le ha transmitido a su hija de 16 años, María Paula, que ya cerca de salir del colegio le asegura a su padre que desea estudiar para ser médico.

El doctor Oscar Calderón, quien conoce a Villa hace aproximadamente 10 o 12 años afirma que la medicina es parte intrínseca del Teniente Coronel, es algo que lleva en la sangre. “Definitivamente ama su trabajo, lo apasiona. Es muy dedicado, responsable y proactivo”, afirma el doctor.

Después de graduarse de medicina, Villa, de 23 años de edad, ingresa a la Fuerza Aérea en 1998 como Teniente médico y es rápidamente asignado a rescatista. Pasa cinco años sirviendo en helicóptero junto a un equipo conformado por un médico, un paramédico y personal de combate. Mientras conversamos, hay momentos en los que baja su mirada hacia el costado derecho y la mantiene ahí, como si olvidara que yo me encuentro en el cuarto con él. Sus ojos, lo único que me permite ver algo de quién es en realidad, reflejan el desagrado y la angustia que le generan los recuerdos que comparte conmigo: soldados no mayores de 22 años, con la mitad del cuerpo desaparecida y su sangre mezclada con la tierra de la selva colombiana, sacudida por las explosiones de minas antipersonales hechas con vidrios, tachuelas, brea y desechos humanos.

“Sacábamos muchos heridos, demasiados. La gente no se puede imaginar cuántos sacábamos destruidos por las minas antipersonales que les quitaban las piernas, las manos, los ojos. Eran partes del cuerpo por todos lados y gente que no sabías cómo estaba viva”, dice Villa ahora mirándome fijamente a los ojos, tal vez tratando de apartar la aflicción que me dejó ver y suplantarla con entereza.

Me muestra una fotografía que un amigo rescatista le envió esa mañana: diez soldados en grupo, unos de pie y otros agachados, vestidos con el uniforme camuflado, casco y llevando morrales y armas largas en sus manos. En la parte superior, letras grandes indican que es el Grupo C del Servicio Aéreo de Rescate, en noviembre del 2002. Villa, con lentes de sol, está en el extremo superior izquierdo, sonriente.

 

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Me pregunto cómo no se volvió loco estando cinco años sacando soldados mutilados día tras día. Tal vez sí está loco. Tal vez su manera de manejar la angustia que le dejaron años anteriores es a través de un autocontrol y formalidad que, después de un rato, me genera inquietud. No dice ni hace nada que no deba decir o hacer. Su postura es perfecta y sus palabras son las correctas.

Adivina mis pensamientos y responde a la pregunta que no hice en voz alta. “Yo fui uno de los primeros que conoció Caño Cristales. Un paraíso. Todos los paisajes que veía desde el helicóptero eran la paz antes de entrar al conflicto a rescatar.”

Continúo con mis preguntas, esta vez en voz alta:

— ¿Le ha disparado a alguien?

— Sí, desde el helicóptero, pero no se si maté a alguien.

— ¿Cómo maneja esa dualidad de portar un arma y ser médico?

— Si me atacan yo busco sobrevivir y me defiendo, pero si tengo que atender a un paciente mi parte médica es lo principal. Es simple. Es así.

— ¿Fue difícil el proceso de reinsertarse a la sociedad después de pasar cinco años en la selva?

— No, fue fácil porque regresar para ser médico lo vi como otro papel que tenía que hacer. El papel de reconstruir.

A pesar de mis insistencias no consigo más. Sus respuestas parecen ensayadas. Siento una tremenda distancia entre ambos a pesar de tenerlo sentado justo frente a mí.

Con una vida profesional llena de heridos y la inevitable muerte que trae la guerra, la necesidad de una vida silenciosa y tranquila es, probablemente, exactamente lo que necesita. Su esposa, Jefe de Seguridad de la Fuerza de Policía y primera mujer en ser piloto de helicóptero para la policía en toda Latinoamérica, es igual a él.

Así son las personas que protegen Colombia. Increíblemente interesantes y absurdamente comunes al mismo tiempo.

La Teniente Coronel Janneth García Cubillos es una mujer que, igual que su esposo, es imponente, fuerte en su presentación y también hija de un militar. Con frecuencia usa el pelo recogido en un moño. Sus movimientos, firmes y decididos, hacen obvio que es una mujer estricta. En su rostro se ve gentileza. Cuando le pregunto qué piensa sobre su esposo, dice que “es el mejor doctor del mundo”. La rapidez y sencillez de su respuesta me da la impresión de que es una frase que ha usado en muchas ocasiones, para él y el resto del mundo.

Jairo y Janneth son una de esas parejas que parecieran complementar sus movimientos, como si hubieran practicado una coreografía durante años. Al verlos juntos, es obvio que tienen una relación de gran admiración y respeto mutuo. Mientras los observo juntos, tomando el té en el sofá de la sala de su hogar, noto que aunque están relajados y ríen en varias oportunidades, hay una tensión latente en ellos. Noto un incuestionable estado de alerta que los tiene siempre listos para actuar en caso de emergencia.

 

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El matrimonio comparte una casa grande en Chía, llena de muebles modernos y costosos. Cada esquina parece sacada de una revista de decoración. En la sala, adornando una mesa de centro de vidrio, hay un par de decoraciones religiosas y un pequeño juego de ajedrez con figuras de Don Quijote. En un mueble de pared, hay esculturas grandes de personajes también sacados de la novela de Cervantes.

— ¿Por qué las esculturas de Don Quijote?

— Porque la novela es sobre un hombre que sigue sus sueños.

— ¿Se siente identificado con él?

— En ese aspecto, si.

No tienen hijos juntos y viven solos en el silencio. No es un hogar con el que espero encontrarme al ir al hogar de un militar cirujano exrescatista y una jefe de seguridad de policía. No es el hogar de una pareja que maneja crisis todos los días, pero sí de una que demanda serenidad.

Una de las pocas ocasiones en las que siento una respuesta sincera de Villa es cuando le pregunto sobre su esposa. “Es una dura”, repetía en varias oportunidades con una gran sonrisa. “Ella le abrió la puerta a muchas mujeres y rompió con las barreras de género”, dice Villa, inclinado hacia delante y usando sus manos de forma expresiva mientras habla sobre ella.

Esta vez viste ropa de civil. Tiene un estilo sobrio: jeans azules, un suéter unicolor y zapatos sobrios. “Si no fuera médico, sería piloto de helicópteros como mi esposa”, agrega.

— ¿Y si no fuera militar?

— No. Aunque no fuera médico ni piloto, sería militar.

— ¿Cree que los militares están listos para la paz?

— Creo que sí. Yo lo estoy.

Villa suelta una risa nerviosa cuando le hago más preguntas sobre el proceso de paz. Alza sus cejas y pasa la mano por la parte de atrás de su cabeza. Claramente, las preguntas lo incomodan, pero aún así responde. “En este país tiene que haber paz. Pienso que es necesaria, pero que no se puede dar sin justicia”, explica con seriedad. “A mi mejor amigo del colegio y al padre de mi esposa los mató la guerrilla”, dice con la mirada baja y las manos juntas sobre sus piernas, mientras medita sus siguientes palabras.

Está de acuerdo con la paz para Colombia, y después de tres intentos fallidos de un acuerdo de terminación del conflicto con la guerrilla, Villa espera que el presidente Santos logre finalizar su segundo término presidencial con un pacto firmado. Sin embargo, piensa que hay que hacer mucho más que eso para que el país se recupere.

“Creo que para alcanzar la paz, más allá de la firma del fin del conflicto, debe hacer una intervención fuerte del estado que se enfoque en dar salud y educación a las zonas que sólo han conocido guerra todas estas décadas”, afirma Villa con más fuerza en sus palabras. Para él, la educación es, como decía su abuela Dalila, que lo crió a él y a su hermano, “lo más importante que les pueden dar”.

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Verónica Alcalá


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