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El sendero del patrullero

Omar ha visto disparos que se clavan en espaldas y brazos, balas que perforan pulmones, pies que se detrozan sobre minas antipersona. Ha visto a seis de sus compañeros morir en combate y a su fémur izquierdo volar en pedazos. Mientras se recupera de sus heridas en el Hospital Militar, Omar sólo sueña con navegar.

por

Emmanuel Upegui


01.11.2016

Fotos: Emmanuel Upegui

Omar toma su pierna izquierda y la mueve hacia al borde de la cama en la que duerme desde hace cuatro días. Masajea un poco el muslo, desabrocha los botones laterales de la sudadera y regresa su cabeza a la almohada. Aunque el frio de esta tarde bogotana le eriza la piel, no se arropa. Luce tranquilo, con la mirada en el techo; puede que ya sea un hombre acostumbrado al silencio o a la quietud, a las conversaciones cortas o a las ausencias. Lleva ahora sus brazos atrás, por debajo de la nuca, sin más opción que la de alguien confinado a una rutina, que desbocada, se desarrolla en una habitación de hospital. Es que las heridas que le dejó aquel 4 de octubre de 2014 no han sanado por completo.

–¿Cuál es tu sueño, Omar? ¿Qué te hubiese gustado hacer si no fueras militar? –le pregunté.
–¿Mi sueño? Pues la verdad no sé qué me hubiese tocado.
–Debes tener alguno, ¿qué te gustaba de niño?
–No sé, creo que pescar. Me gusta el mar. Tener mi equipo de pesca, algo así…
–¿Y qué tal tener tu propio barco pesquero? –Pregunto después de detallar el armazón metálico que se clava en su muslo.
–¡Eso! Algo así… –responde con el entusiasmo de alguien que ha encontrado la certeza en una maraña de dudas.

De acuerdo a las cifras publicadas en abril de 2014 por el portal El Nuevo Siglo, existen 470.988 soldados que defienden el país. A algunos de ellos los vemos en las noticias del medio día, en las calles y avenidas cuando algún político importante visita nuestras ciudades, en los alrededores de las bases militares o en las carreteras cuando nos alzan el pulgar en señal de que todo estará bien en una Colombia que lleva más de medio siglo en guerra. ¿Alguien logra recordar el rostro de uno de ellos? ¿El apellido sobre su uniforme, tal vez? ¿Pensamos acaso que son piezas reemplazables en la maquinaria de nuestra seguridad, sin miedo o sin dolor?

Pues bien, a Omar Cabrera sí le duele algo: las venas del brazo derecho por las que corren gotas de un poderoso antibiótico; el fémur de su pierna izquierda que se mantiene unido por barras de metal desde hace 19 meses; la maltrecha rodilla que hasta hace poco se movía menos del 10 por ciento de su capacidad.

Omar tiene 28 años y nació en Necoclí, un municipio del Urabá antioqueño. Hoy, en este cuarto del Centro de Rehabilitación del Batallón de Policía Militar número 13 en Puente Aranda, cuenta que por milímetros se salvó de ser uno de los 220.000 muertos del conflicto armado y de los 251 militares heridos en combate que ingresaron al Hospital Militar, entre el 2012 y el 2014, con necesidad de amputación de alguna de sus extremidades. En esta cama en la que descansa, sobre sábanas perfectamente tendidas color naranja y blanco, su mente parece navegar hacia otro lugar, tal vez, uno distante en el espacio y el tiempo.

–¿Qué quisieras estar haciendo ahora, Omar? –Pregunto con la intención de embarcarme con él.
–Yo quisiera estar patrullando, pero toca asumir la situación.

Fue criado por sus abuelos maternos, por nueve tíos y al lado de sus muchos primos. Aunque lo que les dio de comer fue la parcelita en la vereda La Teca en el municipio de Turbo, Antioquia, el trabajo en las haciendas bananeras de la zona representó una buena fuente de ingresos adicionales. Su madre, quien a los 17 años lo trajo al mundo, decidió dejarlo para irse a probar suerte en Medellín. Su padre se marchó cuando él tenía sólo nueve meses de nacido y desde entonces no sabe nada. Ya todos lo dan por muerto. Su tierra le enseñó a jugar futbol, le dio una novia religiosa y le puso en los oídos los vallenatos de Diomedes Díaz y Jesús Manuel Estrada.

Recuerda que después del colegio se iba a caminar entre el azul grisáceo del mar y el verde de la selva. Sobre esa porción estrecha de arena gris, de playa cubierta por ramas y troncos secos. Un amigo suyo del municipio de Capurganá, al otro lado del Golfo de Urabá, le enseñó a usar la red, la caña y la canoa. Pescaban meros, camarones y langostinos. De ello obtenía las ganancias que gastaba en sus amoríos de adolescente. El gusto por la pesca y el dinero que eventualmente le dejaba, le hicieron abandonar sus estudios cuando estaba octavo grado.

La tierra próspera que acogió a Omar sería a mediados y finales de los noventa uno de los más cruentos escenarios de la guerra. Aquí la lucha entre paramilitares y guerrilla estallaría en un vórtice de horror originado por la entrada a la zona de Carlos Castaño, su cooperación con las fuerzas militares y la presencia del Frente 57 de las Farc. Las cifras entregadas por la revista Semana dan cuenta de la situación durante esos años: en 1995 se presentaron en Antioquia 328 acciones armadas, en 1996 el número subió a 394, en 1997 se presentaron 2.482. Amigos, conocidos e incluso varios familiares suyos abandonaron la pesca y las parcelas para tomar los fusiles en nombre de la organización de los hermanos Castaño. El paradero de muchos de ellos es hoy una incógnita.

Aunque muchas veces recibió la invitación para integrar los comandos paramilitares de la zona, el 10 de abril de 2007, a los 18 años, empezaría a prestar el servicio en el Ejército. Durante este tiempo no recibiría visita alguna de su familia debido a la dificultad que representa el desplazarse entre La Teca y el Batallón Manosalva en el Chocó. El 5 de febrero de 2009, motivado por la promesa de un mejor futuro, se haría soldado profesional. Podríamos decir que Omar es parte de aquel 80 %, según datos publicados por Las 2 Orillas, de jóvenes de estratos uno y dos que nutren las filas de las Fuerzas Armadas. Podríamos decir también que es parte de aquellos que se mueven en el frente, de los que ponen las piernas para las minas y los torsos para las balas y eso, lo viviría de cerca, el 24 de octubre de 2009 cuando seis de los suyos caerían en medio de un ataque en cercanías de La Paz, Guaviare, un lugar donde los hostigamientos son tan comunes como las nubes en el cielo.

–¿Cómo reaccionaste ante todo esto, Omar? ¿Ante los combates? ¿Ante la muerte?
–Cuando yo vi a los compañeros caídos me provocó fue irme para mi casa. Eso es muy difícil porque no es tanto que los mataron sino como quedaron. Muchos se fueron después, como 30 soldados.
–¿De dónde sacaste la fuerza para volver?
–En el batallón nos endulzaron, nos dieron permisos para motivarnos. Porque después de ver algo así uno queda desmoralizado. Después de regresar nos metían en zonas cercanas no tan peligrosas como para que uno cogiera confianza. Pero esta es la guerra, hay que darle gracias Dios que no fue uno.

Omar tiene mucho que agradecer. Sus ojos, como los de cualquier otro actor en este conflicto, han presenciado la crueldad, el miedo, la fuga de la vida. En la misma zona del Guaviare, recuerda haber ido a apoyar a un grupo de 65 compañeros que enfrentaban a casi 400 guerrilleros. En su retina quedó un sargento con un disparo en la pierna y otro en el brazo, un cabo segundo con un disparo en la espalda y el pulmón perforado, otro cabo con un balazo cerca al cuello, un soldado con el brazo herido al que supuestamente la guerrilla atendió como muestra de respeto a los Derechos Humanos y a otro con siete disparos, también, al parecer, atendido por los milicianos.

Y las razones para agradecer son muchas más. En una ocasión casi lo matan: de manera inesperada, con él como contrapuntero o segundo en la fila, se le apareció un grupo de guerrilleros a tan solo 60 metros de distancia. En otra vez, detectó al “pisasuave”, una unidad de milicianos especializada en penetrar con sigilo en los campamentos. Y en otra, no fue capaz de dispararle al grupo de combatientes que se acercaban y que aún no descubrían su presencia. Pero a lo mejor el mayor momento para estar agradecido debe ser el de aquella noche de 2014.

4 de octubre. Su pelotón regresaba después de una misión al Batallón de Infantería número 24 ubicado en el municipio de Calamar, Guaviare, en las selvas del suroccidente del país. Eran las 10:00 p. m. y luego de seis horas de marcha arribaron a un puesto de policía, tan cercano al batallón, que podía escucharse al resto de militares cantar el himno de la Institución. Habían transcurrido cuatro minutos de descanso cuando el mismo Omar sugirió al puntero reanudar el movimiento. “10 minutos más”, respondió ágil el que va a la cabeza mientras discutía por teléfono con su pareja. A estas alturas un grupo de la guerrilla integrado por 45 milicianos había rodeado la estación en la que estaban.

Un de los movimientos de Omar fue leído como una alerta para los guerrilleros: las balas llegaban de todas las direcciones, sus compañeros respondían. Una de ellas lo penetró a escasos centímetros de la cabeza del fémur. Su cuerpo quedó tendido en la vía, entre el polvorín que levantaron los proyectiles impactados sobre el camino. Como pudo se arrastró y entre varios de sus compañeros lograron socorrerlo. Poco después una tanqueta proveniente del Batallón lo sacaría del lugar en el que, después de 25 minutos de fuego intenso, nadie más resultó herido.

–Ellos hacen las cosas rápido: en cuestión de minutos hacen lo que van a hacer y se van. Cuando quiere llegar el apoyo, ya el daño está hecho –comenta con voz tranquila, llena de indeseable experiencia.

Cuando uno entra en la milicia tiene un pie en la cárcel y otro en el cementerio

Al día siguiente del ataque, Omar llegó al Hospital Militar en Bogotá. A la herida crítica se sumaba la desnutrición con la que llegan la mayoría de soldados, pues la ración de campaña con la que se alimentan a duras penas sostiene la salud de alguien expuesto a largas jornadas de trasnochos, de caminatas en medio de una selva carcomida por la guerra. El riesgo de infección, desarticulación, amputación o muerte era demasiado alto según Óscar Calderón, ortopedista y traumatólogo de la entidad médica.

–Omar llegó confundido al ver que su vida se partía, al tener que enfrentar un futuro incierto, –recuerda Calderón.

Hoy, dos años después del incidente, de más de 15 cirugías para limpiar sus heridas, de haber recuperado hasta siete centímetros de longitud en su fémur y de recobrar los 17 kilogramos que perdió a causa de la infección que lo atacó. Está hospitalizado luego de una terapia bastante agresiva para rehabilitar su rodilla. Cuenta que antes no podía mover ni sentir la pierna, que el impacto debió amputársela y que debe esperar el desarrollo de la necrosis vascular que le mataba la cabeza del fémur. Tal vez, más adelante, haya que hacer reemplazo de cadera.

Como soldado regular arriesgó su vida por $60.000 al mes, monto que constituyó en esos años el salario para los que se iniciaban en la vida militar. Como soldado profesional, luego de un año de servicio, expuso su integridad por $1’200.000, alcanzando incrementos de $50.000 con cada año en que lograba sobrevivir. Ahora, después de herido, dice que espera que le den la pensión porque igual a sus 28 años “para poco quedará sirviendo”.

-Cuando uno entra a la milicia tiene un pie en la cárcel y otro en el cementerio, -reflexiona después de reacomodar la pierna.

Fuera de la habitación se escucha el bullicio de enfermeros y médicos. El televisor está apagado. Sobre una mesita de madera, alejada un par de metros, se amontonan unas viejas películas en formato DVD. Una ventana circular en la pared muestra los vidrios gigantes y mojados de un edificio de cinco pisos. A esta hora llueve y los 13°C del ambiente envuelven las barras de metal que le penetran hasta el hueso.

La mayoría de sus tardes desde hace dos años son así: en la cama, con las dos muletas al lado, sin su familia, sin sus compañeros. Cuando no está hospitalizado, su lugar de descanso se encuentra en la Compañía, un edificio de dormitorios dividido por enfermedades: amputados, psiquiátricos, ortopedia y los afectados con leishmaniasis, una infección transmitida por picaduras de zancudos que ataca la piel y las vías respiratorias. Allí conviven más de 200 militares. No lee, ve poca televisión, realizó tan solo un curso de Word y Excel en línea y busca en las conversaciones de WhatsApp el calor familiar que desde hace mucho no recibe. Así: semana tras semana, mes tras mes, desde hace casi dos años.

–¿Qué es lo más duro Omar?
–Esto es duro acá, uno arriesgando su vida por una pensión. Esto no es para muchos. Entran pensando que esto es fácil. Lo más difícil es estar lejos de la familia. Por la familia es que uno se viene para acá. Para tener una mejor forma, unos mejores ingresos.

Tiene una hija de seis años a la que no ve muy seguido pues es el resultado de una aventura en una de sus temporadas vacacionales. Mercedes, su madre, quien regresó a La Teca varios años después, dice que no sabe qué será de su futuro y que “es decisión suya”. Kelly, de 18 años, su actual pareja, cuenta que aunque a veces es grosero sufre mucho por la distancia que los separa y la enfermera que lo atiende hoy lo regaña porque debe aprender a hablar y a ser amable.

La habitación se oscurece. Las gotas del antibiótico ya se han acabado, pero el mismo catéter de hace cuatro días sigue enterrado en su brazo. Los soldados de las camas vecinas se han cambiado de posición: ahora están bocarriba. Afuera, la lluvia cae con más intensidad. La mirada de Omar vuelve a mí:

–A veces cogíamos mantarrayas, esas cosas gigantes pesaban entre 60 y 70 kilos. Las soltábamos enseguida…
–¿Quieres regresar al Urabá, verdad? –pregunté.
– Claro.

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