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Las grietas de La Candelaria

Uno de los barrios más emblemáticos de Bogotá sufre una oculta decadencia. Detrás de la colorida cosmética de sus fachadas, las casas se caen a pedazos. El lema de «no tocar» no deja preservar, dicen sus habitantes.

por

Sofía Salas Ungar


20.01.2012

Foto: Alejandro Gómez Dugand

Cuando llueve afuera, llovizna adentro 

“Si la arreglo es ilegal y si no la arreglo se me cae la casa”, me dice Melissa Pérez mientras toma café en la mesita central de su peluquería, más específicamente La Peluquería. Nos encontramos una tarde de octubre en este salón de belleza-miscelánea-galería, ubicado en el corazón de La Candelaria. Ella acaba de llegar de la Alcaldía Local. Después de llamar “intensamente” durante un mes, finalmente la alcaldesa de esta localidad, Xinia Navarro, le concedió una cita. Melissa quería hablar sobre varios asuntos: el techo de su local (que además está conectado con su casa) está a punto de caerse, las calles de su barrio están deterioradas y, en general, quiere manifestar su inconformidad con la situación actual de la localidad. Sin embargo, a pesar de haber llegado a la hora acordada y de haber esperado durante una hora, Melissa no pudo hablar con la funcionaria. Estaba ocupada, le dijeron.

Melissa tiene el pelo negro y cortado de manera desigual. Su piel es blanca, su voz suave y  sus gestos amables. En 2008 compró una edificación en el centro histórico de la ciudad con una particularidad: son dos casas unidas. Esto le permitió vivir en la parte de atrás y hacer una peluquería en la de adelante. Y aunque en este ecléctico sitio hasta la más pequeña disfuncionalidad parece perfectamente pensada, la marquesina agrietada que parece que se va a caer con sólo mirarla, no es parte de la decoración. Tampoco lo son las múltiples goteras que hacen que cuando llueve afuera, llovizne adentro.

Melissa ha pedido varias veces a la alcaldía local que le dejen cambiar el techo y hacer algunos arreglos en las paredes. Ha mandado planos y proyectos, pero la respuesta siempre ha sido negativa. “No me dejan porque así es la realidad,” dice ella, “acá las cosas funcionan así. Las cosas o no se hacen o se hacen pésimamente mal.” Más calmada, añade que por ser su casa patrimonio histórico “la Alcaldía dice que no puedo cambiar el techo porque en la casa original no existía marquesina. Pero en la Alcaldía y el Ministerio de Cultura hay marquesina en el techo.”

Postal de la exposición «Tesoros de la Candelaria». Jorge Olave

Arte y humor para restaurar

El 29 de septiembre de este año se inauguró en La Peluquería una exposición que, en clave de humor, pretende sentar una voz de protesta contra la situación de las edificaciones, las calles del barrio y la ineficiencia de la burocracia de la localidad de La Candelaria.

Jenaro Mejía es un artista manizalita y curador que vive hace “incontables años” en este sector. No es muy alto, ronda los cincuenta y cubre su calva con un gorrito de lana que lo protege del frío de la capital. Lo acompaño en un recorrido por algunas calles del centro histórico en el que Jenaro me señala bolardos torcidos, múltiples alcantarillas abiertas y montañas de basura. “Estos son los verdaderos tesoros de La Candelaria”, dice. Además me muestra obras a las que, según él, les han concedido permisos de construcción a pesar de no cumplir las normas, así como casas en ruinas para las que se han presentado varios proyectos de restauración que han sido rechazados.

Cuando llegamos al hogar de las peluqueras asesinas vemos, además de marcos de espejo sin espejo y dos mesitas de té, y un rincón que funciona como galería. Aunque la exposición es corta, el mensaje es contundente. Jenaro me presenta a los protagonistas de la muestra, esculpidos por Jorge Olave, quien se hizo famoso por sus esculturas que desde la década del noventa, le dan vida a los techos de las casas de La Candelaria. El primer personaje es una escultura en yeso que representa a un señor sentado en un inodoro. Es, en palabras de Jenaro, “un director de corporación haciendo lo que puede por el barrio”. Lo acompañan una momia que representa a un “secretario de movilidad trabajando eficientemente en su oficina” y una “alcaldesa que no recorre las calles de su barrio.”

Según Mejía, el objetivo verdadero de la muestra es “denunciar el abandono en que se encuentra el barrio y mostrar la ineficiencia, ineptitud y pequeña corrupción” con que se manejan los permisos y las obras en la localidad. Señala que su principal argumento es que “si eres inepto, eres corrupto porque te estás robando el sueldo y eso es lo que pasa con el ‘director de una corporación’ ”. Se refiere a Gabriel Pardo, director del Instituto Distrital de Patrimonio durante la administración de Samuel Moreno, entidad encargada de conceder los permisos para llevar a cabo obras de reforma en edificaciones de patrimonio.

Después de dar una vuelta por el lugar, converso con Jenaro sobre las imágenes de las paredes. Son tres collages: el primero muestra alcantarillas sin tapa y llenas de basura, son “las ventanas al futuro”. En el segundo se ven montañas de basura, paredes grafiteadas y nudos de cables que representan “los verdaderos tesoros de La Candelaria, la joya de la corona.” El último muestra las “nuevas esculturas urbanas”: bolardos caídos o restos de ellos. Me siento con Jenaro a tomar un café en una de las mesitas de té de Melissa y por la marquesina prohibida se empieza a ver que va a llover afuera y, por lo tanto, le va a lloviznar adentro al director de una corporación, a la alcaldesa que no camina y al secretario de movilidad que no se puede mover.

El arquitecto pirata

Simón Vélez, arquitecto reconocido por sus trabajos en guadua, también es de la capital de Caldas y vive en este barrio hace más de 20 años. Su casa tiene varias excentricidades: originalmente era un inquilinato y tiene un jardín que parece una selva.  Como es de esperarse, hay varios muebles de guadua que contrastan con otros muy antiguos y algunas piezas de decoración de cultura popular. Por una de las ventanas se ve Monserrate, la parte de atrás de La Candelaria, o sea, los llamados barrios de invasión y, por otra ventana, se ven los colores del centro histórico.Técnicamente, su casa es una construcción pirata, como él mismo afirma.

A Simón le gusta andar en camisa, nunca se lo ve sin un sombrero y tanto su voz como sus gestos son fuertes. Me muestra dos edificaciones que se ven por la ventana y que sobrepasan en altura a las demás. Según él, no cumplen con las normas de construcción y aún así fueron avaladas. Me cuenta además que él, en calidad de arquitecto, ha pasado proyectos para reconstruir varias casas y ha tramitado todos los documentos necesarios, obteniendo siempre respuestas negativas. Entres chiste y chiste, me explica que está  “vetado en la Corporación La Candelaria, –ahora Instituto Distrital de Patrimonio–, porque les debo un soborno. Además una vez dije en un periodiquito que es una entidad corrupta y me pidieron que rectificara y yo en cambio ratifiqué.”

Irónicamente, este arquitecto ha ido reformando poco a poco su propia casa de forma pirata, pues sabe que no le van a dar ningún permiso. Incluso incumple algunas de la normas de alturas y estilos. Entre excusa y sarcasmo, Simón afirma “yo soy pirata, pero no soborno.”

Postal de la exposición «Tesoros de la Candelaria». Jorge Olave

La versión oficial

Efectivamente, la casa donde está ubicada la Alcaldía Local de La Candelaria es de conservación y tiene marquesina. Los funcionarios que trabajan en ella son amables y, salvo por la doctora Navarro, quien está muy ocupada por estos días, están dispuestos a responder todo tipo de inquietudes. A la entrada hay dos carteleras en la que están pegadas con chinches noticias varias sobre la ciudad y comunicados que informan a habitantes de la localidad (con nombre propio) sobre el estado de sus peticiones de autorización para llevar a cabo obras.

Paula Rangel ronda los 30, tiene el pelo largo y oscuro y habla de manera concisa. Ella es una de las arquitectas de la Alcaldía Local y su labor consiste en “velar porque los permisos que concede el Instituto de Patrimonio (IDP) se estén cumpliendo, o sea, es hacer control urbanístico.” Contrario a lo que había entendido de las entrevistas anteriores, la Alcaldía Local no da permisos. De eso se encargan el IDP y el Ministerio de Cultura. “Nosotros sólo nos encargamos de verificar que los permisos sean coherentes, o sea, que si se autorizó cambiar un piso, efectivamente sea eso lo que se esté haciendo.”

La Alcaldía definitivamente no se asemeja a la idea popular de lo que es una entidad pública: hay matas, el sitio es iluminado (por la luz natural que pasa por la marquesina) y los colores pululan. Eso sí, el espacio es reducido. El departamento de prensa comparte oficina con el de planeación, del cual hacen parte dos jóvenes funcionarias, que prefirieron que sus nombres no fueran publicados. La conversación va rápidamente al grano.

–¿Qué ha pasado con los 500.000.000 pesos que según el presupuesto de la localidad se han invertido en el inciso “Mejoremos el barrio”?– les pregunto

–En este momento hay un plan de invertir 400 millones en la reparación de fachadas. Pero lograr cualquier acuerdo de estos es muy difícil, pues estamos sujetos a los lineamientos del Instituto de Patrimonio –responde una de ellas con vehemencia

–¿Y las calles? ¿Los huecos?

–Nosotros sólo podemos intervenir algunas de las calles, las que corresponden estrictamente a la malla vial del barrio, dice una.

–La Alcaldía complementa e implementa el orden distrital de acuerdo a unos pocos recursos. La verdad es que nosotros tenemos poco margen de maniobra, completa la otra.

Parece evidente: la próxima parada debe ser el Instituto Distrital de Patrimonio, ubicado a dos cuadras del cabildo local y que está a cargo de Gabriel Pardo, “el director de una corporación”. Sandra Sabogal es una de las arquitectas que atiende los días martes a los habitantes de la localidad que buscan que sus proyectos de reforma sean autorizados. Desde un principio, me advirtió que no me podría responder mis preguntas porque, según ella, «ciertos temas requieren un poco de discreción.”

Sin embargo, la información que me brinda sobre aspectos formales y documentos resulta bastante esclarecedora. Según el Decreto Distrital 678 de 1994, por medio del cual “se asigna el Tratamiento Especial de Conservación Histórica al Centro Histórico y a su sector sur del Distrito Capital y se dictan otras disposiciones”, existen tres tipos de edificaciones: A. Monumentos Nacionales, B. Inmuebles de Conservación Arquitectónica (“aquellos que por sus valores arquitectónicos, históricos, artísticos o de contexto, los cuales deben tener un manejo especial de conservación y protección.”), C. Inmuebles Reedificables y Lotes no Edificados y D. Inmuebles de Transición. Sobre la intervención de los inmuebles de categoría A sólo tiene potestad el Ministerio de Cultura.

“Para todos los demás,” y esto incluye la mayoría de las casas de vivienda de La Candelaria, “el IDP debe emitir un permiso, después el Mincultura debe dar otro permiso y finalmente se debe obtener una licencia de cualquier curaduría urbana. Es importante resaltar que por tratarse de edificaciones de patrimonio y conservación, se deben mantener lo más parecidas a su estado original.”

Cuando la conversación se desvía hacia temas menos burocráticos y normativos, la arquitecta cierra los planos con cierta brusquedad.

–¿Conoce el caso de Melissa Pérez, la dueña de La Peluquería? ¿Por qué ella no ha podido cambiar la marquesina si se le está cayendo?

–Ella no ha presentado proyecto para cambiar la marquesina, lo que ella quería era cambiar la cubierta. Eso es más complicado. Pero eso ya lo estamos tratando personalmente con ella. Si quieres saber más, habla con ella directamente.

Volvemos a los temas normativos, a los estrictamente burocráticos, a los planos y a los documentos. Antes de despedirme, le pregunto sobre las relación entre la Alcaldía, el Mincultura y el Instituto. “Cada entidad tiene sus funciones”, me dice Sandra escuetamente. “El IDP aprueba intervenciones, al igual que el Ministerio. La Alcaldía controla,”  continúa. “¿Y chocan?”, le pregunto yo. “Eso no te lo puedo decir, eso si es a discreción de cada entidad.”

Patrimonio vivo: más allá de la norma

Thierry Lulle es francés, experto en temas de urbanismo y desarrollo y hoy en día se desempeña como profesor e investigador de la Universidad Externado de Colombia. En noviembre fui al lanzamiento del libro  Vivir en el Centro Histórico de Bogotá, del cual Lulle es co-autor. El principal objetivo del texto es “entender mejor la compleja situación actual del Centro Histórico con respecto al estado físico de las viviendas así como las dinámicas sociales, económicas, culturales, normativas y políticas vividas por los actores de este sector peculiar.”

Su visión sobre el patrimonio y la normatividad arroja luces un poco diferentes sobre el tema. En la presentación del libro, afirma que “la conservación del patrimonio no pasa tanto por normas que se refieren estrictamente a lo construido sino por la regulación de las interacciones entre los actores en presencia en el centro. De tal forma que la preocupación de construir un “patrimonio vivo” llevaría por un lado a tratar de evitar que siga la salida de una población tradicional y de propiciar unas reglas e incentivos de conservación. No mantener normas restrictivas.”

Una opinión similar tiene Luis Fernando Garzón, quien acaba de ser reelegido como edil de la localidad. “El patrimonio sólo sirve si es vivo, se habla, si se siente», dice Garzón. «Tenemos que dejar de pensar que el patrimonio es sólo fachadas y normas de conservación.”

Nota del editor 20/02/12: una versión de esta nota fue republicada por la versión web del diario Publimetro con autorización de 070.

*Sofia Salas es estudiante de Economía y de la Opción en periodismo en la Universidad de los Andes. Esta crónica fue hecha para el curso “Crónicas y reportajes periodísticos” del CEPER.

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