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Vivir entre libros: Carlos Valerio Echavarría

Carlos se ha dedicado a pensar la educación, a enseñar cómo enseñar, a buscar desde la práctica y la teoría cómo formar mejores maestros. Perfil de un profesor de profesores.

por

Julián Santiago Bernal

@julianbernal12


29.06.2016

Se despierta a las cuatro de la mañana. Se levanta treinta minutos después. A las seis sale a hacer ejercicio. Desayuna a las ocho. Recorre toda la casa como el viento: de su habitación pasa al escritorio, del sofá de la sala al comedor, del comedor a la cocina. Movido por citas, responsabilidades e ideas, Carlos Valerio Echavarría Grajales habla tan espontáneamente con profesores, operadores de telefonía, esposa e hijas que pareciera hacer un monólogo permanente.

«Señorita, acabo de recibir una llamada de un desconocido pidiéndome los datos de mi tarjeta de crédito. Ya conocían toda mi información: mi cédula, la dirección de mi casa, mi nombre completo. No faltó sino que me dijeran de qué murió y dónde enterraron a mi abuelita».

Carlos Valerio es docente de la Facultad de Ciencias de la Educación en la Universidad de La Salle de Bogotá. Ha estudiado ciencias sociales, educación, psicología, psicoanálisis, desarrollo humano y filosofía. Todos los días, cuando puede, lee. Trabaja también haciendo investigaciones sociales, consultorías y tutorías en Bogotá, Pereira y Manizales. Humanizarte, un proyecto de formación política para la construcción de paz, es su más reciente creación. Es su vida pasada y presente.

Sentado a la mesa del comedor, con su computador en frente, habla por celular. Recibe mensajes, responde correos, paga facturas. Mientras habla, mueve los dedos sobre la mesa del comedor y juega con el mantel, el salero, los individuales y los portavasos.

«Es un peligro para la ciudadanía —discute; parece que la señorita estuviera al frente—. Es muy grave porque además de mí le puede pasar a otro. Llaman a cualquiera a preguntarle por los datos del plástico y sin darse cuenta al estar ocupado en otros asuntos revela información importante».

Su casa queda a una cuadra de la calle 140 del norte de Bogotá. Está al lado de un parque que le dicen El parque de los perros. Cuando uno entra en él parece haber ingresado a un espacio-tiempo de otro mundo. La Bogotá de los carros y los pitos en las avenidas superconcurridas es remplazada por el ambiente de una suerte de película en la que la niebla, las hojas sobre el pasto y los árboles altos y frondosos son parte consustancial del espacio. El parque está organizado para el uso humano: hay pasamanos, barras multicolores, caminos de ladrillo y concreto que dividen y se encuentran unos a otros irregularmente, personas que caminan con sus perros o hacen ejercicio y hojas secas que suenan cuando se camina sobre ellas. Al subir la mirada se observan las ramas de los eucaliptos en contraste con el cielo y si se tiene paciencia y no hay tanto ruido, se puede oír el sonido del viento al entrar en contacto con las hojas y ramas de los árboles, parecido al de la marea al morir en la playa.

Vivir entre libros

Carlos Valerio procura combinar los tres colores que siempre usa. Viste camisas muy bien planchadas por la señora Olga (“la señora que nos ayuda”, como dice él), casi siempre de rayas. Cuando recién se las pone, las lleva metidas entre los pantalones y, a medida que avanzan las horas y el día, se las saca y se libera de la opresión que le generan en su cuerpo y movimientos. Es pequeño de estatura, tiene barriga y barba incipientes, y sus manos son hondas, ya algo arrugadas, con las marcas de alguien que ha labrado letras.

Su mirada profunda parece traspasar las pieles. Es común advertir que, de pronto, se concentra en una persona y escudriña sus secretos. “Se ha vuelto una práctica cotidiana en mí”, afirma. Otras veces se fija en un punto indeterminado en el espacio, todo el mundo a su alrededor se suspende, su cuerpo se queda quieto y su mirada adquiere el brillo y la calma de quien se acuesta a ver el cielo. En esos momentos es cuando caza ideas o relaciona una con otra o simplemente recuerda una emoción que alguna vez lo perturbó.

«Me gusta eso de hacer un perfil —me anima Carlos Valerio, sonriendo—. Como me lo describes, el perfil es una forma fenomenológica de escribir, porque se trata de una experiencia íntima».

Su apartamento está ubicado en el primer piso de un edificio de cinco. Anteriormente era el estudio de su maestro, Carlos Eduardo Vasco, donde se guardaban sus libros. Hace nueve años, cuando Carlos Valerio vino a vivir a Bogotá, se quedó solo por seis meses mientras esperaba a sus hijas y a su esposa que vinieran de Manizales. Dormir en ese apartamento entre libros es una metáfora para explicar lo que ha sido el desarrollo de su vida: vivir entre libros.

Hoy en día es un apartamento de cuatro cuartos. Cada hija suya, Mariana y Maria Camila, tiene uno. El de Mariana, su segunda hija, se conecta con el de los invitados; mientras que el de Maria Camila, su hija mayor, da a la carrera perpendicular a la calle 140. Del cuarto de Maria Camila se ve el patio de una casa de fachada y rejas blancas, en el que permanece Hancock, un perro que llora con aullidos de ballena. Marvin, el gato de la familia, se pasa las mañanas al sol, camina y le cuelga la panza y, cuando alguien se agacha a jugar con él, se echa de espaldas al piso para que lo acaricien. En el cuarto de las visitas han vivido al menos cinco personas. “Esta casa es el Hotel Echavarría Benavides”, se les oye decir a las niñas. En este momento es la habitación de los discípulos de Carlos Valerio. Allí duermo yo hace un año y medio.

El comedor comparte espacio con un sofá, tres matas y algunas flores. A su lado hay dos muebles en los que se guardan platos, vajillas y utensilios para vino. Sobre el mueble más pequeño hay cuatro fotografías de los padres de Mónica —su esposa— y de los suyos. En la foto del padre de Carlos Valerio está el origen de su mirada y de su rostro: una expresión de mimo, un bigote estilo Cantinflas, algunos flecos de pelos desorbitados, unas orejas prominentes y bajas y una mirada transparente y miel.

«¿Me acompañas a comprar las cosas para el almuerzo?» Salimos de su casa y atravesamos diagonalmente el parque, giramos a la derecha, pasamos por una construcción en un parqueadero de Olímpica, volteamos a la izquierda y llegamos a una tienda llamada Frutibar, en la avenida 19 con calle 135. Camino siempre detrás de él como quien se escuda en una muralla de gente a contracorriente. En la tienda suena una canción de música popular. No conozco el nombre. Le pido a la muchacha de la registradora que me cuente de quién se trata y —mirando una pantalla en la que aparece una lista de reproducción de John Álex Castaño, el Charrito Negro y los Tigres del Norte— me dice que se trata de Darío Gómez. Carlos Valerio hace una mueca, torciendo un poco la boca.

«Señorita, ¿cómo le va? —mira a los ojos a la muchacha que atiende, sobreponiéndose de la música—. La verdad es que yo había dejado de venir por acá porque pusieron otra tienda a una cuadra de mi casa. Últimamente me ha ido mal cuando compro carne allá. Después me acordé que acá siempre me fue bien. ¡Felicitaciones! ¡Recuperaron a un cliente!»

Las manos de surcos profundos de Carlos Valerio pasan por las verduras y frutas que busca para el almuerzo. Va seleccionando una a una las que le parecen mejores. Con sus dedos las agarra entre sus manos y siente su textura. Parece que ya tuviera definido en su cabeza un mapa preciso de lo que busca: va directamente a los estantes y no se detiene más de una vez en uno. Este proceso lo hace siempre: es el encargado de comprar los alimentos de la casa. Es una forma de “pausa activa”. Es “para reposar las ideas”.

Cuando habla de sus investigaciones y sus ideas, Carlos Valerio entrega su cuerpo y su voz. Puede elevar el discurso hasta volverlo denso como una piedra o ilustrarlo hasta elaborar una fotografía. Mueve sus manos, abre los ojos, cierra los ojos, cambia de posición, se para, se sienta, hace gestos con su rostro, se quita las gafas; categoriza, dramatiza, ejemplifica, hace esquemas mentales, enumera

Violentos y no violentos

Carlos Valerio es Doctor en ciencias sociales, niñez y juventud de la Universidad de Manizales. Al preguntarle por su investigación doctoral me bombardeó una hora y 30 minutos de generosas palabras. Esta investigación fue su vida entre el 2000 y el 2005. En ese entonces dividía su alma en dos: el día lo ocupaba en los trabajos alimenticios y en los cuidados a sus hijas; pero la noche era para él, sagradamente, el tiempo en que estudiaba y el reposo del silencio necesario para la introspección. Me cuenta que incluso, cuando hacían viajes a la finca de la familia, Chambú (a dos horas de Manizales), él estudiaba, mientras todos jugaban en la piscina, tomaban cerveza, dormían o se bronceaban. Todavía hoy, en el fulgor de sus 50 años, divide el tiempo meticulosamente, robándole horas al sueño y alimentando su alma de los instantes cotidianos.

Cuando habla de sus investigaciones y sus ideas, Carlos Valerio entrega su cuerpo y su voz. Puede elevar el discurso hasta volverlo denso como una piedra o ilustrarlo hasta elaborar una fotografía. Mueve sus manos, abre los ojos, cierra los ojos, cambia de posición, se para, se sienta, hace gestos con su rostro, se quita las gafas; categoriza, dramatiza, ejemplifica, hace esquemas mentales, enumera. La mesa del comedor se convierte en un tablero en el que el servilletero, las frutas, los portavasos, el salero y el pimentero están distribuidos de tal manera que le sirven para ejemplificar cómo funciona la teoría de conjuntos en las ciencias sociales.

“No hubiera hecho mi investigación si no hubiera sido por mi esposa”, una mujer de risa fresca que pasa por la casa con ritmo firme y constante, en pasos ágiles. “Yo me gané a la mejor mujer”, dice Carlos Valerio, alzando su alma. Mónica descansa los fines de semana y de lunes a viernes trabaja con niños de prescolar. De pelo negro y rostro natural; de piel trigueña, mide un poco menos que su esposo. Cuando sonríe, se le hacen uno surcos en las mejillas, los ojos se le ponen más pequeños de lo que son y emerge una nariz que le da autoridad y a su vez simpatía. Cuenta Carlos Valerio que, cuando decidieron venirse a vivir a Bogotá, él le propuso que lo intentaran un tiempo: si no se acostumbraban, se podían devolver. Mónica le respondió: “No. No lo vamos a intentar. Si nos vamos a Bogotá, nos vamos a vivir a Bogotá”.

Durante el trabajo de campo de su tesis doctoral, Carlos Valerio encontró que la manera en que los niños de su investigación decidían acerca de los dilemas morales cotidianos estaba relacionada con el contexto en que vivían. La investigación la hizo con su maestra, Eloísa Vasco, esposa de Carlos Eduardo, bautizada de nuevo por Carlos Valerio y su familia como ‘La Tutis’. Fueron a barrios y escuelas en contextos violentos y no violentos. La forma en que abordaron la tesis da cuenta de la personalidad de Carlos Valerio: no como tradicionalmente se hace en las teorías dominantes del desarrollo moral (es decir, con números y estadísticas). Trabajó con la profundidad de las palabras de los niños, escudriñando en las repeticiones, hurgando en sus contenidos, escarbando sus sensaciones, sus ideologías, para después elevarlas al lenguaje teórico que se volvía en últimas terrenal al conversar de nuevo con ellos. Como un boomerang o como el agua que siempre vuelve a continuar el ciclo.

«Yo les preguntaba lo que hacían cotidianamente. En los contextos no violentos, un niño me respondía —Carlos Valerio se dispone a recrear la escena con su cuerpo y con el tono de voz del niño—: ‘Cuando salgo del colegio me recoge la ruta y voy hasta mi casa. ¡Es que yo vivo en un edificio! Ahí viven unos amiguitos míos. Después saludo a don Pedro el portero, me voy a la casa, descanso, veo televisión, salgo y me encuentro con ellos a jugar fútbol. Más tarde me veo con mis papás’”.

A medida que continúa el relato, Carlos Valerio le va imprimiendo más fuerza a sus frases y toda la casa se llena con su voz.

«Mientras que un niño en un contexto violento me decía —su voz me estremece y mi cuerpo reacciona saltando—: ‘La otra vez iba para la escuela cuando ¡pam pam pam! Y cayó don Pedro tirado a la lado mío y le salía sangre y salí corriendo para la escuela y decía: ¡Profe, profe! ¡Fueron Las Gatas! ¡Fue Orejamocha! ¡Ahí está muerto!’”.

Carlos Valerio me cuenta que, después de conocer los contextos, Eloísa y él se concentraron en saber por qué los niños creían que lo bueno era bueno y lo malo era malo. Todos coincidían que el cuidado de la naturaleza era bueno. Los de barrios tranquilos “decían que no se podían contaminar los ríos, que no se podían matar los pájaros, que los aviones no podían contaminar, que la gente no podía botar basura”. En cambio los inmersos en la violencia decían que era malo “contaminar los ríos con los muñecos que mataban o con los gatos muertos que tiraban al caño”.

Carlos Valerio tiene un taller por estudio. El sitio donde habitualmente trabaja está incrustado en un espacio contiguo a la sala-comedor. Es un rectángulo en el que caben sentadas en el piso, cómodamente, unas siete personas. Desde el estudio se puede oír lo que sucede en la cocina, estar en contacto con las personas que comen o darse cuenta de quién ha llegado a casa.

Las paredes del estudio están revestidas de anaqueles de libros de teoría política, filosofía, sociología, pedagogía, psicoanálisis, investigación y psicología. También de literatura y arte: Saramago, Yourcenar, Borges, Fuentes, Dostoyevsky, Van Gogh. Los diccionarios de María Moliner y Julio Casares vigilan el resto de los libros. Una parte del espacio lo ocupan sus hijas y sus discípulos. Otra está dispuesta para los papeles, cuadernos y folios muertos de búsquedas anteriores. En la parte inferior, al interior de dos cajas de madera forradas en papel amarillo, esperan los materiales para sus clases: marcadores, papeles, lapiceros, lápices, pegante, lanas, cintas… Facturas y notas rápidas se reproducen entre todas las cosas.

Hace poco, Lorena González –su compañera incondicional de trabajo y discípula– supo en un curso de proyectos sociales en la Universidad Nacional de una tela de nombre ‘Tormenta’. Desde entonces, esta tela ha sido para Carlos Valerio y Lorena una tempestad de ideas. La usan un tablero portátil: se pega de la pared y se le esparce un pegante en spray que permite adherir papeles sin necesidad de cinta. También la usan para proyectar imágenes desde un video beam miniatura. Ya tienen siete de colores distintos. Rojo, verde, amarillo, negro, blanco, naranja y azul. En la pared de su estudio está colgada la verde en la que aparece un mapa conceptual con figuras de colores. Sobre el piso, justo bajo la tela-tablero, hay un maletín grande en el que llevan los materiales que, semana tras semana, usan en sus clases. Lorena, además de ser su compañera incondicional, es su alma gemela y es quien registra uno a uno sus movimientos pedagógicos. Están escribiendo un libro.

Profe

Café hecho en aguapanela sobre la mesa del estudio. Carlos Valerio me cuenta historias de su infancia. Vivió buena parte de su niñez en la finca de su abuelo de la vereda La Cabaña, zona rural, a una hora de Manizales. Se llamaba Patiobonito: entre montañas verdes, al costado de la carretera que va a la vía principal; entre quebradas, plátanos, guayabos y palos de café. Pese a que vivía allí no trabajaba el campo. “La finca no me mereció una gota de mi sudor”, comenta. Se la pasaba leyendo en un balcón de la casa: su abuela tenía una biblioteca de libros de literatura que dispuso solo para él. Me cuenta que, cuando le preguntaron un día a ella que por qué el niño no trabajaba en el campo, respondió: “Otros volearán azadón…” —palabras que Carlos Valerio acompaña con un movimiento ascendente y rápido de las manos—. Todavía recuerda a su abuela muy vital y decidida. Se perdió en sí misma entrada en años, cuando no pudo volver a leer.

Carlos Valerio caminaba todos los días a la escuela. Con su morral y sus cuadernos subía por una montaña empinada hasta llegar y ver a la profesora: una mujer dulce y sabia que los recibía a él y a todos los niños de diferentes grados a darles clase en un mismo salón. Entre los recuerdos que me comparte, hay uno que queda en la mente como una pintura. Su abuelo se paraba minutos bajo el marco de la puerta a mirar el horizonte, con un cigarrillo en sus dedos y el humo que subía liberado: “Sí… Sí… Sí…”, decía su abuelo, moviendo la cabeza de arriba a abajo, mirando fijamente los relieves de las montañas, los distintos verdes, el cielo, la niebla efímera, recostado en las maderas de las paredes, con los ojos transparentes, con el alma a flor de labios. Quizá esos momentos fueron el origen de la mirada miel de su nieto y su hijo.

La noche. Carlos Valerio habla con su hija mayor y le explica el concepto de compasión humana para un trabajo de la universidad. Levanto un poco la mirada y me fijo en los cuadros que cuelgan de las paredes. Los pintó su maestra Eloísa. Entre ellos hay una atmósfera que parece circundarlos como paisajes de su alma.

Carlos Valerio acaba de recibir un correo de uno de sus estudiantes. Me lo muestra:

“Hola Profe,

Reciba un saludo cordial. De antemano, le puedo asegurar que ha vuelto a conseguir que me quede pensando en lo que aprendemos. Las horas se pasan mientras las divagaciones se enmarañan en mi cabeza. No puedo evitar observar a las personas o las cosas, y fijarme en los detalles que muchos considerarían mínimos, pero que en mi caso, siento que me hablan ufanos para robar mi atención”.

Le propongo que me hable más de sus estudiantes:

«Con sus palabras y preguntas, con su capacidad de comprenderse a sí mismos, con su generosidad, han revitalizado mi vida y han hecho que mis años tengan mucho sentido —señala con los dedos el correo—. Me dan los argumentos perfectos para pensar que la pedagogía es transformadora. Me dan evidencia para mostrar que la educación sí transforma ideologías. Me permiten decir que puedo seguir siendo maestro».

Cara de historia

Hay momentos en que Carlos Valerio se queda estático y de su boca nacen frases y palabras profundas. Es como si por un instante se desprendiera de sí mismo y se convirtiera en letras. Sus maneras adquieren un matiz distinto: ya no el enérgico y vibrante sino el reflexivo, el contemplativo, el meditabundo.

«Me conmueve que las personas sufran por cosas que pueden ser resueltas si atienden sus deseos, sus designios —su mirada se posa en mí como un viento cálido—. Sin saber tener claridades sobre sí mismos y sin preguntar cómo hacerlo, o explorarlo, o detenerse a pensar lo que se quiere, lo que se desea. Hay que mirarse al espejo distinto. Porque es mirándose al espejo cuando se identifica que el rostro y el cuerpo han sido enajenados. ¿Qué causa el enajenamiento, el olvido de sí? Complacer».

Sus palabras son ágiles y suaves, libertarias y potentes, espontáneas y naturales.

«La vida es el último tren y va hacia delante —continúa. Hace breves pausas para tomar café—. Y es como los ríos: nunca van hacia atrás. Y es como el planteamiento de Heráclito: nadie se baña dos veces en el mismo río, porque es dialéctico, es cambiante, es constante devenir. Es la historia de la humanidad».

Avanza la noche y el silencio de la cuadra se hace cada vez más penetrante, interrumpido por un carro que va o una moto que viene. Su hija mayor hace una videoconferencia con compañeras de clase. Se le oye hablar de Freud y del superyó. Carlos Valerio recibió un correo de la Universidad de Harvard en el que le dicen que su propuesta para dictar una conferencia con Carlos Eduardo, su maestro, fue recibida. Se le sube la felicidad por el cuerpo y sonríe con toda la cara. Dice haberse quedado, de repente, sin energías. “Se me devolvió toda la historia: completica”. La conferencia que en unos meses dictará se deriva de un proyecto de investigación que hizo con ‘La Tutis’. Por eso pone sus manos con emoción en la revista en la que aparece publicado el artículo del proyecto y, como si fuera la última frase de una novela, dictamina: “Detrás de todo está ella”.

— Con este proyecto hicimos el último viaje juntos, a Argentina —Carlos Valerio se recuesta sobre el sofá. Tiene puestos Crocs sin medias y la camisa la lleva hace rato por fuera. A su lado está Lorena sentada con los pies estirados y el computador sobre las piernas. Carlos Valerio suspira—. Me acuerdo que ella hizo toda una conferencia en la que solo mostró una diapositiva. Cuando me tocó a mí hablar, me miraba fijamente. Me parece aún sentir su mirada. No la quitaba de mí. Yo decía algo medianamente talentoso y sonreía. Era su manera de mostrarme su orgullo… En mí puso todas sus complacencias.

— Tienes cara de historia, le dice Lorena, con la sonrisa en los labios y los ojos brillantes. Saca su celular y le toma una foto.

— La Tutis fue a Argentina la última vez por mí. Hizo el último viaje por mí. Ella me lo dijo —Carlos Valerio abre un poco los brazos; ha perdido su espontaneidad; la cara se le apaga y agacha su mirada. Mira fijamente a Lorena—. Carlos Eduardo nos invitó al mejor restaurante de Mendoza y nos tomamos un vino de muy alta calidad. Cuando llegó la cuenta, Carlos Eduardo iba a pagar y ella dijo: «No. Yo invito”.

El viento es leal a sí mismo: el huracán furioso y la caricia en el mar. Carlos Valerio recorre su vida como el viento. Los niños, en su investigación doctoral, le hablaban de lealtad y de cómo debían ser leales para salvar sus vidas. Él es leal a esa historia y a la suya, no para salvar su vida sino para morir en el intento. Y por lealtad consigo vive como vive: como Carlos Valerio.

 

* Julián Santiago Bernal es politólogo y estudiante de la Maestría en Construcción de paz de la Universidad de los Andes. Escribe. @julianbernal12

** Este perfil se realizó en el marco de la clase Investigación en periodismo de la Maestría en periodismo del Ceper.

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