2020: un año “récord” contra el narcotráfico, pero un fracaso en seguridad
El nuevo ministro de Defensa, Diego Molano, mantuvo el discurso de lucha contra el narcotráfico como receta para más seguridad, aunque la evidencia de los últimos dos años muestra lo contrario.
Para el Gobierno de Iván Duque el diagnóstico de casi todos los problemas de seguridad territorial es el narcotráfico: está detrás de las masacres, del asesinato de excombatientes de las Farc, de la deforestación y de la muerte de líderes sociales. La política de seguridad está cimentada en la idea de que golpear al narcotráfico mejorará la seguridad, como lo ha dicho el presidente Iván Duque y otros miembros de su Gobierno varias veces.
Esa es la línea que hereda el recién nombrado Ministro de Defensa, Diego Molano, quien ya dijo que su prioridad será “acelerar la lucha contra el narcotráfico. Que los grupos criminales sepan que no les vamos a dar tregua (….) son ellos los que asesinan a líderes sociales y cometen masacres, ellos buscan desestabilizar las regiones y no lo vamos a permitir”.
Sin embargo, aunque el año pasado fue uno de los mejores en resultados contra el narcotráfico, según las mismas cifras del Ministerio de Defensa a diciembre de 2020 –cifras que venían así desde 2019– la seguridad no ha mejorado en los lugares más golpeados por el conflicto. Es más, en varios sentidos ha empeorado.
El año récord en la “guerra contra las drogas”, pero…
Para el 2020, la Fuerza Pública reportó un año récord en la llamada “lucha contra drogas”. Incluso el mismo Alto Consejero para la Seguridad, Rafael Guarín, dijo que el año pasado será recordado como “el año de la mejor lucha contra la criminalidad”.
Por ejemplo, alcanzaron el récord en erradicación manual al destruir 130.000 hectáreas de coca, aunque hay serios cuestionamientos de esta cifra. Noticias Caracol encontró denuncias de campesinos cocaleros, expertos y erradicadores en al menos ocho departamentos, que dan cuenta de registros de erradicación inflados, falsas coordenadas y falsas hectáreas erradicadas.
Aún con esas dudas, el aumento entre 2019 y 2020 fue tanto que el propio Duque lo exaltó, al igual que el nuevo Ministro Molano, quien hoy dijo que entre sus cuatro prioridades estará la aspersión con precisión. Es decir, el regreso del glifosato.
El Gobierno también ha sacado pecho porque la Fuerza Pública llegó al récord de toneladas de cocaína incautada, al igual que marihuana.
También alcanzaron el récord de incautaciones de insumos sólidos, como cemento y cal, por ejemplo.
El Ministerio de Defensa reportó el segundo mejor año en destrucción de infraestructura contra el narcotráfico, que son las cocinas (donde convierten la hoja en pasta de coca) y cristalizaderos de coca (donde convierten la pasta en cocaína) y los centros de acopio de marihuana. Estas cifras también incluyen depósitos de insumos.
Lo mismo pasó con las incautaciones de embarcaciones que, aunque aumentaron un poco, siguen bajas.
Pero a pesar de estos resultados, la seguridad territorial en el país empeoró en el 2020 según varios indicadores del mismo Gobierno, lo que implica que la relación entre golpear al narcotráfico y mejorar la seguridad, tesis en la que Duque ha basado buena parte de su política de seguridad, tiene varios interrogantes.
Año malo en seguridad territorial
Una de las cifras más preocupantes es el aumento de las masacres, tendencia que se mantiene con siete en lo que va del 2021.
No sólo aumentó el número de masacres. También las víctimas de masacres.
Otras fuentes de la sociedad civil, como Indepaz, concuerdan con esta tendencia. Según sus cifras, 381 personas fueron asesinadas en 91 masacres el año pasado (Indepaz cuenta como masacre cuando hay tres o más víctimas, el Gobierno cuando hay cuatro o más).
Adicionalmente, con otras cifras que no vienen del Gobierno, queda claro que la seguridad territorial empeoró en varios sentidos. Por ejemplo, según la Fundación Ideas para la Paz, el asesinato de líderes sociales aumentó en 2020 frente a 2019. Esto tendría varias explicaciones: incluso múltiples políticas inefectivas, la intensificación y reconfiguración de las disputas locales entre grupos armados y el control de los actores armados, entre otros.
Además, según cifras del monitoreo humanitario de la Oficina de Naciones Unidas para la Coordinación de Asuntos Humanitarios, OCHA, el confinamiento de comunidades también aumentó el 163%, afectando a 74.300 personas, especialmente en Chocó, Nariño y Antioquia.
Lo mismo pasó con los combates y hostigamientos. Ese aumento representa una intensificación del conflicto armado, lo que genera mayores riesgos de desplazamientos y violencia asociada a los combates. Las víctimas de minas antipersonales también aumentaron, al igual que las denuncias de reclutamiento forzado durante la pandemia.
Todas estas cifras son un claro reflejo de que algunas de las regiones más golpeadas por el conflicto con las FARC están corriendo el riesgo de volver a los niveles de violencia experimentados antes del comienzo de las negociaciones en 2012. Es decir, pueden perder las ganancias en seguridad generadas por el proceso de paz.
Las regiones más afectadas
Central a este empeoramiento de la seguridad territorial son las disputas locales entre grupos, que se han intensificado en varias zonas del país. Por ejemplo, en los municipios de Argelia y el Tambo, en el Cauca, el ELN y la disidencia del Carlos Patiño libran un conflicto por el control territorial y del narcotráfico que llevó a que los homicidios casi se duplicaran entre 2019 y 2020, y que se diera el desplazamiento de más de mil venezolanos.
En la costa pacífica nariñense, seis grupos armados –de tal tamaño que el Gobierno dice tener un conflicto armado interno contra ellos– también combaten para controlar el territorio –con sus beneficios económicos del narcotráfico y minería ilegal– lo cual generó confinamientos y desplazamientos masivos de numerosas comunidades en 2020.
En el Chocó, las AGC y el ELN siguieron su disputa por el control de los númerosos ríos del departamento, donde, por ejemplo, el asesinato y decapitación de un líder indígena en Juradó causó el desplazamiento masivo de casi 1.000 indígenas, quienes afirmaron que el conflicto así nunca antes les había llegado a su territorio. En Quibdó las AGC y un grupo criminal local llamado “Los Mexicanos” se enfrentaron, lo cual llevó a un aumento de homicidios y hasta se perpetraron masacres en la capital chocoana.
Las disputas territoriales en el Bajo Cauca Antioqueño y sur del Córdoba también siguieron, tanto que Antioquia fue el departamento con la mayor cantidad de masacres, que tuvieron lugar en el bajo cauca y el suroccidente. Los homicidios, sin embargo, en municipios como Caucasia disminuyeron lo cual estaría relacionado con el intento de las AGC de establecer orden y reglas frente a la pandemia. También podría influir el hecho que en esta zonas este grupo estaría teniendo una ventaja frente a la disputa que sostiene con los Caparrapos.
Sin embargo, existen otros factores sobre los cuales no hay claridad todavía. Uno de estos es el regreso de grandes narcotraficantes y una posible reconfiguración en el control de las rutas del narcotráfico.
En Norte de Santander, diferentes conflictos el año pasado llevaron a una serie de masacres y asesinatos selectivos. El ELN y EPL siguieron sus disputas, aunque a menor intensidad que en el 2018 cuando empezó el conflicto entre los dos grupos. En Cúcuta y Puerto Santander el ELN se enfrentó con los Rastrojos a través de masacres, asesinatos en la zona y desplazamientos.
Los resultados fortalecen un argumento clave que el Gobierno, hasta ahora, no ha querido entender: una política antidrogas no es lo mismo que una política de seguridad territorial.
A las disputas se suma el control con reglas sanitarias que grupos armados de toda índole – disidencias de las Farc, ELN y Autodefensas Gaitanistas– impusieron en varias regiones del país a comienzos de la pandemia. Estas medidas incluyeron desde hechos “menos violentos” como la quema de motos de los que hubieran violado la cuarentena o la difusión de panfletos con normas sanitarias y sus respectivas multas, hasta “castigos” más extremos: la Defensoría del Pueblo alertó en abril sobre diez homicidios presuntamente cometidos como retaliación por la transgresión de medidas impuestas por los grupos, e incluso hay dos probables casos de masacres en Cauca por las mismas razones.
Otros grupos prefirieron imponer paros armados o presionaron a las comunidades para que salieran a bloquear vías para evitar la entrada de cualquier persona foránea, como pasó en Meta y Guaviare, por ejemplo.
El control, del lado de las disidencias de las Farc, también incluyó nuevas normas ambientales para regular la tala en algunas zonas de Guaviare y Meta. La respuesta del Gobierno ha sido la ‘Campaña Artemisa’, que, según cifras del Comando General de las Fuerzas Militares a diciembre, llevaba 68 capturas en sus ocho operativos, y ninguna a un gran determinador. Duque anunció en enero diez operaciones Artemisa en 60 días y Molano enfatizó en esa apuesta. Sin embargo, los costos sociales y de confianza con las comunidades de la zona de estos operativos son altos.
Modestas mejoras
Algunos indicadores sí mejoraron entre 2019 y 2020, aunque en una proporción baja. Por ejemplo, los homicidios en los municipios PDET (es decir, los municipios priorizados por el Acuerdo de Paz para crear programas de desarrollo con enfoque territorial) bajaron alrededor del 7,5 por ciento, aunque siguen más altos que los de 2017.
Esto es un reflejo de lo fragmentados y locales que son los conflictos armados en Colombia, pues Caucasia y Segovia, en Antioquia; Santander de Quilichao y Corinto, en Cauca; Tame y Saravena, en Arauca; Valledupar, en Cesar; y Tumaco, en Nariño, son de los municipios con mayor disminución. Simultáneamente, varios de los municipios con mayores aumentos de homicidios son vecinos o cerca de estos con mayores disminuciones: El Bagre y Remedios en Antioquia; Buenos Aires, en Cauca; y Olaya Herrera en Nariño, por ejemplo.
El secuestro siguió bajando durante 2020 –de 92 a 88 casos– aunque se dieron varios casos relacionados con los conflictos armados en la frontera con Venezuela, especialmente en Catatumbo y Arauca. Las cifras de MinDefensa muestran un aumento en los casos de “secuestro simple” mientras los secuestros relacionados a la extorsión bajaron.
El asesinato de excombatientes también bajó, aunque la diferencia entre 2019 y 2020 es mínima, con 78 en 2019 frente a 73 el año pasado, según la Misión de Naciones Unidas. Esta diferencia no necesariamente representa un cambio en la tendencia que se venía dando dada la diferencia tan pequeña. Una alerta clave es la zona de La Macarena y Uribe (Meta), donde la violencia contra excombatientes aumentó drásticamente en el segundo semestre del año.
El desplazamiento masivo en términos de víctimas disminuyó entre 2019 y 2020, según OCHA. La mayoría de casos se dieron, de todas formas, por enfrentamientos entre grupos armados.
Drogas y seguridad en 2021, ¿más de lo mismo?
Los resultados de la lucha antidrogas y los indicadores y situación de seguridad fortalecen un argumento clave que el Gobierno, hasta ahora, no ha querido entender: una política antidrogas no es lo mismo que una política de seguridad territorial.
Incluso, el 2020 daría evidencia de que la política antinarcóticos puede tener efectos negativos en la seguridad.
Se podría pensar que una intensificación de la guerra contra las drogas crearía peores condiciones de seguridad en el corto plazo para luego generar algunas mejoras en el largo plazo. Este argumento, sin embargo, tiene varios problemas.
Primero, porque no está tan claro qué tan largo es el corto plazo. Las mismas tendencias de lucha antidrogas y seguridad territorial también ocurrieron entre 2018 y 2019. Hubo mejores resultados contra el narcotráfico y peores resultados en varios indicadores de seguridad, como confinamiento, combates, masacres y homicidios en municipios PDET y de excombatientes, por ejemplo.
Segundo, porque el argumento de que eventualmente la seguridad bajará si se golpea al narcotráfico presume que la guerra contra las drogas como la conocemos en Colombia es una manera efectiva y exitosa de luchar contra la producción de drogas y que todo es una cuestión de tiempo. La realidad es justo lo contrario: no es sostenible, ni efectiva, ni exitosa. Además, la fumigación aérea sería un agravante, porque ha demostrado ser inefectiva (sin mencionar los costos sociales y en salud) y si el gobierno la implementa en el 2021, no debería esperar mejoras en seguridad por ella.
Este mismo argumento, en vez de justificar la posición del Gobierno, refuerza la necesidad de pensar en una política de seguridad territorial adicional a la política antidrogas, por lo menos, para el tiempo en el que se espera empeoramientos de seguridad.
Todo lo anterior no quiere decir que haya que parar la lucha contra el narcotráfico, incluso a pesar de sus problemas, de un día para otro. Pero sí implica que necesita grandes reformas porque, por sí sola, no ha traído mejor seguridad ni más protección para las comunidades locales en los últimos dos años.
Es cierto que ha habido otras políticas aparte de la guerra contra las drogas para mejorar la seguridad. Una es las Zonas Futuro, una estrategia que busca crear las condiciones de seguridad en cinco zonas del país de tal forma que se pueda agilizar la implementación de los PDET, llevando así el Estado a esos territorios. Sin embargo, esta medida en realidad ha reforzado lo militar en zonas donde no se ha logrado mejorar mucho la seguridad, y no ha desembocado en más presencia del Estado.
Otro aspecto de la política de seguridad es desmantelar los grupos armados ilegales, lo cual se ha enfocado en “neutralizar” a sus líderes. La Fuerza Pública ha podido dar de baja o capturar algunos comandantes, pero sin mayores efectos en la seguridad. Otros toman su lugar, otros grupos armados ilegales copan su territorio y a veces se dan disputas internas dentro de los grupos. Lo que no ocurre es que la Fuerza Pública se quede permanentemente en el territorio para llevar el resto del Estado. La población local sigue a la merced de los grupos.
Esto es clave porque así se manifiesta la brecha entre atacar a un grupo armado y realmente proteger a la población. Por eso, mantener esta política equivale a conservar sus resultados: más golpes al narcotráfico y menos seguridad territorial.