La guerra contra los antidepresivos es el nombre del artículo realizado por la Agencia Sinc y republicado esta semana en El Espectador. Debo decir que me sorprendió la precisión con que son trabajados muchos de los términos y datos mencionados. Vi que el autor es un médico y escritor de textos de divulgación lo cual explica, en parte, la calidad del artículo.
Lo que no me queda claro es por qué no es exigido (o exigible) que los escritores de artículos sobre temas cuyo nivel de especialización vaya un poco más allá que el lenguaje cotidiano, posean formación, al menos de pregrado en profesiones afines a los temas sobre los cuales escriben. Sé que esta no es respuesta que se de sin un gran debate, pero queda la idea en el aire de que si así se hiciera, el público quedaría mucho mejor informado –evitándose la tan dolorosa y a veces peligrosa ignorancia. Esto lo he visto siempre como una obligación ideal de los medio de comunicación: ofrecer informaciones claras, detalladas y profundas que aumenten el nivel cultural de las masas.
En relación a la temática del artículo, he de decir que también me sorprendió la imparcialidad del autor. Ofrece detalles de la pugna bien conocida entre ciencia y mercantilismo de una forma poco tendenciosa. Esto es muy interesante pues en estos temas la opción de primera mano, sobre todo por personas que desean ser aclamados como libertadores de las masas oprimidas, es apoyar a los detractores de la industria farmacéutica que es vista como la más terrible de las corporaciones malignas cuyo único fin es crear enfermedades para vender drogas. Cuando uno trabaja desde la creación del conocimiento científico, puede ver la realidad desde otra perspectiva. Una perspectiva en la que no hay buenos ni malos absolutos, pues existe la relatividad del uso que cada cual le da a cierto conocimiento. En este artículo de Jesús Méndez se ve la visión amplia de la ciencia. Algunos detalles pueden haber faltado en su análisis como, por ejemplo, el hecho de que la sola definición de depresión es un tema de gran polémica. Existen al menos ocho trastornos que son clasificados dentro de esa categoría con nombres confusos, en ocasiones, como el desorden disruptivo de la regulación del humor o el síndrome disfórico premenstrual, entre otros.
Se entenderá entonces que cada uno de ellos ha de tener causas y orígenes cerebrales diferentes por lo que no es sorprendente, sino enteramente esperable que una misma droga no sirva para mejorar todos estos trastornos; pues sería como esperar que una aspirina sirviera para todos los tipos de dolor. De la misma forma que hay dolores tan intensos que requieren derivados del opio (como la morfina), existen tipos de depresión o comportamientos depresivos que requieren drogas más específicas. Eso no significa que no tengan en su génesis una alteración funcional del cerebro. La neurociencia no ha cumplido más de setenta años y por ello la acusación no ha de ser de la comisión de errores sino de la ausencia de conocimiento. Y claro, si le cerramos la puerta a la investigación en farmacología, nos condenaremos a nunca abandonar esa ausencia de conocimiento. Pero hay sectores de la población (y eso lo conocemos muy bien los colombianos) que prefieren las ideas inquisidoras al peligroso cambio conceptual.
Quizá el autor debería haber explicado también que estamos a las puertas de la farmacogenética (estudio de los efectos relativos de los fármacos en correlación con la expresión genética idividual), la nanofarmacología (creación de fármacos super-selectivos, tan selectivos que carecerían de efectos secundarios pues sólo actuarían donde son requeridos) o la medicina genética, a través de la cual se podría, incluso desde antes de la formación del individuo, retirar las anomalías genéticas que le condenarían al padecimiento de ciertas enfermedades, como por ejemplo depresión. Hoy en día sabemos de la existencia de varios genes cuya expresión crea las condiciones necesarias para el desarrollo de la depresión, lo que dicho sea de paso, desvirtúa las ideas anti farmacéuticas de que la depresión podría incluso no existir.
Queda entonces el gusto de haber saboreado un escrito serio de divulgación, no tendencioso, de alta calidad y de fácil comprensión para el publico general. Pero queda también la sensación de que, por ahora, este escrito será leído principalmente por aquellos que alguna vez hayan sufrido los rigores de la tristeza, familiares de depresivos y algunos neurocientíficos o psiquiatras interesados.
*Fernando Cárdenas es profesor asociad del Departamento de Psicología de la Universidad de los Andes.
[Las consideraciones expresadas en esta nota no representan necesariamente la opinión de la Universidad de los Andes]