“Para el capitalismo la vida humana es un efecto colateral”: Yayo Herrero

Hablamos con la ecofeminista española que recalca la necesidad de poner la vida en el centro.

por

Santiago A. de Narváez


27.06.2024

ilustración por Alejandra Yates

Pero esta entrevista podría titularse, también, de las siguientes maneras:

“El capitalismo es una lógica y una antropología que se declara en rebeldía contra los límites”. 

“Las ideas de nuevo y vacío han estado presentes en todas las dinámicas colonizadoras”.

“El decrecimiento es el inevitable resultado de un proceso que ha destruido, a una velocidad impresionante y de una forma muy injusta, los recursos”.

“El capitalismo ha solventado los momentos de crisis por la vía de la guerra”.

“El derecho a la vulnerabilidad viene a ser el equivalente al derecho a la vida”.

Quien firma estos titulares es Yayo Herrero, ecofeminista española a quien el periódico La Vanguardia de Barcelona incluyó en 2016 en su lista de las ocho mujeres más influyentes en la protección del medio ambiente en España. Es antropóloga, ingeniera, profesora y activista. Ha trabajado con los movimientos sociales en la promoción de la educación para la transformación ecosocial. 

En sus textos e intervenciones públicas trae a colación conceptos como el de “interdependencia”, “el derecho a la vulnerabilidad” o de la importancia de tener conciencia de los límites. ¿Y por qué conciencia de los límites? ¿Para qué? ¿Por qué sería revolucionario que atendiéramos a los límites y a la materialidad que sostiene la vida? ¿Cómo se sostiene nuestra vida en el planeta Tierra? 

Por si hacía falta decirlo, vivimos en un planeta en el que la especie humana ya sobrepasó el pico del petróleo convencional –es decir, donde las reservas de petróleo que se pueden extraer convencionalmente se han ido agotando; después de todo, el petróleo es un recurso finito–, donde más del 50% de la riqueza está en manos del 10% de la población –cifras menos conservadoras dicen que es el 1%–, un planeta en el que se transmite un genocido en vivo y en directo y donde el estrés hídrico es cada vez más una realidad –para abril de este año, al menos seis ciudades de América latina estaban pasando por estrés hídrico–.

¿Cómo hacemos para conectar los puntos? ¿Para pensar políticas que hagan vivible y deseable nuestro paso por la Tierra? ¿Cómo, al cambiar las prioridades, podemos tener una hoja de ruta más clara para atravesar esta época oscura? 

Hace unos meses Yayo Herrero vino a Colombia a dar unas charlas que llevaban por título “Poner la vida en el centro”. Hablamos con ella para intentar responder estas preguntas:

Tú has escrito sobre la interdependencia. Somos dependientes de otros, del planeta, de los recursos. ¿Cómo hacemos para volver a ganar conciencia de esa interdependencia que está a la base de la vida? 

Hay sectores de la población que nunca han perdido esa consciencia. En la mayor parte de los hogares, el hecho de que la vida es interdependiente, que hay que cuidarla, siempre ha estado presente. El cuidado a las criaturas más pequeñas, a la gente mayor, a las personas enfermas. La propia obligación de ocuparse de todos estos sujetos patriarcales que no se ocupan ni de su propio cuerpo y, sin embargo, hay que atenderlos. Eso ha estado ahí presente. Yo creo que la cuestión está en cómo darle valor social y político, ¿cómo hacer que en los espacios en donde pasa lo que consideramos que es importante –en la economía o en la política– haya consciencia de esa interdependencia y sea una cosa de la que se haga corresponsable el conjunto de la institucionalidad?

¿Cómo logramos ganar esos espacios en lo social y lo político? Te lo pregunto porque en una entrevista que tú hacías para El Salto en 2022, definías al patriarcado de la siguiente manera: “se trata de una cultura en la que hay algunos seres privilegiados que se conciben a sí mismos como seres absolutamente independientes de la tierra y de su propio cuerpo y que no se responsabilizan de los cuerpos de otras personas”. Hay un tema ideológico, hay una desconexión en la manera de concebirse en relación al mundo. ¿Cómo se logra esa batalla por llenar esos espacios políticos y de poder? 

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Yo diría que un elemento muy importante es el movimiento feminista, probablemente el movimiento más potente que existe ahora mismo a nivel internacional. En la mayor parte de los movimientos feministas que yo conozco un elemento central tiene que ver con la desfeminización de los cuidados y desfeminizar los cuidados no quiere decir que las mujeres no nos ocupemos de ellos, sino que no seamos solo las mujeres quienes se ocupan de esta cuestión. La dignificación no solamente del cuidado de las personas, sino también de las propias personas que cuidan y de las condiciones en las que lo hacen. Poner en el centro la cuestión de los cuidados supone también arrebatar privilegios y eso siempre es un conflicto. Casi nadie cede sus privilegios, así, de buena manera. Entonces el movimiento social es un elemento clave. 

Otro elemento fundamental es la educación, entendida en términos amplios. La educación que se da en las escuelas: desde nombrar los trabajos de cuidados, o cuestionar el concepto de “población activa”, que no considera población activa a las –mayoritariamente– mujeres que se ocupan durante 24 horas al día, 60 años de su vida, de atender a otros. O, por ejemplo, en las escuelas donde el alumnado entra cada día y encuentra su aula limpia y no sabe ni quién la ha limpiado, ni cuánto ganaba, ni en qué condiciones vive la persona que lo hizo. Es como si todo lo que tiene que ver con el cuidado, y la reproducción cotidiana y generacional de la vida, está oculto. Como si la vida se sostuviera sola. Y, por otro lado, la educación que hacen los medios de comunicación. Hay una educomunicación que también permite iluminar cosas que están ocultas, o más bien favorece que sigan estando ocultas y les resta valor o las ridiculiza. 

Y, finalmente, la propia política pública: cuando empieza a darle valor en los barrios a los espacios de crianza compartida, o cuando empieza a pensar en modos diferentes de entender cómo funciona la vivienda y favorece barrios donde se puede compartir. Cuando el movimiento social y la política pública albergan conceptos de seguridad que tienen más que ver con el vivir sin miedo y vivir con cierta confianza que con blindar el espacio de privilegio. Creo que ahí se puede ir disputando esa mirada. 

Otro concepto que veo que está en textos tuyos y entrevistas es el de los límites y el hacer conciencia del límite: de los recursos, del planeta, del cuerpo. ¿Cómo se relaciona esto de la interdependencia con el tema de los límites?

Es clave. La Tierra, el planeta que habitamos, tiene límites. Es lo que llamamos recursos no renovables, como los minerales. Pero también lo renovable, porque aunque el agua se regenera no se regenera a la velocidad que le gustarían a los metabolismos urbano-industriales sino a la velocidad del ciclo del agua. Y hay límites para la propia vida humana. Es decir, los seres humanos tenemos un tiempo limitado para el trabajo y también hay un tiempo limitado para la vida. Mirado desde tu propio ombligo, la vida es lo que transcurre desde que naces hasta que mueres. Pero insertos en una trama de la vida, la vida es un proceso global que viene durando tres mil ochocientos millones de años. Entonces creo que se trata de ser consciente de los límites: ser conscientes de que los cuerpos son vulnerables, que enferman, que la vida ha de ser cuidada, que no se sostiene sola, que hay que cuidarla intencionalmente. Esa conciencia de los límites nos permite reconfigurar políticas y economías, de tal modo que la atención a la vida que realmente somos –no a la que nos imaginamos que somos– sea una prioridad y esté en el centro. 

Y por otro lado, la propia asunción de límites puede permitir generar sociedades más seguras, donde esa vulnerabilidad sea atendida. Hablo de la alimentación, hablo de la vivienda. Yo creo que nos jugamos mucho, porque el capitalismo es una lógica y una antropología que se declara en rebeldía contra los límites. 

En el libro Porque las mujeres salvarán el planeta (Rayo Verde) que compila varios textos de feministas, tú dices una cosa sobre el tema de la lucha antidesahucios en España. Dices que es esa lucha “advierte que una política decente, unas leyes decentes son aquéllas que garantizan el derecho a la vulnerabilidad, no como algo anómalo, propio de personas pobres y estigmatizables, sino como un rasgo inherente a la existencia humana que debe ocupar la centralidad de la política”. Quisiera que ahondaras en esto del derecho a la vulnerabilidad.

Lo primero sería precisar a qué nos referimos cuando hablamos de vulnerabilidad. Digo que una vida humana, individual, es vulnerable porque es una vida necesitada. Todos los seres humanos tenemos necesidades. Necesitamos alimentarnos. Necesitamos un mínimo refugio. Necesitamos abrigo. Necesitamos agua. Necesitamos acceso a la energía. Necesitamos cuidados –los vamos a necesitar de forma clara en la vejez, en los momentos de enfermedad, en la primera infancia, en general, a lo largo de toda la vida–. Necesitamos también afectos y relaciones –porque hasta para amarnos a nosotras mismas lo hacemos a través del reconocimiento que nos devuelven quienes tenemos alrededor–. Necesitamos incluso sentir que tenemos capacidad de incidir en lo que tenemos alrededor –esa pulsión política que tiene la necesidad de poder cambiar las condiciones de vida que tiene alrededor–. Todo eso son necesidades humanas que cuando no se cubren la vida humana es inviable. O la vida se vuelve una vida precaria, difícil de vivir. La vida es vulnerable porque es una vida necesitada, con unas necesidades que han de ser satisfechas cíclicamente y que es imposible satisfacer en solitario. 

El derecho a la vulnerabilidad viene a ser el equivalente al derecho a la vida. Es decir, tenemos derecho a la vulnerabilidad porque si no tenemos derecho a ser vulnerables, eso significa que nuestras necesidades no están satisfechas y, por tanto, la vida se hace un proceso, o inviable, o directamente doloroso y costoso. Desde las miradas ecofeministas decimos que la vida ha de ser una vida que merezca la pena y la alegría de ser vivida. Aquí, Francia Márquez hablaba del vivir sabroso. A mí me da mucha envidia no tener en el español de España una palabra como sabroso, y pensaba que si la sustituyera por otra, tendría que ser un vivir disfrutón. Un vivir con dignidad pero también con confianza y con alegría. Disfrutando de una cosa tan hermosa como es el hecho de que podamos vivir con otros y otras.

La idea del vivir sabroso, ¿te parece provechosa? 

A mí me encanta. Sé que a Francia le dieron duro con el tema del vivir sabroso. Yo creo que toda la cultura judeo cristiana y protestante está muy inserta en el capitalismo que se construyó en Occidente, y que se ha expandido violentamente a través de dinámicas coloniales. Y esa dinámica hace de la vida un sacrificio. Es como si la vida fuera un sacrificio al trabajo, como si la vida fuera un permanente esfuerzo por tener más, por ser más, por competir más. Y eso hace que en este momento tengamos sectores de población a los que, hipotéticamente, no les pasa nada –tienen casa, tienen trabajo, tienen empleo– pero están atiborrados de ansiolíticos porque tienen la sensación de que su vida es una vida que no vale la pena vivir. Frente a eso, una idea de vida buena sería una idea de vida probablemente más sencilla de lo material. Y, cuando digo más sencilla de lo material, soy muy consciente de que hay mucha gente que no tiene lo suficiente. Es decir, hay mucha gente que necesita más, pero hay mucha gente que podemos vivir con menos –menos toneladas de petróleo, menos toneladas de minerales, menos litros de agua–.

Y, sin embargo, que podamos generar una dinámica en la que los tiempos que vamos a durar en la vida individual sean tiempos disfrutables, donde podamos establecer relaciones más potentes y de más apoyo mutuo y de crecimiento mutuo. Donde emparejarte no sea una historia violenta, de sacrificio y de pérdida de libertad. Donde la crianza sea un proceso que no sea una esclavitud, sino que sea una crianza colectiva y compartida. Y tengamos la posibilidad de disfrutar del baile, de la música, del canto, de la conversación, de la lectura, del encuentro. 

Entiendo…

Yo trabajé mucho tiempo en una empresa privada, como ingeniera, y siempre me llamaba la atención la enorme cantidad de ejecutivos de “éxito” que ganaban muchísimo dinero y que estaban atormentados porque los tiempos del trabajo no le permitían atender las relaciones de pareja. O personas que acababan teniendo unos consumo de alcohol y de cocaína súper grandes para poder aguantar unos ritmos de trabajo que eran tremendos. Personas que dedicaban una enorme cantidad de tiempo a cuestiones que en el fondo les importaban bastante poco y les parecían bastante inútiles. A esto el antropólogo David Graeber le llama los trabajos de mierda. Trabajos en los que incluso se puede ganar mucho dinero, pero que uno se pregunta “¿para qué?”, si no vale para nada.

A mí lo que me importa es que las vidas se sostengan

Y sin embargo frente a eso hay otras dinámicas de vivir disfrutón: no tener miedo a no comer, no tener miedo a quedarte sin casa, no tener miedo a no poder tener unas relaciones significativas, no tener miedo a la violencia y, a la vez, disponer de tiempo para hacer las cosas que uno quiera. 

¿Eso se enlaza con la idea del decrecimiento económico, sobre todo en países ricos? ¿Va de la mano? ¿Tiene que ver? 

Yo tengo otra forma de trabajar el decrecimiento. Soy una gran defensora del decrecimiento, pero en España, y en otros países europeos, se habla de decrecimiento económico como una especie de proyecto político deseable. Yo no lo trabajo así. Para mí el decrecimiento es un contexto material. Yo prefiero dejar la palabra decrecimiento reducida a las magnitudes físicas de la economía. Me refiero a lo siguiente: por el hecho de haber sobrepasado el pico del petróleo convencional, los 8 mil millones de personas que habitamos el planeta, de aquí al futuro viviremos, queramos o no queramos, con menos petróleo. Por el hecho de haber extraído en los últimos 50 años, como si no hubiera mañana, una intensísima cantidad de minerales, los seres humanos viviremos con menos minerales en el futuro. Por el hecho de haber destrozado una buena parte de los territorios y haberlos convertido en zonas de sacrificio los seres humanos tendremos menos biodiversidad, menos recursos de la Tierra, menos agua de aquí al futuro. Para mí el decrecimiento es el inevitable resultado de un proceso que ha destruido, a una velocidad impresionante, y de una forma muy injusta, los recursos. Y eso hace que, queramos o no, globalmente tengamos que asumir que vamos a vivir con menos.

Eso es un contexto material. Y lo que sí es un programa político es cómo abordamos ese decrecimiento de la esfera material de la economía. Si se lo dejamos al mercado, ese decrecimiento de la esfera material de la economía –y voy a ser muy brutal diciéndolo– es puro fascismo. Aquellos sectores de la población que están protegidos por el poder económico, político y militar siguen sosteniendo estilos de vida absolutamente lujosos en materialidad de la Tierra; mientras que otra gente, por contra –como es un juego de suma cero y lo que tienen unos, no lo tienen otros– un montón de gente queda arrojada afuera. Por eso, cuando yo veo que la Unión Europea hace una apuesta por una transición energética a las energías renovables, o al coche eléctrico, o a la economía digital, sin reconocer contextos de decrecimiento, temo que eso se convierta en una escalada del extractivismo neocolonial que genera la destrucción del territorio donde están esos minerales, zonas de sacrificio y empobrecimiento de la gente que vive ahí. 

De acuerdo.

Sin embargo hay una forma distinta, que es la que yo defendería, de abordar ese decrecimiento de la esfera material de la economía, que pasa por conformar políticas que pongan en el centro la vida. Que tengan como principal prioridad la garantía de condiciones dignas para todo el mundo. Y eso significa un principio de suficiencia, que es un derecho y una obligación. El principio de suficiencia es aprender a vivir con lo suficiente. Y digo que es un derecho y una obligación porque hay gente que necesita más, que tiene derecho a más, porque no tiene lo suficiente. Mientras que hay gente que tiene que vivir con mucho menos. Y cuando hablo de más y menos estoy hablando solo de la materialidad –toneladas de petróleo, etc–. Porque si no, quien no lo tiene, no puede vivir. 

El segundo principio sería el de la redistribución de todos esos recursos. 

Y el tercer principio es el del cuidado de la vida, de la sostenibilidad de la vida. Y digo que es un principio importante porque permite repensar la política pública y la política cotidiana. ¿Cómo sería una ley de vivienda si la prioridad es que todo el mundo tenga vivienda? ¿Cómo sería la agricultura, si la prioridad es que todo el mundo reciba alimentos sin destruir la tierra que nos queda? ¿Cómo sería la fiscalidad si la prioridad es que todo el mundo viva bien? 

¿Tienes un ejemplo?

Hay una economista que a mí me encanta que se llama Kate Raworth. Ella formuló una propuesta que tiene un nombre un poco chistoso que es “la economía de la rosquilla”. Ella dice: dibuja un círculo, que es el que está marcado por el techo ambiental, los límites físicos, lo que hay, y dentro dibuja otro círculo que ella llama el suelo social de necesidades, las necesidades mínimas por debajo de las cuales no se puede vivir bien. Y ella dice: entre ese suelo mínimo y ese techo ecológico hay una rosquilla, un espacio que es donde hemos de colocar la vida de todo el mundo. Lo que sucede es que si de repente ese suelo mínimo de necesidades, para alguna parte de la población, crece de una forma desorbitada, el techo ecológico se acorta enormemente y el resultado inevitable es que un montón de gente se nos cae por el agujero del donut. Ese marco permite tener indicadores para pensar en una economía distinta. 

Economía de la rosquilla. Vía.

El caso de la vivienda en Colombia lo conozco menos. Pero me voy a mi país: España está llena de viviendas vacías. Entonces podría haber una política pública –hay que imaginarla, hay que pensarla, pero el recurso está– que priorice que todo el mundo tuviera casa. Podríamos pensar en una movilidad eléctrica, que en lugar de ser individual, sea un sistema de transporte público, colectivo y electrificado, que permita moverse. Pero si no lo hablamos desde los límites, si no somos conscientes de esa contracción material, lo que hacemos es seguir haciendo apuestas que tiran más y ahí la dinámica de privilegios marca que quienes se quedan con todo son los países enriquecidos que, por otro lado, son los que ya no tienen ningún tipo de base material de recursos. Y los explotados siguen siendo los países que históricamente fueron tratados como mina y vertedero. 

Si la valla que rodea la Europa rica no deja entrar ni pesca, ni alimentación, ni minerales, ni petróleo, ni energía, la Europa rica no dura ni dos meses. Pero sin embargo es una valla que está cerrada a cal y canto para que no entren las personas que vienen de los países de los que salen las materias primas. 

Claro…

Por eso digo que es un sistema que, en el extremo yo creo que con rigor, se puede llamar fascista. Porque al final lo que consideramos vida y progreso, con esa lógica y sin conciencia de límites, se convierte en una dinámica que es físicamente inextendible al resto de la gente. Yo prefiero teóricamente abordar así la cuestión del decrecimiento, porque si lo haces como una especie de propuesta política y ética, inmediatamente te vienen un montón de problemas. Pero es que entonces no todo el mundo ha de crecer personalmente. Abordarlo así es lo que hace el mercado. Cuando el Foro de Davos se reúne y dice que “hemos de ajustarnos el cinturón y hemos de aprender a vivir con menos”, lo que está diciendo es “quien tenga dinero, que pague todo lo que desee. Y quien no tenga dinero que se quede sin ello”, aunque ese ‘sin ello’ sea el agua o sea el alimento.

(silencio) Bueno…entonces…

Perdona, es que me enrollo mogollón…

No, no, no. Es que esto me hace pensar…tú hablas de fascismo…y tenía una pregunta para después sobre lo que está pasando en Ucrania y en Gaza. Porque los titulares, al menos en Europa, son “Europa debe prepararse para la guerra”. Y uno ve la intensificación del conflicto y que el cerramiento de los países ricos frente a los países donde están los recursos es cada vez mayor. Y hay una escalada armamentística. Entonces quiero preguntar por eso, ¿cómo lo ves?

Creo que es difícil. Y es difícil entender mucho lo que está pasando si no metemos en la ecuación la crisis ecológica. El gobierno de Rusia es un gobierno de populismo de ultraderecha brutal; Vladimir Putin es una especie de supermacho totalitarista que ha invadido Ucrania de una forma atroz. Y es muy curioso lo que pasó al principio de la invasión, porque de repente se produjo de forma casi inmediata la necesidad de abordar el conflicto desde una perspectiva bélica en Europa. Hay un dilema que yo reconozco que es un dilema complicado, que es el de enviar armas a Ucrania para que se defienda. Y por otro lado, irrumpen en el panorama un montón de industria armamentística que incrementan de una forma tremenda sus beneficios y en donde el conjunto de los Estados empieza a invertir una enorme cantidad de dinero público. 

Lo digo porque en los momentos de crisis profunda, muchas veces el capitalismo los ha solventado por la vía de la guerra. La guerra es un enorme motor de crecimiento económico, porque por un lado compras armamento y por otro luego tienes que reconstruir todo lo destruido. Es como una especie de caos creativo en términos estrictamente monetarios, que a lo largo del tiempo ha sido nefasto para los pueblos, pero extremadamente rentable para muchos intereses económicos. 

Entonces en Europa, de repente, se hablaba del embargo a Rusia pero claro, el gas natural de Alemania venía de Rusia, el uranio de las centrales nucleares de Francia venía de Rusia. Y luego, el territorio de Ucrania era como un gran granero para alimentar el ganado de Europa y otros sitios. Y por otra parte, era la fuente de productos fertilizantes que iban a las fábricas de fertilizantes químicos. El resultado es que para Europa la guerra en Rusia supone de repente un incremento brutal del precio de los insumos. Hay una profunda crisis. Parte de la crisis que hay en este momento de trabajadores del campo y de los malestares que hay en Europa tienen que ver con la subida del precio de los insumos. 

Ahora, lo que está sucediendo es que Rusia se perfila como ganadora de la guerra, cosa que era obvia, porque por mucho que le vendieran de todo, si no entraban otros países en la guerra, era imposible que un desnivel de potencia militar tan grande pudiese ser derrotado. 

Y la Unión Europea dice “Rusia no puede ganar la guerra” y empieza a haber un contexto de discurso bélico, que a mí me parece que es una irresponsabilidad terrible y que además está profundamente desconectado de lo que la mayor parte de la gente quiere. La mayor parte de la gente no quiere una guerra para nada.

Con la posibilidad de que sea nuclear…

La sensación que tengo es como si ya se hubiera decidido entrar en esa dinámica. Y entonces lo que hacen los gobiernos es ir lanzando mensajes para que se vaya creando ese clima de conflicto y de guerra. Éramos muchísimas las personas que al inicio de la guerra presionábamos desde los movimientos sociales diciendo “no, hay que hacer un ejercicio de diplomacia extrema y detener esto como sea”. A mí lo que me importa es que las vidas se sostengan. Si los chicos ucranianos que intentaron salir con sus familias de Ucrania tenían más de 18 años no les permitían salir y eran reclutados a la fuerza. Igual que los chicos rusos. Me parece que es una atrocidad. 

Y está Gaza…

Sí, esa dinámica se ha visto complejizada por todo lo que está pasando en Gaza. Yo jamás pensé que iba a haber un genocidio televisado, la verdad. Y es una brutalidad. O sea, en Europa –en España no tanto– pero en Europa el discurso que se lanzó al principio, era el discurso que lanzaba Israel, que planteaba que el origen de este conflicto, el Big Bang de este conflicto, era el atentado del 7 de octubre. Pero el conflicto en Gaza es un conflicto que viene de 100 años. Y es un problema colonial. Es decir, Inglaterra, colonizadora del territorio de Palestina, se lo cede a un tercer grupo, que es un grupo sionista, integrado por personas que sí habían sufrido el antisemitismo de Europa, no de Palestina. Donde ha habido dinámicas antisemitas ha sido en Europa. Donde se mató a los judíos fue en Alemania, en Rusia y en otros lugares de Europa, que fue desde donde se les expulsó. Y llegan a un territorio, que es el de Palestina, que es ocupado y violentado, utilizando dos palabras que son terroríficas: nuevo y vacío. Que fueron las palabras que sirvieron para perpetrar también el genocidio y la colonización en América.

La Nueva Granada, la Nueva España eran territorios supuestamente vacíos, que había que poblar de alguna manera. La idea de nuevo y vacío han estado presentes en todas las dinámicas colonizadoras, se han revestido de una violencia atroz y no ha habido colonización que no haya ido acompañada de genocidio y de ecocidio. 

Qué mayor tiranía que el de que no se permita que la vida continúe

Y el territorio de la franja palestina ha ido cerrándose de una forma grande, ya era un campo de concentración y ahora se está convirtiendo en un campo de exterminio. Es brutal lo que se está viviendo. Y hay que decir que, sin embargo, la movilización por debajo, de la gente local, en los países es muy fuerte. En Alemania y en Francia se prohibieron las manifestaciones en favor de Gaza y sin embargo la gente está saliendo a las calles. 

En Estados Unidos la movilización contra el genocidio en Gaza es brutal, en muchos casos integrada por la propia población judía. Es una cosa terrorífica que, desde mi punto de vista, tiene además el riesgo –aparte del propio horror para la población gazatí– de convertirse en una especie de aviso para navegantes. Eso es lo que pasa o es lo que puede pasar en un contexto de decrecimiento material gestionado con lógicas fascistas, cuando hay población a la que se considera y se cataloga como población sobrante. 

Hay otra entrevista en la que decías: “yo creo que la ausencia de radicalidad en el momento que estamos viviendo es un problema. Y cuando digo ausencia de radicalidad no estoy diciendo salir de una forma más o menos gritona. Hay un reto importante, que es comunicar la radicalidad de una forma serena”. Te quiero preguntar por la radicalidad en este contexto en el que parece más urgente. 

Yo diría que radical es nombrar el inevitable decrecimiento de la esfera material de la economía. 

Radical es hablar de la vulnerabilidad de la vida humana. 

Radical es decir que la tecnología no va a resolver los problemas que ella misma crea, aunque necesitemos tecnología. 

Radical es hablar de redistribución de la riqueza en un contexto en el que los propios sectores, a veces progresistas y de izquierda, hablaban más de hacer crecer la economía como forma de que algo que le goteara a todo el mundo. 

En mi país muchas veces  hablas con gente súper bienintencionada, majísima, que están en el ámbito de la institucionalidad política, y  que de repente no quieren hablar de crisis ecológica, no quieren hablar de crisis de energía y de materiales, no quieren hablar de redistribución, no quieren hablar de decrecimiento. Y lo que vienen a decir es que eso genera cierta situación de desánimo, de desesperanza en el conjunto de la gente, y que todo el mundo sabe que cuando la gente siente miedo, desesperanza, lo que hace es desactivarse. 

¿Por qué?

A mí me parece que eso es una especie de discurso muy hecho que se repite pero que no tiene una base real. Primero, es un discurso muy elitista, porque quién puede decir qué puede saber o no la gente. Segundo, porque además desconoce que los seres humanos, a lo largo de nuestra historia, tanto individual como colectivamente, hemos afrontado contextos realmente duros siendo capaces de superarlo. A veces con la enfermedad. Hemos sido capaces de organizarnos para revertir y para afrontar situaciones complejas. En tercer lugar, porque hay parte de las propuestas que hacemos, si queremos poner la vida de todos y todas en el centro, que es imposible que sean deseables si no somos conscientes de dónde estamos. Es decir, a una persona que vive cómodamente o vive bien, que le gusta ir en coche a todos lados, que le gusta comer carne cinco días a la semana, ¿cómo llegas tú y le dices “no, mira, vas a ser mucho más feliz si caminas un montón, vas a ser mucho más feliz si dejas de comer carne y comes verdura”? Pues la persona te dirá: “es que a mí me gusta esto”. Pero si tú le dices, mira, “estamos en esta circunstancia y que tú asumas de buen grado caminar un poco más o comer un poco menos de carne es el camino que podemos hacer para evitar conflictos violentos, para permitir que otras personas puedan vivir con dignidad”. Habrá muchas personas a las que, reconociendo dónde estamos eso sí se les convierta en algo deseable. 

Andreas Malm, el activista sueco, tiene este libro que se llama “Cómo dinamitar un oleoducto” en donde él hace como un rastreo del movimiento ambientalista durante el siglo XX, y él dice que en este momento tan intenso de la crisis en el que estamos, de las múltiples crisis, hay que repensar esta idea de que el movimiento ambientalista no puede seguir siendo pacifista en extremo. Y él trata de pensar una idea del sabotaje. ¿Estás de acuerdo con esa posición? 

Absolutamente. Solo que yo a eso no le llamaría violencia. A mí me parece que la desobediencia civil es un instrumento, no de ahora, del movimiento ecologista, sino que ha sido un instrumento clave para revertir grandes tiranías. Muchas veces se dice “el movimiento feminista logró el sufragio universal sin violencia”. No es verdad, o sea, el movimiento feminista rajó cuadros, rompió cristales de museos, las sufragistas fueron encarceladas. Es verdad que el sufragismo no mató gente, que a mí, ahí es donde me parece que está la diferencia. 

Yo llamo violencia a malograr la vida. No llamo violencia a romper un cajero de un banco, a pintar una pared o a sabotear una máquina que está destruyendo –o construyendo– algo que es dañino. Creo que esa dinámica de sabotaje –cuando son los gobiernos, las instituciones y  los poderes económicos los que destruyen la vida–  es una dinámica justa. Y no es que lo crea yo, es que todas las cartas constitucionales, prácticamente de todo el mundo, y todos los textos de filosofía del derecho más canónicos reconocen el derecho a la rebelión contra el tirano. Y qué mayor tiranía que el de que no se permita que la vida continúe. Es una tiranía brutal, al servicio del dinero.

Hay una frase tuya por la que te quiero preguntar. “Para imaginar futuros alternativos hay que hacer ejercicios de memoria, es imposible que se exija imaginación sin memoria”. ¿Podrías ahondar en esto? 

Para esto hago la distinción, como hace Santiago Alba Rico, entre fantasía e imaginación. Él dice que la fantasía es aquello que flota, que está centrado en la tecnología, que no está anclado en la tierra y en los cuerpos, mientras que la imaginación sí que es algo que se ancla a esa eco independencia y a esa interdependencia. Y cuando digo que hay que tener memoria es porque cuando imaginamos o fantaseamos con futuro sin tener memoria, la tendencia es a repetir los mismos errores 50 veces. Por ejemplo, cuando hay crisis, lo que vienen inmediatamente son planes de ajuste estructural, que establecen los grandes poderes económicos y políticos. Planes de ajuste estructural que no funcionaron en África, que no funcionaron en América Latina en los años 80. O en el contexto del Estado español, en la crisis de 2008. Digo, no funcionaron desde la perspectiva de las vidas concretas de las personas, probablemente desde las empresas sí. No funcionaron, pero sistemáticamente se vuelven a repetir. Cada vez que se produce una crisis, la clave es reclamar que inyectemos dinero público para rescatar los espacios privados porque hemos concebido que la vida humana no se puede sostener si no es mediada por el beneficio de sus sectores privados. La vida humana vendría a ser, en las sociedades capitalistas, como una especie de subproducto o de efecto colateral de que a algunas empresas les vaya bien. Si no, no tenemos derecho a esa vida buena. 

Y la memoria…

Pero, cuando viene la desesperanza en momentos en donde las cosas han sido tremendamente difíciles, ha habido pueblos y comunidades que se han organizado para resistir y afrontar circunstancias complejas. Yo aprendí con un compañero que murió durante la pandemia del covid, y que durante la dictadura de Franco había sido encarcelado y torturado. Él trabajó mucho en la recuperación de la memoria histórica. Yo siempre había pensado que la memoria histórica había que recuperarla, básicamente por justicia restaurativa, por reparar el daño, por reconocer a la gente desaparecida. Es decir, por reconocer el estatus de víctima de quienes fueron violentados. 

Y yo con él aprendí que, además de eso, hay que recuperar la memoria histórica para saber cómo aquella gente que sufrió todo aquello ha sido capaz de seguir organizada, de disfrutar, de tener parejas, de tener hijos e hijas. En la recuperación de la memoria histórica se recupera el cómo la gente se niega a ocupar el papel de víctima y buena víctima y se convierte en un buen agente político. Yo creo que eso es muy importante recuperarlo. 

***

Si quiere seguir escuchando a Yayo Herrero, dele clic a este episodio de Womansplaining en el que tuvimos una conversación con ella en clave de género.

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