En esta columna más que centrarme en las especificidades de las movilizaciones y las protestas, las cuales se caracterizan por su diversidad en actores, demandas y estrategias de acción, quisiera concentrarme en comprender por qué el Estado en cabeza del presidente Duque y la fuerza pública han respondido de la manera en que lo ha hecho.
Según Temblores e Indepaz, quienes han centralizado información de distintas fuentes respecto a la violencia policial, entre el 28 de abril y el 9 de mayo, ocurrieron 1876 casos de violencia. Estos incluyen 39 personas asesinadas, 12 violaciones sexuales, 28 víctimas de heridas en los ojos y 963 retenciones. Según El Espectador, para el 6 de mayo había un registro de 379 personas desaparecidas.
Este accionar se constituye en un ejemplo más de la larga historia de violencia estatal en Colombia. Lo trágico de toda esta situación es que dicha violencia no es una excepción en nuestra historia. Esta violencia ha sido estructural, consustancial al quehacer estatal. En esta ocasión, así como en torno al 21N del 2019, esa violencia se ha hecho más evidente.
En esto no solo juega un rol importante las nuevas tecnologías de comunicación y las redes sociales. Es importante analizar que la violencia de la fuerza pública, y más en concreto de la policía, se ha hecho cada vez más “transparente”, menos resguardada por la opacidad. Es como si quienes ejecutan esa violencia hubieran decidido hacerla más transparente sin importarles que la sociedad reconozca su quehacer violento como una verdad evidente. Verdad negada por muchos años en el país. Ahora actúan más de frente y más cínicamente. ¿Por qué pasar entonces de una violencia opaca a una más “transparente”?
Varios elementos requieren ser puestos a consideración para explicarlo. Me detengo en tres.
Primero, lo que en tiempos de la desmovilización paramilitar se vio por el gobierno de ese entonces como inofensivo: la memoria de las víctimas, organizaciones de derechos humanos, el trabajo de la academia e incluso de instituciones estatales como el Grupo de Memoria Histórica y el Centro Nacional de Memoria (CNMH), cobró fuerza y permitió establecer que efectivamente la violencia estatal existe.
Por eso el nuevo director del CNMH ha buscado insistentemente descentrar de la narrativa del Centro y del Museo de Memoria los hallazgos de la dirección anterior en torno a dicha violencia y la paramilitar. Esta última, como demuestran algunas investigaciones, ha estado articulada al ejercicio estatal. Lo que nunca imaginaron quienes pusieron en marcha la aplicación de la justicia transicional para la desmovilización paramilitar es que se iba a abrir un camino de esclarecimiento sobre ambas violencias y los actores políticos y económicos responsables de ella. Ese esclarecimiento ha abierto la puerta también al rechazo popular.
Segundo, el Acuerdo de Paz se ratificó como norma constitucional pese al triunfo del No en el plebiscito de 2016. El punto 5, consagrado a los derechos de las víctimas, fue de los más controvertidos durante el proceso de paz, la renegociación luego del No y el Fast Track. Sin embargo, paradójicamente, es de los puntos del Acuerdo con mayores niveles de implementación incluso pese a la voluntad del actual gobierno. No olvidemos que el partido del presidente Duque fue de los que vehementemente patrocinó el No. En la puesta en marcha de mecanismos como la Comisión de Esclarecimiento de la Verdad (CEV) y la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP), el gobierno de Duque y el Centro Democrático no ven más que un enemigo. Ese enemigo es la verdad.
Frente a la verdad sobre la violencia estatal, el presidente ha resuelto exaltar y heroizar a las fuerzas públicas. Incluso las ha respaldado después de que han cometido violaciones a los derechos humanos como ocurrió en las protestas del 21N y del año pasado cuando la ciudadanía rechazo el asesinato de Javier Ordóñez en Bogotá el 9 de septiembre. Duque no solo ha nombrado a militares con investigaciones en curso, entre ellos Zapateiro, sino que también ha decidido militarizar cada vez más el país. Ha robustecido el equipamiento del ESMAD y ha contemplando comprar aviones de guerra.
Con ese apoyo desde el Ejecutivo, esa exaltación y heroización, la fuerza pública se ha radicalizado abiertamente. Lee los avances en repudio ciudadano de la violencia policial y de las fuerzas armadas y los avances en esclarecimiento sobre la violencia estatal, la brutalidad policial y las 6.402 ejecuciones extrajudiciales como afrenta a su dignidad.
Es como si quienes ejecutan esa violencia hubieran decidido hacerla más transparente sin importarles que la sociedad reconozca su quehacer violento como una verdad evidente. Ahora actúan más de frente y más cínicamente
La institución patriarcal que asume el “monopolio legítimo de la fuerza” se siente profundamente herida, desconocida, percibe que está perdiendo legitimidad y lee la protesta social y a quienes salimos a las calles a exigir un país mejor como enemigos. No solo enemigos del “régimen” sino también enemigos personales de la institución. Si bien no todo integrante de la fuerza pública está de acuerdo con el tratamiento que se le está dando a la protesta social, muchos se ven obligados a seguirla por la necesidad de empleo y la lógica jerárquica de dicha institución y del Estado moderno.
El avance de la verdad no es solo en torno a las instituciones. También lo es frente a terceros, incluidos funcionarios estatales, políticos y empresarios. Los sectores de las élites que han empleado el Estado para acumular poder, consolidar sus proyectos de concentración de la riqueza empleando la violencia para la erradicación de las voces disidentes y para el despojo y el acaparamiento, se sienten también amenazados. Son esos sectores que en últimas dieron las órdenes del pasado, los que directa o indirectamente las siguen dando.
En el presente, la reacción de la fuerza pública se mueve entre la defensa de su legitimidad, de su poder centrado en el monopolio del uso de la violencia que cada vez es menos legítimo, y los intereses de terceros que ya no necesitan ejercer violencia desde y a través del Estado con una máscara puesta o de manera opaca. Ya están demasiado en evidencia y se juegan el todo por el todo, no importa con quienes arrasen: civiles, instituciones estatales, democracia, división de poderes, derechos humanos, legitimidad internacional.
Si el gobierno de Uribe Vélez se caracterizó por un aumento en la violencia contra líderes sociales y militantes de partidos de oposición, éste se caracteriza por una violencia indiscriminada contra la población civil que protesta. El costo es muy alto para el Estado como institución y lo es para Colombia como sociedad.
Con ese apoyo desde el Ejecutivo, esa exaltación y heroización, la fuerza pública se ha radicalizado abiertamente.
En juego están entonces las elecciones del 2022. Ese es el tercer elemento a tener en cuenta en este análisis. El Centro Democrático ha visto como año tras año su legitimidad se desgaja y además de no querer perder el poder de Estado, no quiere quedarse sin el acceso a este para defenderse frente a la justicia desde su interior e instrumentalizando la institucionalidad. Dado que le quedan varios años a la JEP y que este año la Comisión de la Verdad debe presentar su informe final, quienes tanto temen a la verdad requieren de un gobierno que evite y deslegitime el accionar de ambas instituciones.
Frente a este panorama de agresividad de la fuerza estatal contra las protestas, la poca transparencia en su accionar, la deliberada violación a los derechos humanos, e incluso la negación de estos derechos desde la Consejería Presidencial de Derechos Humanos, desde donde se plantea que “los derechos humanos solo existen si ciudadanos observan deberes para ser parte de la sociedad”, debemos poner la vida en el centro de las movilizaciones y las demandas ciudadanas. Las protestas no deben ser infiltradas ni por la fuerza pública ni por ningún otro actor armado. El escalonamiento de la violencia sofoca el carácter democrático de las protestas, pone en riesgo la vida de lxs ciudadanxs y le da fuerza a los argumentos del Estado para tratar como conflicto armado lo que es un conflicto social que tiene fundamento en problemas estructurales: desigualdad económica y política, violencia y múltiples discriminaciones como las raciales y heteropatriarcales.
Los días de terror que hemos vivido se acompañan paradójicamente de una fuerte esperanza al ver una ciudadanía activa que defiende sus derechos. Ese carácter profundamente democrático es el que debe permanecer vivo por mucho tiempo para poder recuperar la posibilidad de una transformación real en Colombia.