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Vera Grabe: “No estamos condenados a la violencia”

Una de las líderes del movimiento guerrillero M19 mira en perspectiva los procesos de paz en Colombia, el rol de la sociedad civil en el posconflicto y el papel de la Historia, como disciplina académica, en la construcción de paz.

por

Laura Pedraza Rodríguez


24.08.2017

Ilustración: Juan Camilo Chaves

Su tía abuela salió de Alemania antes de que empezara la guerra y buscando nuevas oportunidades llegó a Colombia. Sus padres se instalaron en Bogotá durante los años cincuenta y decidieron quedarse para criar a sus hijas aquí. Estudió en el Colegio Andino y en la Universidad de los Andes. Fue líder del movimiento guerrillero M-19, participó en las negociaciones de paz de 1990 e impulsó la Constituyente del 91. Desde entonces trabaja en el Observatorio para la Paz y se dedica a la pedagogía. En su último libro, La paz como revolución. M-19, Vera Grabe Loewenherz nos invita a dejar de ver a Colombia como un país condenado a la guerra y a la violencia para ver en la paz una herramienta de cambio posible y al alcance de todos.

¿Cómo llega una estudiante de la Universidad de los Andes a liderar una guerrilla de izquierda?

No creo que la trayectoria académica riña con una opción política. Uno no toma decisiones políticas o de lucha por falta de formación. Yo soy de la generación de los sesenta, setenta, donde la revolución se planteaba muy ligada a la lucha armada y muchas veces eso no se oponía a una opción de paz. En mi generación tomamos consciencia y en la medida en que estudiábamos, tomábamos opciones.

A propósito, en su libro Razones de vida usted cuenta que su profesor de historia, Herr Eckhardt, fue muy importante pues además de enfatizar en una aproximación “integral” al mundo por medio de los procesos, la hizo entender que este mundo requiere “que nos ubiquemos en algún lugar, aunque no siempre sea el más cómodo”. ¿Cómo muestra eso el rol de la educación en la formación de ciudadanos críticos?

Es fundamental. La educación es la que nos forma como personas; la de la casa, pero también la del colegio y la universidad. Educándonos abrimos los ojos y aprendemos las cosas que nos marcan. De la educación depende qué tipo de ciudadanos se forman, cómo y para qué. En mi caso, temas como la historia y la literatura fueron esenciales. Con respecto a lo de “ubicarse en algún lugar”, creo que parte de la búsqueda que tenemos los humanos, cuando somos jóvenes con mayor razón, es dónde nos paramos, qué postura tenemos ante la vida y en qué lugar nos paramos. O sea, “yo pertenezco aquí”, “yo quiero aportar aquí”, y también cómo me paro frente a esa realidad. Creo que eso es esencial porque en últimas es la gran búsqueda que todos compartimos.

¿Cuáles eran las motivaciones, los anhelos, pero también las frustraciones que la llevaron a unirse al M-19? ¿Cuál era el “compromiso” del que habla en su biografía?

En mi casa yo me formé con criterios de justicia, lo que no necesariamente significa lucha política. El vivir en un mundo donde veía inequidades, desigualdades, pobreza, y el ver que tenía las posibilidades de hacer algo por supuesto me llevaba a preguntarme qué era eso que podía hacer para generar un cambio. Desde el colegio tuve compromiso con los temas sociales, un interés por lo que pasaba en el mundo y en el país. Yo diría que se trata de tener sensibilidad social.

Además de la lucha por la justicia social y la inclusión, a usted como mujer le tocaba también la lucha por la igualdad de género, ¿cómo vivió eso en el M-19?

El M-19 era una guerrilla diferente, donde las mujeres ocupábamos otro lugar distinto al de las estructuras clásicas patriarcales. Por supuesto, las mujeres teníamos que hacernos sentir y sobretodo teníamos que confiar en nosotras mismas. Nosotras generábamos espacios de reflexión sobre nuestro papel, cuando veíamos cosas injustas nos parábamos, cuando veíamos que había discriminación nos parábamos frente a eso. Creo que era una manera, sin que le pusiéramos el nombre de “género”, de asumir esos temas. Había el espacio para hacerlo, es decir, había una voz y una escucha frente a eso. Había la posibilidad de hacerse sentir.

¿Eran iguales los roles entre mujeres y hombres?

Sí eran bastante iguales. Tú lo ves, en la dirección del M en la época de clandestinidad, casi la mitad eran mujeres. Las mujeres asumen roles militares, asumen roles como jefes. Por supuesto, la proporción de personas que entran a la guerrilla son muchos más hombres que mujeres. Pero las mujeres sí ocupábamos lugares importantes. Además, no creo que se trate solamente de hablar de “igualdad”, sino también de encontrar el lugar de reconocimiento. Por ejemplo, había una compañera que era maestra y no tenía muy buen potencial físico entonces no competía con los hombres atletas guerrilleros, pero tenía su lugar esencial como maestra, enseñando. O sea, yo diría que se trata más de equidad. Obviamente había expresiones de machismo porque las estructuras de guerra llevan a ello, era más difícil ganarse el respeto como mujer que como hombre.

Sin embargo, los medios de comunicación no mostraron esa imagen de equidad, usted cuenta que cuando la entrevistaban, le preguntaban “si le daban más miedo las cucarachas o los ratones” y a ellos sí les preguntaban temas serios…

Eso ha ido cambiando. Aunque durante mucho tiempo sí se mostraba solamente que “las mujeres sienten y los hombres piensan”. Era uno de esos lugares que había que nos teníamos que abrir nosotras mismas, demostrando que, evidentemente, nosotras también pensamos y ellos también sienten.

Más adelante dice que “en una sociedad como la nuestra, ser inconforme y rebelde es síntoma de salud mental, porque aceptar y someterse a las injusticias y discriminaciones es carecer de sentidos y sentimientos”. ¿La primera forma de lucha ante esos atropellos y desigualdades que usted encontró fue la lucha armada? ¿Por qué fue ese el camino “necesario” y por qué dejó de serlo?

Porque en esa época, en los años setenta, la lucha armada estaba a la orden del día. O sea, no tenía el nivel de desprestigio que tiene hoy. Tanto el ejemplo de revoluciones en el continente como en el mundo mostraban que esa era una opción. Para mí la política tradicional, o sea los partidos, no eran una opción. Entonces no había expresiones –conocidas, porque uno mide el mundo a través de lo que ve– o al menos no eran tan notorias, las expresiones políticas alternativas. Entonces una ruta era la lucha armada, con la que te encontrabas fácilmente en los espacios en los que te movías de estudio, etc. Era una opción que no era ni extraña ni exótica, sin decir tampoco que haya sido una opción para todo el mundo. Otras rutas como el hipismo o el pacifismo no tuvieron tanto impacto aquí. Y dejó de serlo, por medio de una decisión colectiva, cuando el M llegó a la conclusión de que esa guerra se estaba enredando mucho y estaba empezando a afectar a la población civil, que la gente quería una salida diferente a las armas, que las armas ya no eran una opción revolucionaria. Entonces creo que el M supo leer ese momento y darse cuenta de que, si seguía en esa ruta, primero no iba a ganar la guerra y segundo el costo humano iba a ser muy alto. Pizarro tuvo la lucidez de decir “tenemos que hacer un acto revolucionario y ser capaces de renunciar a la guerra”.

Después del M-19, usted escogió la academia como camino de vida, más específicamente la historia. ¿Qué papel ha jugado esa disciplina en la narración de la paz y la guerra en Colombia? ¿Qué implicaciones ha tenido?

La historia ha estado muy marcada por un lente que siempre es el de la violencia. Las revoluciones pacíficas como la de Gandhi no están tan presentes en nuestra memoria como sí lo están aquellas que fueron violentas. En eso ha sido fundamental la manera en que se ha contado la historia. No se trata de negar las guerras ni las armas, porque han tenido consecuencias enormes. Pero sí se trata de mostrar que también existe otra posibilidad de leer los hechos y es la paz. Por eso la narración de la historia implica una gran responsabilidad. Hoy lo grave es que ya casi que no hay historia en los programas escolares, lo que puede contribuir a que en el país no haya memoria y que nos quedemos sin de dónde agarrarnos, un poco a la deriva.

Esa es la tesis de su nuevo libro, dejar de leer la historia de Colombia en clave de guerra y pasar a estudiar la paz como elemento transformador de los procesos, pero ¿implicaría eso reducir una realidad que ha marcado la vida de millones de colombianos? ¿Cómo contar la historia del país juiciosamente sin caer en una perspectiva fatalista o sectaria?

No se trata de negar la violencia. Por lo tanto, no se trata de negar la realidad, en absoluto. Hablar desde la paz no es hablar solamente de cuando ha habido paz, es mirar la paz como algo de lo que tenemos que hacernos cargo. El lente de la violencia, si tu miras por ejemplo los libros que surgen en los años cincuenta, ha generado siempre un sentimiento de fatalidad, al cual supuestamente estamos condenados. Al mirar los hechos desde la paz se abre la posibilidad de cambio, y todos tenemos que ver con eso. La violencia pasa de ser un fenómeno que nos condena a algo que podemos cambiar. Lo importante es salirse de la bipolaridad y de la realidad reducida por la violencia como factor determinante. La historia siempre es más compleja que las antinomias simplistas del discurso tradicional. Por ejemplo, no se ha tenido en cuenta que nuestra sociedad sí ha hecho esfuerzos de paz y de transformación a lo largo de la historia, los movimientos no violentos de campesinos y de mujeres no han tenido el protagonismo que han tenido los grupos armados. Se tiende a quitarle entonces el peso a las revoluciones culturales que ha habido en Colombia y que sin embargo sí han tenido un papel fundamental en la construcción de país.

Hay muchos lugares comunes sobre la historia de Colombia, algunos de los más conocidos son: “Nunca ha habido un Estado moderno”, “No hay presencia del Estado en las regiones”, “Los dirigentes y las élites del país han sido siempre los mismos”, “Somos violentos/corruptos por naturaleza”, “La pobreza llevó al surgimiento de todos los grupos armados”, etc. ¿Qué problemas conlleva fomentar los lugares comunes sin complejizar, matizar los argumentos?

Lo primero es que reducir la historia a esas categorías implica distorsionar, se deja de ver la complejidad de las situaciones. Se generan actitudes fatalistas y deterministas. Cuando se comprende la historia uno se da cuenta de que ni hay fatalismo ni hay determinismo que se justifique. Ver la historia tan reducida te quita la esperanza de cambio, te deja con la sensación de que no hay nada que hacer. Nada de eso es real, no estamos determinados a nada ni por nada y sí tenemos posibilidad de cambiar nuestra realidad. La historia no es una, son muchas, y en ellas podemos encontrar movilidad, trasformaciones, deseos de cambio. Por lo tanto, sí tenemos la posibilidad de vivir de otra manera.

Quienes dejan las armas también tienen que darle un sentido político a la paz, un sentido activo, y no solamente pasivo. La lucha política no es solamente votar en elecciones sino participar en la no violencia de la vida cotidiana

¿Cómo se diferencia la forma en que ha sido contada la historia de Colombia y la realidad que usted vivió en el terreno, en las regiones?

Cuando tú trabajas con comunidades, con víctimas, ves que, en cualquier contexto, por sencillo que sea, puede haber violencias, pero también hay paces. Este país está vivo porque hay gente que trabaja todos los días, que estudia, que cree y que, en medio de la violencia no sólo sobrevive, sino que vive. El proceso de paz con las FARC no es producto solamente de la visión que tuvieron las FARC y el Gobierno, sino que este país, durante todos los años que ha vivido en guerra ha sabido sobrevivir a la violencia. Puede que no de formas tan visibles, pero la gente intenta marginalizar la violencia para vivir. El punto es que la paz y la violencia conviven. Desde lo que hacemos nosotros en el Observatorio es clarísimo, en cualquier persona, lugar o región hay potencia de paz. ¿Qué es eso? Querer “echar pa’lante”, tener esperanza y mantenerse vivo. Eso de por sí marca una diferencia con las visiones fatalistas de la realidad. El país está lleno de potencia de paz, también está lleno de violencia, pero no deja de ser un país lleno de vitalidad. Los medios de comunicación difunden la imagen fatalista, como si las historias de paz no existieran. Ahora con este proceso eso está empezando a cambiar un poco, con espacios que se le han abierto al tema de la paz.

¿Qué lecciones le dejó la experiencia de la negociación con el M-19 al país y a este proceso con las FARC?

La primera es que la paz es una decisión. La negociación es importante, pero tiene que haber una verdadera decisión de paz. En el caso del M esa decisión fue determinante y fue la que hizo posible la negociación a pesar de las dificultades. La segunda es la importancia del apoyo del país, nosotros tuvimos una muy buena acogida. A las FARC les va a tocar más difícil, porque son veintisiete años después, en los que la guerra se ha profundizado, en los que el desprestigio ha aumentado y también la polarización. Lo otro es el sentido político de la paz. Es decir, la dejación de armas tiene un sentido porque muestra que el país se está transformando. Cuando uno deja las armas y se reintegra a la sociedad no solamente se está reintegrando, porque no es una sociedad ideal y uno llega a ella para seguir transformando, pero de otro modo. Hay que superar un poco esa idea de que uno simplemente se reincorpora y se adapta, porque en realidad la sociedad todavía tiene muchas cosas que deben cambiar. Hay que saber convivir, adaptarse a las normas, pero no dejar de creer en que la transformación por la que se ha luchado es posible. Quienes dejan las armas también tienen que darle un sentido político a la paz, un sentido activo, y no solamente pasivo. La lucha política no es solamente votar en elecciones sino participar en la no violencia de la vida cotidiana.

¿Cuáles son los retos más grandes que le ve a este proceso?

Por supuesto está la implementación de los acuerdos, pero sobre todo es que este proceso sea entendido y asumido como una posibilidad para el país y no solamente para las FARC o para el Gobierno. Hay que pensar en cómo los ciudadanos que no hemos estado en las zonas de conflicto o en el desarrollo de los acuerdos, hacemos para transformar esto en otra cosa. Hay que preguntarse por el papel que juega la sociedad civil en la transformación de las múltiples violencias del país.

¿Qué les diría a los jóvenes que sienten ese deseo de cambio, esas ganas transformar todo lo que no funciona en este país, pero no saben cómo hacerlo?

Que no esperen a que alguien les diga qué hacer. Que busquen formas creativas de acción. El tema educativo es muy importante, ayudar a generar mentalidades diferentes y desarticular violencias en las relaciones cotidianas. Hacer de la paz una pedagogía de cambio social. Quitarles todos los argumentos y todas las razones a todas las violencias. Pensar en la paz como algo más que el acontecimiento, como lo es ahora después del plebiscito y con la implementación, más bien encontrarle lugar en las acciones de todos los días. Uno de los retos que tienen los jóvenes, porque no sé si los “grandes” seamos capaces, es que la política tenga un sentido cotidiano y sea más que ir a elegir a alguien (que también hay que hacerlo). Que tenga un sentido de acción pública, la no violencia como posibilidad de acción. Pararse una nueva época y entender que no estamos condenados a nada. Este es un mundo en el que hay más posibilidades que antes, nosotros veíamos la lucha armada como opción, pero hoy en día hay muchísimas más opciones ligadas a la no violencia que le podrían abrir el camino a la paz. Sobre todo, no se queden esperando que venga alguien a decirles qué hacer.

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