Eric Betzig y Stefan Hell, en dos momentos y lugares grográficos muy distintos, tuvieron una obsesión. Transformar una de las herramientas más antiguas de la ciencia: el microscopio.
1. “Creía que así podría conseguir un empleo en Simens o en IBM”
Casi todos harían el mismo dibujo. Si se llenara un salón de personas de diferentes niveles académicos, papel y lápiz en mano, y se les pidiera que hicieran un dibujo de una célula, todos harían un círculo grande y, dentro, uno más pequeño. “Es el núcleo”, dirían algunos. Lo mismo ocurriría si la instrucción fuera representar un átomo: un círculo, hélices, electrones. Si lo que se les pidiera fuera recrear una estructura molecular, los más aventurados harían polígonos compuestos de líneas rectas conectadas a través de círculos. Lo cierto es que esas representaciones, que han llenado páginas de cuadernos durante años, son en realidad más teóricas que reales.
Desde que el holandés Zacharias Janssen inventó el microscopio óptico a finales de 1500, la ciencia se ha dado a la tarea de ver lo invisible para el ojo desnudo. Hoy, el hecho extraordinario de poder ver una bacteria parece un asunto cotidiano, pero es el producto de siglos del trabajo de ingenieros, químicos y físicos el que ha logrado este que este ejercicio, que puede hoy puede reproducir en cualquier salón de clase, el que ha logrado este avance. “Con la invención del microscopio óptico”, aseguró Stefan W. Hell (premio Nobel de química en el 2014) este 28 de junio en la Lindau Nobel Meeting en Alemania, “pudimos entender que los seres vivos estamos compuestos de células”.
Stefan W. Hell (Rumania, 1962) y Eric Betzig (EE.UU., 1960) han dedicado su vida al mejoramiento de la microscopia. Frente a un auditorio lleno de jóvenes científicos de 88 países, ambos relataron la manera en la que lograron reinventar una de las herramientas básicas –y más antiguas– de la ciencia: el microscopio.
«Podría romper la barrera de difracción. Eso sería cool» – Stefan Hell. Foto: Christian Flemming/Lindau Nobel Laureate Meetings
Hell realizó sus estudios en Alemania Occidental luego de convencer a sus padres de dejar atrás su Rumania natal. “Como todos los estudiantes de esta carrera, estaba fascinado con la física de partículas y todos los avances asombrosos que sucedieron en aquella época”. Sin embargo, cuando debía empezar su carrera doctoral, Hell –hijo de una familia de inmigrantes y de extracción humilde– tomó un camino diferente. “Perdí el impulso: mi papá estaba desempleado y mi mamá había sido diagnosticada con una enfermedad mortal”.
El fantasma del posible desempleo hizo que Hell tomara la decisión de especializarse en una rama que tuviera aplicaciones más concretas: la microcospia láser confocal. Esta técnica es utilizada para el análisis de chips electrónicos, lo que animó a Hell a seguir adelante: “Creía que así podría conseguir un empleo en Simens o en IBM”, confesó al auditorio de la Linadu Nobel Meeting el pasado 29 de junio.
Sin embargo, luego de un año, Hell sintió que había cometido un error: “Ese no era el tipo de física que quería practicar. ¡Todo era demasiado técnico! Tenía dos opciones: la miseria y la pobreza, o preguntarme lo siguiente: ¿Hay algún problema en la microscopia que todavía necesite una solución?”.
La respuesta a esa pregunta, desde el siglo IX, y hasta bien entrado el XX, era clara: no había mucho más por hacer. El alemán Ernst Karl Abbe (físico, óptico y empresario nacido en 1940 en Alemania) fue responsable de un sinnúmero de mejoras tecnológicas para los microscópios: creó el lente apocromático, con el que se solucionaron errores de lectura de colores y la aberración esférica. Creó también el Condensador Abbe (un aparato de iluminación para microscopios) y una clase de refractómetro que también lleva su nombre. Su trabajo llamó la atención de la empresa de sistemas ópticos Carl Zeiss AG, de la que fue copropietario con Otto Schott. Juntos establecieron las bases de la óptica moderna.
Pero Abbe, en 1873, estableció también los alcances del microscopio. Según sus cálculos, estipuló que la resolución máxima de un microscopio óptico nunca podría superar los 0.2 micrómetros. Esto, conocido también como el límite de difracción de Abbe, significaba que el ser humano podía tener una muy buena imagen de una bacteria, una célula de un mamífero y hasta de una mitocondria; pero jamás podría ver una proteína, un virus o una molécula.
Y sin embargo, más de cien años después, frustrado con su trabajo, Hell se preguntaría si había algo más por hacer. Su respuesta: romper la barrera de la difracción, quebrar el límite impuesto por Abbe: “eso”, asegura hoy Hell, “parecía cool”.
2. “Cada tecnología nueva es como un bebé”
Cuando niño, Eric Betzig soñaba con ser astronuata y ganar un Nobel antes de los 40 años. La segunda la logró con un pequeño error de cálculo: Betzig ganó el Nobel a los 54 años.
Betzig, nacido en un hogar de ingenieros, se autodefine como un “constructor de herramientas por instinto y por vocación”. Justamente eso fue lo que hizo mientras desarrollaba sus estudios de posgrado en Cornell: “Mis asesores estaban trabajo en la idea de un microscopio en el que se hiciera pasar un rayo a través de un orificio más pequeño que la longitud de una onda de luz para usarlo como una nanolinterna que pudiera iluminar el espécimen y romper la barrera de difracción para poder tener una imagen con súper resolución”. Este tipo de técnica se conoce como microscopia de campo cerrado.
«Soy un constructor de herramientas por instinto y por vocación» – Eric Betzig. Foto: Christian Flemming/Lindau Nobel Laureate Meetings
Betzig dedicó doce años de su vida en desarrollar esta tecnología, seis como estudiante y seis como empleado de los laboratiorios de la AT&T Bell. “Cuando empezamos”, aseguró Betzig en la Reunión de Premios Nobel en Lindau, “no mucha gente lo estaba haciendo. Me gustaba la idea trabajar en una tecnología que apenas nacía. Eso significaba no tener que abrirme camino a codazos”. Si bien estas técnicas de microscopia datan del siglo XX, aún en los noventa quedaba un mundo por explorar.
Con su equipo logró avances que se ganaron la atención de la comunidad científica. “Sentí la presión de comercializar esta tecnología, pero no era lo que quería hacer”, asegura. Lo que quería era continuar explorando. Su sueño, aseguró, era hacer biología, así que en 1993 pudo hacer una toma de proteínas globulares en los huesos de un ratón con una imagen de 50 nanometros de resolución, es decir 0.05 micrómetros. Un número que Abbe consideraba más que imposible.
Cada nueva tecnología es como un hijo recién nacido. Uno sueña con que crecerá para ser presidente, que encontrará la cura del cáncer y que ganará un premio Nobel, pero al final hay que estar felices de que no termine metido en la cárcel.
Pero seguía habiendo problemas. Por un lado, la célula que habían fotografiado había sido alterada de manera química para poder conseguir los resultados. Además, este tipo de experimentos se debían hacer a temperaturas menores a cero para lograr resultados: “seguíamos sin poder ver una célula viva”, insite Betzig. Pero lo más importante era que la resolución de las tomas seguía siendo insatisfactoria: borrosas y difíciles de discernir. La microscopia de campo cerrado no era ya suficiente para Betzig: “cada nueva tecnología es como un hijo recién nacido. Uno sueña con que crecerá para ser presidente, que encontrará la cura del cáncer y que ganará un premio Nobel, pero al final hay que estar felices de que no termine metido en la cárcel”. Sus expectativas eran mayores a las posibilidades de la tecnología en la que estaba trabajando. En un estado de frustración profesional, resultado según él de una crisis de los cuarenta, renunció no solo a Bell, sino a la ciencia por completo. Durante un par de años, Eric Betzig se dedicó a atender a sus hijos y a ser un “amo de casa”.
3. Un bombillo fluorescente
Stefan Hell no solo sabía que quería buscar una manera de quebrar el límite de difracción de Abbe, sabía –como Betzig– que el campo cerrado no era la mejor manera: “lo que buscaba era romper esa barrera con algo que se viera como un microscopio óptico y que funcionara como un microscopio óptico”. Hell estaba seguro de que había que aprovechar las propiedades fluorescentes de las moléculas para lograr su cometido.
Su obstinación lo llevó a un nuevo desplazamiento en 1993. Hell viajó, “con cierta desconfianza”, a la ciudad de Turku, en Finlandia, donde recibió el apoyo de la Academia Finlandesa. Luego de seis semanas de haber llegado, Hell encontró un libro de texto sobre teoría cuántica de la luz. Lo abrió, llegó a una página en la que se hablaba del fenómeno de la emisión simulada y, entonces, eureka: un bombillo se encendió en su cabeza. Un bombillo de luz fluorescente, una idea con la que, por fin, lograría su cometido. El paso a seguir no podía ser otro que conseguir iluminar las muestras de manera selectiva para tener una imagen con super resolución.
En el otro lado del mundo, Eric Betzig se había hecho una pregunta similar a la de Hell: ¿que pasaría si se pudieran iluminar moléculas de manera selectiva con colores?
Luego de haber renunciado su trabajo y de trabajar en la casa y en la empresa de su padre (a la que también renunció), Betzig decidió que debía encontrar algo que hacer. Decidió reencontrarse con Harald Hess, su mejor amigo que también había renunciado a Bell. “Ambos estábamos viviendo la misma crisis de los cuarenta, queríamos volver a hacer a una investigación que estuviera movida por la curiosidad”. En otras palabras, asegura Betzig, lo que él y su amigo querían era volver a vivir como recién graduados.
Pasada una década desde la última vez que había trabajado como científico, Betzig volvió a leer literatura científica y se encontró con un texto sobre una proteína de fluorescencia verde. Eureka, el bombillo. Hell y Betzig habían llegado a la misma conclusión. Para tener una buena imagen, debían lograr iluminar de manera selectiva. Prender y apagar luces.
4. Un árbol de navidad
Tal vez la mejor manera de entender lo que Hell y Betzig querían hacer es imaginando un árbol de navidad lleno de luces.
Lleno.
Decorado con total exageración: cada una de sus ramas plásticas envueltas en tiras de luces amarillas. Imagine que tiene una cámara que, al tratar de fotografiar el árbol, solo logra retratar un manchón de luz incandescente en el que no se logra entender con claridad la forma del árbol.
¿Cómo puede entonces retratar ese árbol de navidad? Con tiempo. Mucho tiempo. La manera de hacerlo es encender un solo bombillo a la vez, tomar una foto con el foco concentrado en esa luz, y apagarlo. Luego, sin mover la cámara, encender otro bombillo, tomar la foto, apagarlo. Prender, capturar, apagar. Prender, capturar, apagar. Prender, capturar, apagar. Hasta que no queden más bombillos.
Luego de este proceso lo que queda es una cámara con enemil fotografías del mismo árbol iluminado por enemil bombillos diferentes. Entonces, armado de PhotoShop y mucho tiempo libre, el paso a seguir es combinar todas las fotos, una sobre la otra. El resultado: una hermosa foto de alta resolución del árbol de navidad más iluminado de la historia.
Incluso –si aún le sobra tiempo– podría tomar otras enemil fotos (haciendo el mismo proceso de prender y apagar bombillos) desde otro ángulo. Luego otras enemil desde otro y una y otra vez. Al componer todas esas tomas podría hacer una foto tridimensional de su árbol.
A niveles nanométricos, Hell y Betzig hicieron algo parecido, pero con diferentes estrategias. El primero asumió que, utilizando dos tipos de láser diferentes (uno que iluminara pedazos de la muestra y otros que cancelara su fluorescencia) podría tener tomas independientes. Convencido, en 1994 publicó una artículo explicando su teoría. “El problema, créanlo o no, es que cuando publiqué esto en Turku nadie me creyó”. Hell se dedicó a tocar puertas al rededor del mundo sin tener mucho éxito: “No tenía el pedigree suficiente. No me había graduado de Stanford o Harvard. Turku es un lugar que nadie conocía. Fue difícil sobrevivir, créanme. Tanto financiera como académicamente”. Finalmente, en 1996, el Instituto de Química Biofísica Max Plank en Göttingen, en Alemania, salió al rescate de Hell. Fue ahí, en 1999, donde Hell pudo presentar el microscopio STED, con el que, después de años de lucha, comprobó su teoría.
Durante todo este tiempo, Betzig y su amigo Hess habían instalado un laboratorio en la sala del segundo: “Pudimos hacerlo en su casa porque él no estaba casado”. Hoy asegura que esta lejanía de la academia fue vital para su proceso: “Este tipo de investigación solo se puede hacer en soledad”. Sin embargo esa lejanía había tenido un precio: Betzig sentía que estaba desactualizado, y le tocó empezar un proceso de reaprendizaje en química.
A mediados de la década del 2000, Betzig replicó un experimento realizado en 1989 por el físico y químico americano William E. Moerner en el que demostraba la capacidad de activar y desactivar la fluorescencia de las moléculas. Fue así como logró prender y apagar las luces de sus especímenes. Y no solo eso: logró hacerlo a temperatura ambiente, y no ya en temperaturas inferiores a cero, lo que significaba poder tener imágenes (casi como un video) de células vivas y en funcionamiento.
En el 2014 Hell, Betzig y Moerner estaban en Estocolomo. Estafan Normark, Secretario permanente de la Real Academia Sueca de las Ciencias, fue el encargado de entregar el Nobel en química de ese año: “El premio de este año es sobre cómo el microscopio óptico se convirtió en un nanoscopio”. La academia había decidido entregarle el Nobel de química de ese año a Hell, Betzig y Moerner por sus aportes a la microscopia.
El trabajo combinado de estos tres científicos había conseguido lo imposible. Hoy, gracias a la posibilidad de observar células vivas y en alta resolución, enfermedades como el cáncer y el alzheimer están siendo investigadas a profundidad.
El trabajo, las frustraciones y las desventuras valieron la pena. Hoy es poco lo que sigue siendo invisible para el ojo humano.