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Una visita a Armero

En una visita a Armero, Claudia Montilla quiso hacerle un homenaje tardío a sus familiares desaparecidos en la tragedia. Sin embargo, en vez de un camposanto dedicado a la contrición y el recuerdo, se encontró con un municipio que ha hecho de la desgracia un espectáculo turístico.

por

Claudia Montilla


12.11.2015

Foto: Andrés Pardo

Los hijos de Juan Antonio y Clementina, como ellos y como el resto de su familia, habían nacido en La Palma. Eran cinco, cuatro hombres y una mujer, que era mi abuela. Entre los varones, Alberto fue el más emprendedor. Desde muy joven se fue a vivir a Armero, el pueblo pujante de los algodoneros del Tolima. Allá prosperó, hizo fortuna; allá se casó con “su tía Lucila”, como la llamaba mi abuela, y allá nacieron sus tres hijos. Allá hicieron sus vidas y allá fueron felices. Cuando los hijos crecieron, Lucila se vino con ellos a Bogotá, para que fueran a la universidad. A ella le gustaba caminar por los cerros, y alguna vez, con mi abuela, me llevaron de excursión al bosque de pinos, muy arriba y muy lejos, por los lados de Usaquén. Yo era muy chiquita, pero me acuerdo muy claramente de la vista desde allá arriba y de los hongos rojos con puntos blancos –como los de los cuentos— que había esparcidos por ese piso lleno de agujas de pino. Por ese entonces yo no sabía que esa mullida alfombra estaba acabando con esa tierra, ni que esa resina del pino foráneo arrasaba toda la vegetación autóctona del cerro, pero mi recuerdo de esa aventura es entrañable y muy emocionante. Cuando sus hijos se graduaron, Lucila cerró su casa en Bogotá y regresó al pueblo con su marido. Con el paso del tiempo, solamente el menor volvió a Armero para quedarse. Se llamaba Carlos y era veterinario. De él solamente recuerdo que alguna vez, en Bogotá, resucitó a nuestro perro bóxer con un masaje cardíaco que me impresionó muchísimo. Los otros dos hijos, que a diferencia de todos los demás miembros de la familia son sobrevivientes de la tragedia de Armero (uno porque vivía en Bogotá y el otro porque se salvó de milagro), me parecieron siempre muy simpáticos y graciosos; me gustaba el tono en que le hablaban a mi abuela, que los regañaba mientras ellos la hacían reír.

 

Recuperé algunas imágenes que tenía en la memoria, que mostraban ese playón infinito de barro y lava que no se podía creer, esos cadáveres dispuestos en fila y cubiertos de lodo, a la niña Omayra con sus ojos enormes, al papa polaco arrodillándose ante la gran cruz. Me dispuse lo mejor que pude para un acto de contrición y un homenaje que, pensé, ofrecería en nombre de toda mi familia con treinta años de retraso.

 

¡Escaso recuerdo tengo de esa parte de mi familia materna!, pensé con nostalgia cuando los guías del viaje de estudio que emprendimos tras las huellas de la Expedición botánica por Cundinamarca y el norte del Tolima propusieron que en nuestra ruta hacia Ambalema entráramos a Armero. El nombre del pueblo desaparecido evocó primero que todo el recuerdo de mi abuela, sus dichos y sus manos industriosas que me enseñaron lo poco que sé de culinaria y bordado, sus manjares que llamaba no fricasé sino fracasé y los poemas que hacía que mi abuelo copiara a máquina y mandaba por correo para que yo memorizara. Mi abuela, que protestaba porque no habíamos aprendido a rezar, que le enseñó a mi hermana a usar la aguja de ganchillo con la mano izquierda sin censurarle la zurdera; mi abuela de siete potajes en semana santa, tamal tolimense en navidad y postre de islas para el año nuevo. Mi abuela, que no quiso ni hablar ni leer la prensa ni ver los noticieros después de la avalancha de Armero, en la que habían desaparecido su hermano Alberto y casi toda su familia.

Me pareció que visitar Armero, el camposanto, podía ser un buen homenaje a ella y a los suyos. Durante el trayecto desde ese pueblo triste que es Falan hasta Guayabal les conté a mis colegas lo que yo recordaba de esa semana nefasta de 1985 en que la barbarie humana de la retoma del Palacio quedó aturdida tras la violencia de una naturaleza despiadada que arrasó con todo. Recordé la historia de nuestro sobreviviente, que es médico y por esa época vivía en Alemania, de donde había venido por unos días, de su esposa extranjera, embarazada y desaparecida en la tragedia, de sus heridas que se limpió con saliva mientras lo salvaban, de su perro heroico que mordió a todos los socorristas que se le atravesaron hasta lograr encaramarse al helicóptero que los rescató a los dos, de las camisas que le mandó un político poco tiempo después. Recordé que decíamos que tenía las siete vidas del gato, pues exactamente ocho días antes, en Bogotá, había visitado a un amigo que trabajaba en el Palacio de Justicia y juntos habían salido a tomar un café minutos antes de la toma guerrillera que terminó en holocausto. Pensé también en la manera valerosa y admirablemente optimista como logró reconstruir su vida. Recuperé algunas imágenes que tenía en la memoria, que mostraban ese playón infinito de barro y lava que no se podía creer, esos cadáveres dispuestos en fila y cubiertos de lodo, a la niña Omayra con sus ojos enormes, al papa polaco arrodillándose ante la gran cruz. Me dispuse lo mejor que pude para un acto de contrición y un homenaje que, pensé, ofrecería en nombre de toda mi familia con treinta años de retraso.

Muy pocas estructuras quedaron en pie después de la avalancha de 1985. Treinta años después así se ve lo que fue una casa. Foto: Andrés Pardo

 

La realidad, como casi siempre ocurre, desterró cualquier idealismo y anuló todas las nostalgias. Desde que la carretera asoma por Armero Guayabal, la nueva cabecera municipal, grandes vallas lánguidas anuncian las viviendas de la reparación a los damnificados, que no parecen acabar de llegar. Guayabal sigue siendo un caserío y no evoca la pujanza ni la legendaria prosperidad del Armero de antes del alud. Unos pocos kilómetros más adelante aparece la entrada al campo – santo, como dicen los locales, separando ambas palabras. A la derecha, los restos de algunas casas y del hospital San Lorenzo de Armero, un edificio sumido en un triste abandono y con sus dos primeros pisos aún enterrados en la tierra blancuzca, lleno de pintadas y vallas entre las cuales sobresale una flamante inscripción que dice que «Las tragedias no enseñan a sufrir, enseñan a superarse». En el costado izquierdo de la carretera, bordeando la especie de plazoleta polvorienta por donde se accede al sitio, se levanta un letrero gigante donde se afirma que en el año 2016 el papa Francisco visitará Armero. También hay cerca de la entrada vallas sobre el Parque a la vida, proyecto que, además de la ironía que encierra su nombre, a todas vistas ni ha tenido ni tiene cuándo.

Siempre imaginé que lo que quedaba de Armero era el inmenso playón, aquel de las imágenes de los días posteriores a la tragedia. Pero hoy en día, sorprendentemente, se ve el trazado de las calles y hay muchos árboles, grandes ceibas, guayandales y samanes antiguos que parece que hubieran resurgido sacudiéndose el barro y que conviven con los más de 20.000 árboles de Nim recientemente sembrados para, según nuestro guía, conmemorar a los desaparecidos habitantes de la ciudad blanca. En realidad no hay información precisa sobre el origen de esos árboles recientes, que según algunos fueron donados por Japón para conmemorar a las víctimas del desastre y según otros son un nuevo cultivo muy productivo promovido por el alcalde de Armero Guayabal, pues de la almendra del Nim se extrae un aceite que es ingrediente activo a para la fabricación de repelentes, champús y bio insecticidas. Este último sentido tan prosaico contrasta con los hermosos árboles de Nim, muy frondosos y muy verdes, todos del mismo tamaño y sembrados sobre una cuadrícula que crea una atmósfera solemne, evocativa e imponente que sugiere el carácter espiritual y sagrado de un lugar –un camposanto— con vocación ceremonial donde se promueve la reflexión y el recogimiento, donde se honra en silencio el recuerdo de los muertos y donde se hace honor a la historia y al pasado de una región próspera y rica para nativos y forasteros por igual que, de repente, de la noche a la mañana, desapareció bajo la lava y el barro.

 

Como todas las ruinas, la de Armero es difícil de entender, y más aún por la ausencia de fichas explicativas o guías para el visitante. No más entrar en el trazado urbano, hacia la derecha, se aprecian los restos de la iglesia de san Lorenzo. Célebre por el asesinato a machetazos de su párroco Pedro María Ramírez el 10 de abril de 1948 a manos de la turba liberal enfurecida, de ella no quedan sino las baldosas del piso de la nave y la cúpula rota del campanario, que al parecer apareció hace poco y que reposa destrozada en el sitio mismo donde siempre estuvo el campanario. A la izquierda, en lo que nos dijeron que era la alcaldía, se levantan innobles casetas azules de baños portátiles, junto a las cuales una familia preparaba el día de nuestra visita un asado para el almuerzo. Un enjambre de vendedores ambulantes embestía a los visitantes con ofertas de botellas de agua que nuestros guías recomendaron no comprar por venir “quién sabe de dónde”.

De la iglesia de Armero solo quedaron algunas baldosas y escalones de lo que fue alguna vez el altar. Foto: Andrés Pardo

Parece ser que la gran cruz ante la cual se arrodilló el papa Juan Pablo II cuando consagró en 1986 el camposanto fue puesta en el centro del parque de los Fundadores, lugar tradicional de encuentro y mercado dominguero de los armeritas. La cruz muestra ya el paso de los años, el empuje de la maleza y las raíces de los árboles, y está rodeada de bolsas de basura, papeles tirados, botellas vacías. La plataforma que la sostiene está en proceso de ser cubierta por piedras puntudas, como para evitar que la gente se siente sobre ella. A su alrededor proliferan tumbas abandonadas, abatidas por la humedad y la maleza y medio destruidas, puestas allí sin concierto alguno.

Cerca de la cruz también se instaló un monumento del artista Hernán Darío Nova. En su informe 2000-2001, la Corporación Armero Parque a la Vida anotaba que este monumento, hoy desvencijado, parcialmente saqueado y en ruinas, era la primera piedra del futuro parque, que además iba a contar con un museo y un centro de acogida al visitante. Según este informe, el monumento “plasma la historia de la Región y de Municipio, destacando aspectos relevantes de la memoria, factor de gran consideración que fortalece la Identidad de nuestro pueblo y que se manifiesta en: La Cultura Precolombina, la Conquista Española, Fundaciones, los Eventos del Volcán, la Riqueza Agrícola, Armero antes, Armero después, la Tragedia, Omayra Sánchez, la Solidaridad y la Reconstrucción”. Hoy falta la mitad de las tablillas que recrean los capítulos mencionados y en su lugar aparecen las cicatrices que van dejando los ladrones.

Todo en el actual Armero es así, abandonado, indigno, sucio. Más allá, pueblo adentro, hay una plataforma desvencijada de baldosines blancos y astas abandonadas que funge de triste monumento en memoria de los policías que aquella noche estaban en la estación y murieron aplastados por la gigantesca piedra que represó el río y rodó después hasta el pueblo, que permanece al lado, incólume pero llena de pintadas y letreros.

Hoy, al lado de donde murió Omayra Sánchez, se venden veladoras, videos de la tragedia y recuerdos de lo que fue Armero. Foto: Claudia Montilla.

El punto culminante de la visita se presenta en el sitio de la tumba y monumento a Omayra Sánchez, la niña en agonía cuya imagen, convertida en símbolo de la catástrofe de Armero, dio la vuelta al mundo en una orgía periodística imposible de olvidar. Alrededor de la tumba se concentra mucha gente que hace su agosto con los peregrinos. Junto a un conjunto ecléctico de altares de exvotos y promesas que la imaginación y el fervor popular han ido acumulando sin ton ni son ha surgido un batiburrillo de tenderetes cubiertos con plásticos negros, donde los comerciantes con su griterío y sus chancletas ofrecen al ritmo de reguetón su mercadillo de bebidas frías, chucherías, alhajas baratas y videos de la niña moribunda en todos los formatos posibles. La proliferación de veladoras derretidas que se van quemando en una hornilla vil que produce un extraño calor dista de la llama perenne que algún gobernante habría podido instalar en algún sitio del área del supuesto parque como rememoración de la niña, del pueblo, de sus habitantes. Más allá, un poco retirada de la algarabía y el rebusque, una cartelera vetusta y raída muestra con sevicia fotos de Omayra Sánchez en cada momento de su agonía, impresas en papel que con el tiempo ya está roto, desteñido y medio borrado.

Poco tiempo tardé en darme cuenta de que no sería posible rememorar al tío Alberto ni a su familia, ni tampoco honrar el recuerdo de un funesto día de la historia de este país. El estrépito de los compatriotas con sus ropas de bañistas y su alboroto vacacional, los buses, busetas, taxis, jeeps, motos y toda variedad de vehículos estacionados por todas partes, los vendedores de dulces, helados, gaseosas y papas fritas, todo en Armero impedía el recogimiento, todo atentaba contra cualquier sensibilidad familiar, colectiva o histórica. Cada grupo tenía su guía, que explicaba a gritos cada aspecto de esta “atracción”, haciendo énfasis en cualquier truculencia que pudiera resultar interesante. En particular, sobresalía su deseo irrefrenable de regodearse en la agonía de Omayra, en lo que decía, lo que le dolía, lo que hablaba con el socorrista que se dedicó a acompañarla, lo que les preguntaba a los periodistas que la rodearon en esos días. Nadie parecía pensar que estábamos en un cementerio y nadie venía a honrar ninguna memoria. Infortunadamente, un visitante comprometido, como pretendía ser yo aquel día, que había sentido el sobrecogimiento inicial y se veía bombardeado de preguntas sin respuesta e imágenes de rostros de dolor y sufrimiento conservadas en la memoria, no tenía lugar en este Armero. En medio de la frustración, entendía con asombro profundo que lo que allí se honra es el abandono, el olvido, el desorden y el caos. Percibía que la anestesia del paso del tiempo y la necesidad de sobrevivir desplazaba la posibilidad de la remembranza. Mis colegas y yo, con lágrimas de rabia y de dolor, intentando explicar a los estudiantes que nos acompañaban la experiencia dantesca e inenarrable que acabábamos de vivir y compartiendo con ellos la desazón y la aprensión que nos había quedado en el corazón, salimos en silencio de Armero.

'La proliferación de veladoras derretidas que se van quemando en una hornilla vil que produce un extraño calor dista de la llama perenne que algún gobernante habría podido instalar en algún sitio del área del supuesto parque como rememoración de la niña, del pueblo, de sus habitantes'. Foto: Claudia Montilla.

Es que no existe en el Armero de hoy noción alguna de conmemoración, homenaje, memoria. No se reconoce el carácter sagrado del lugar sino que se profana. No se entiende el significado de la palabra camposanto. No hay recogimiento, recuerdo o reflexión. Los deudos de Armero no tienen en el pueblo un lugar a donde ir para recordar a sus muertos. Algunas familias han construido pequeños mausoleos en lo que tal vez fueron los solares de sus casas. Algunas manzanas dejan ver, escondidas entre el verdor de los Nim, pequeñas y discretas lápidas. Pero no hay en Armero nada solemne que sostenga el recuerdo de las veinticinco mil vidas que pasaron, nada digno que enaltezca la memoria colectiva, nada que muestre una intención conmemorativa o sagrada de carácter oficial. Nada que explique el horror o la impotencia ante los hechos terroríficos que azotaron la ciudad aquella noche. A juzgar por las aceras rotas y sucias, además del estado del monumento, no parece que hubiera ningún mantenimiento, aparte de la recolección esporádica de las bolsas de basura. No hay, como se había previsto, un centro de memoria, un museo histórico, una guía veraz. No existe un centro de estudios vulcanológicos ni un acopio de información sobre el nevado del Ruiz, sobre lo que pasó en el río Lagunilla en la noche del 13 de noviembre de 1985, o sobre la historia de todas las familias que desaparecieron. Como en los días que siguieron a la avalancha, seguimos manoseando y abusando de la inocencia de Omayra Sánchez, cuya ubicuidad, por demás, representa el olvido de los miles de niños que además de ella murieron en la tragedia; varios siguen enriqueciéndose con su imagen y no hay hoy quien le garantice un descanso en paz y limpie y proteja su tumba del furor y la miseria de los vendedores ambulantes. No se han aclarado los títulos de propiedad de los miles de damnificados del desastre ni por tanto se les ha restituido sus propiedades. Tampoco existe lo que se pensó en el plan original del Parque a la vida, que incluso fue refrendado mediante decreto por el ministro de la presidencia en 2013 y cuyas obras no han empezado aún. Con el irrespeto indolente y vulgar de los visitantes y el abandono y olvido insensible de todos los gobernantes y autoridades, desde el municipio y el departamento hasta el gobierno central, pasando por la iglesia Católica, cuya indiferencia cumple treinta años por estos días, se muestra en todo su esplendor nuestra Colombia que se enorgullece frívola y vana, sin memoria y sin historia, nuestra cultura que no sabe rendir tributo silencioso al dolor ni respetar o recordar a los muertos, nuestro espíritu mercader que envilece y arrasa y nuestros gobernantes oportunistas que cada tanto instalan su mercadillo de promesas.

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