En la cartilla escolar con la que Juan Manuel Robles estudiaba, el uso correcto de la letra F se explicaba con frases como esta: “En manos buenas, un fusil es bueno”. Cosas de ese estilo, recuerda él, podían leerse en el manual de estudio de El guerrillero heroico, la escuela de la Embajada de Cuba en La Paz. Aquel era el material oficial que llegaba desde la isla a mediados de los ochenta, y que, tanto en ese lugar satélite como en las escuelas de La Habana, se empleaba para infundir la “doctrina verdadera” e inculcar los valores socialistas a los pioneros del Nuevo Mundo; a los niños que, bajo la sombra de la revolución cubana, se preparaban para librar futuras guerras de liberación. Robles (Lima, 1978) sería uno de ellos.
En 1985 y con apenas seis años, dio a parar a esa escuela revolucionaria por cuenta de su padre. El cholo Robles, un periodista de la agencia cubana de noticias Prensa Latina, se había mudado junto a su familia desde Lima hacia La Paz después de ser designado como corresponsal en Bolivia. Valiéndose de sus buenas conexiones con la embajada cubana, logró ubicar a Juan Manuel y a su hija Pamela en la escuela que se tenía dispuesta para los hijos de los diplomáticos residentes en ese país. Aún bullía la Guerra Fría y la estela de utopía provocada por el triunfo de la revolución en el 59 todavía se expandía por toda la región. El padre de Juan Manuel, convencido de ese sueño, dejó en manos del sistema cubano la formación de sus hijos por cerca de cuatro años, hasta que, poco antes de la caída del Muro de Berlín, el bloque comunista comenzó a desmoronarse y la Historia —con mayúscula— los obligó a buscar un nuevo colegio.
Ese episodio autobiográfico es el origen de Nuevos juguetes de la Guerra Fría (Seix Barral, 2015), la primera novela del periodista peruano Juan Manuel Robles. La extrañeza de aquellos años como pionero cubano a más de tres mil metros de altura es el motor de una vibrante ficción en la que se entrecruza la evocación de la infancia de Iván Morante —alter ego de Robles— con una profunda indagación sobre los mecanismos de la memoria y la forma en la que nuestros recuerdos se transfiguran y moldean por efecto del tiempo y otras fuerzas. Con gran habilidad, Robles consigue montar una trama conjugando elementos en apariencia tan dispares como los superhéroes de infancia, los archivos desclasificados sobre el Departamento América a cargo de Manuel Piñeiro (El comandante Barbarroja) y la vida de un inmigrante en Nueva York. Escrita sin grandes florituras verbales, sino con la precisión de aquellos narradores a quienes solos los mueve el deseo por contar una buena historia —Robles hace parte de la tradición de la nueva crónica latinoamericana—, la novela desencadena con el paso de las páginas en un envolvente thriller político en el que poco a poco se va construyendo un retrato de la Guerra Fría en América Latina.
Hace poco Robles presentó su novela en España, donde ha sido recibida con muy buenas críticas. Desde Lima, ciudad en la que vive, respondió esta entrevista a través de correo electrónico. De paso, despejó la incógnita que se despertaría en cualquier colombiano que lea el libro hasta su última página: ¿por qué la senadora Paloma Valencia aparece entre los agradecimientos?
Así como hay una ilusión de verdad en la ficción, la hay en la crónica, y para ejecutarla investigamos, es algo obvio y, por suerte, sabemos hacerlo
La génesis de Nuevos juguetes de la Guerra Fría es un episodio autobiográfico. Usted, por razones asociadas al trabajo periodístico de su padre, terminó estudiando en la escuela de la Embajada de Cuba en La Paz. Ha cargado con esa historia personal por varias décadas antes de escribir el libro que la aprovecha. ¿Cómo fue ese proceso de reconocimiento de que ahí había algo más allá de lo puramente anecdótico?
Fue mucho después. Las cosas que uno vive en la infancia no son importantes cuando uno va dejando de ser niño. Pensar que la infancia es insignificante es algo que pasa siempre: les debe haber pasado incluso a quienes vivieron la ocupación nazi siendo niños judíos. Crecer es un escape a la libertad, y a veces esto es literal. Además, la nostalgia por la niñez es algo que se adquiere cuando uno madura; los adolescentes no añoran la infancia. Se añora la infancia cuando uno ya no teme que vayan a pensar que sigue siendo niño. Y me empezó a pasar, ya grande, que cuando estaba en un bar y contaba mi infancia siendo pionero comunista en La Paz, cuando decía que iba allí con pantalón rojo, pañoleta azul, boina, y que aprendíamos de fusiles, todos se quedaban mirándome. Algunas infancias son compuertas históricas para viajar en el tiempo. Y bueno, de ahí vino un largo proceso, que tuvo que ver con volverme escritor, primero a través de la crónica y los cuentos, luego en narrativas más extensas.
Usted viene del periodismo y la crónica. ¿Alguna vez se planteó esta narración como un libro de no ficción? ¿Por qué abandonó esa idea?
Precisamente porque soy cronista detesto un poco la no ficción usada para la experiencia personal, o peor, para dar cuenta de una gran “verdad” generacional. Supongo que esto es por degeneración profesional: tiendo a pensar que el narrador único en primera persona es una voz poco fiable. Es un prejuicio mío, lo sé, pero creo que en Latinoamérica se hace pasar por novelas textos que pertenecen al género de la “memoir”. Bien por quien disfruta eso, dicen que conmueve. A mí no me interesaba. Me interesaba hacer una obra de ficción, pues en la ficción la primera persona es un artificio poderosísimo, que hace caer a los incautos y siempre dudas en los más duchos. Quería crear mundos y crear personajes. Y lo hice. Utilizo la crónica para instalarme en la verdad, en la retórica de la verdad, del documento, cuando lo necesito, y confundir al lector, desestabilizar su concepción de qué es real.
A pesar de ser ficción uno ve en Nuevos Juguetes de la Guerra Fría un tratamiento muy cuidadoso de los procesos históricos. Por un lado, se alcanza a percibir un trabajo de investigación de hechos ocurridos en los sesenta, setenta y ochenta en América Latina, sobre todo asociados con el triunfo de la revolución cubana. Pero al mismo tiempo, está muy latente en todo el libro la preocupación de cómo verter todo ese caudal de información en una narración literaria. Y la búsqueda de ese balance entre lo uno y lo otro es, de algún modo, la misma preocupación que tiene el escritor de no ficción. ¿Cómo entró a jugar su condición de cronista en la escritura de la novela?
En eso es fundamental ser periodista, escritor de crónicas. El periodismo es una disciplina de la verdad pero también retórica de la verdad, de las cosas que ocurren en el mundo en momento dado y que podemos constatar. Digo: el periodismo hace textos que, primero que nada, suenan a verdad, como un rumor o una música. Funciona como contenido pero también como forma, como parte de la ambientación de época. Es un código que manejamos los que hacemos no ficción. De hecho, no cualquiera lo maneja: he visto escritores de ficción tratando de emular el lenguaje de lo real —el de las noticias de los periódicos— y les sale mal. Por otro lado, en el periodismo, la investigación es el primer requisito para construir un mundo creíble, convincente. Así como hay una ilusión de verdad en la ficción, la hay en la crónica, y para ejecutarla investigamos, es algo obvio y, por suerte, sabemos hacerlo. Usamos el oficio para hacer lo que haría el director de arte de Mad Men: texturas precisas, creíbles.
Me interesa cuando se trata de una primera novela indagar sobre el impulso que lleva a decirse en algún momento: “Ya basta de amasar en la cabeza esta historia, es la hora de sentarse a escribir”. ¿Cómo nació en su caso esa pulsión? Entiendo que de algún modo estuvo propiciada por sus estudios de escritura creativa en la Universidad de Nueva York.
Nueva York fue el entorno que me permitió darle un polo adicional a mi novela, que se hizo necesario e imprescindible. Fue la ciudad la que me permitió darme cuenta de que yo quería escribir no sobre el pasado sino, digamos, sobre la pérdida de la memoria como metáfora del desarraigo. O sobre la memoria como algo que otros —un estado comunista, la industria del entretenimiento— controlan para moldear tu identidad. La memoria es una ilusión poderosa porque quiénes somos y adónde pertenecemos también es una ilusión poderosa. Creemos tener ambas cosas garantizadas, las vemos con la nitidez de un dibujo o una viñeta. Pero nuestra memoria —y la identidad que construye— es un castillo de arena. Una nueva ciudad —una nueva isla de memoria, un nuevo castillo de arena por hacerse— fue el espacio perfecto para hacer esa exploración.
El escritor español Antonio Muñoz Molina fue su profesor en Nueva York y es alguien que ha seguido de cerca su carrera literaria. ¿Qué papel jugó él en la escritura de Nuevos Juguetes de la Guerra Fría?
Antonio Muñoz Molina fue uno de los que vio el proyecto en sus fases iniciales, en Nueva York. Fue el primero que creyó en el embrión de la novela y la persona que más insistió para que terminara de escribirla. Compartimos además el interés por la neurociencia. Es un escritor a quien respeto muchísimo.
En la novela retrata lo que fue la Guerra Fría en América Latina. El repaso de la infancia en la escuela de la embajada cubana en La Paz de Iván Morante, el protagonista del libro, se aprovecha para desencadenar toda una trama en la que aparecen las paranoias, las conspiraciones, el adoctrinamiento comunista propio de esos años; pero también las ilusiones y los sueños en los que muchos creyeron en nuestros países. Es un libro que en cierto sentido consigue entreverar esos episodios de infancia con un retrato más global de todo lo que fue la Guerra Fría en este lado del mundo. ¿En qué medida se trata de algo deliberado en la escritura de la novela?
Así como la revolución cubana fue una marca de exportación cultural, de Cuba para Latinoamérica, la guerra fría fue parte de la educación sentimental de nuestra generación. Una marca global, un salón con nombre propio en el parque temático de la nostalgia. Por eso siguen haciéndose películas y series sobre ese enfrentamiento entre potencias. Y el tema nunca es geopolítico, sino personal, individual, cómo vivíamos la paranoia, cómo la evadimos. Lo global cae por su propio peso.
La memoria es sin duda uno de los grandes personajes del libro. El protagonista de la novela está en Nueva York intentando recordar, dos décadas y media después, la época en la que fue un pionero cubano en Bolivia. Pero todo ese viaje hacia el pasado, va acompañado de una profunda indagación sobre la memoria. La pregunta que recorre todo el texto es de qué están hechos nuestros recuerdos, cuáles son los mecanismos que mueven el acto de recordar. ¿De dónde le viene ese interés tan marcado por la memoria y por la fisonomía del recuerdo?
Como te decía yo me di cuenta de que no quería escribir sobre el pasado. Un relato en el pasado, sin cuestionamiento, me parecía hasta cierto punto una escritura dogmática, jugar al Dios de mi propia historia oficial. Eso me aburre, casi diría que es arte premoderno. Al darme cuenta de que la novela era una reflexión sobre cómo recordamos, el paso natural fue pensar en la memoria como tema. Y me puse a leer mucho, obsesivamente. Después de decenas de libros, decidí que uno de mis cursos electivos sería uno del programa de neurociencias. Es lo más nerd que he hecho en mi vida, pero resultó fascinante, porque la memoria es uno de los temas que se estudia con mayor intensidad, entre otras cosas porque los gringos andas locos con encontrar la forma de borrar recuerdos para que sus pobres soldaditos regresen de Irak sin tener que vivir estrés post traumático. Un soldado sin memoria de lo feo es un soldado perfecto.
En la novela los recuerdos aparecen como una materia líquida, huidiza y maleable. Uno de los personajes del libro dice en un momento: “Recordar es destruir para luego reconstruir. Es separar todas las piezas y confiar en que las volverás a juntar en el exacto mismo orden, respetando la forma original”. También se dice más adelante que la escritura es un “procedimiento profundamente desestabilizador” en tanto que es “destrucción y creación continua”. A alguien que no ha leído el libro, ¿cómo le explicaría de una manera sencilla lo que plantea sobre la naturaleza del recuerdo?
El personaje va dándose cuenta de algo que hoy la ciencia sabe bien: que recordar es también una actualización del recuerdo —pues el recuerdo no es como un archivo video que vuelves a abrir para recordar, nada que ver—, lo que implica un cambio físico microscópico para la formación de nuevas conexiones en la red neuronal. Es algo que la literatura y la filosofía siempre supieron: que cada vez que recuerdas algo, lo alejas un poco del episodio “original”, como fotocopias de fotocopias, pero hoy sabemos hasta qué punto no solo eso es químicamente cierto, sino que la distorsión puede llegar a ser rotunda. Y por supuesto, los más vulnerables a este proceso son los niños.
El protagonista está en Nueva York intentando recordar su paso por la escuela comunista en La Paz. Usted también escribió esta novela en buena parte en esa ciudad. ¿Cree que cambiar de ciudad, de entorno geográfico, ayuda a que se sedimenten mejor y más fácilmente los recuerdos? ¿Contribuyó su paso por Nueva York para que esos recuerdos pudieran ser mirados de una manera más propicia para la creación literaria?
En la novela uso la figura del sobrevuelo: uno abandona su pueblo, entre otras cosas, para poder mirarlo desde el cielo, ver todo con claridad y quedarse con líneas narrativas esenciales. La historia madre.
Si tuviéramos que nombrar a un verdugo en esta historia, podríamos decir que es Rebeca, la hermana del protagonista. Ella, que también fue a la escuela comunista en La Paz con él, lo recuerda absolutamente todo, mientras que Iván intenta a tientas abrirse camino en medio de las brumas de la memoria. Éste no la soporta y evita el encuentro con ella justamente por memoriosa, porque siempre está en el plan de llenar los vacíos de la autobiografía de su hermano. ¿Qué papel juega ella en esta trama?
Rebeca es a la vez algo que todos hemos tenido (alguien que recuerda mejor que nosotros lo que hemos vivido y, por tanto, se roba un poco nuestra biografía y ejerce un poder siniestro) y al mismo tiempo un ser imposible: el archivo total, perfecto, al que se le teme como se teme a una suerte de oráculo. La novela echó a andar con ella.
Al ser un periodista que ha incursionado en la ficción, me gustaría escuchar su opinión sobre el eterno debate: ¿son la ficción y no ficción caminos discernibles? ¿Traza usted alguna frontera entre el periodismo y la creación literaria?
Trazo un muro de Berlín. Me molesta mucho la relativización que escucho todavía en estudiantes y profesionales jóvenes sobre este asunto (el otro día la propia Susan Orlean, mítica cronista del New Yorker, se quejaba de que le preguntaban cuánto podían ficcionalizar en un reportaje). Ahora, que haya una frontera es solo una parte del tema. El periodismo no puede mentir, pero sí procura, al igual que la ficción, una ilusión de verdad, que se crea con palabras, con símiles, con atmósferas, diálogos, con un montón de recursos, como la manipulación del orden del tiempo, la velocidad.
¿Seguirá más cercano al periodismo narrativo o la ficción lo ha atrapado definitivamente?
Soy anfibio. Estoy empezando a investigar para una novela (parte ocurrirá en los 70, así que me jodí: la ambientación será necesaria y fascinante). Y acabo de escribir una historia para un libro de crónicas editado por Leila Guerriero en Colombia.
¿En qué trabaja actualmente?
Soy profesor universitario y escribo una columna semanal. También doy talleres literarios.
En los agradecimientos de su novela aparece nombrada una Paloma Valencia. Mucho me temo que se refiere a la senadora colombiana, quien al igual que usted hizo una maestría en escritura creativa en la Universidad de Nueva York. ¿Es cierta mi intuición o es una confusión de homónimos?¿Cómo termina Paloma Valencia en los agradecimientos de su novela?
Sí, la misma. Yo la conocí en la maestría. Era una lectora muy inteligente que me dijo muchas cosas lúcidas sobre los avances que presenté alguna vez (del proyecto de novela y de otros). Sus opiniones políticas saltaban de vez en cuando y al principio nos sorprendían (es raro encontrar una admiradora de Uribe entre los colombianos de un programa humanista en Nueva York, casi todos lo consideran un tipo despreciable). Ella escribía muy bien. Siempre me pregunté si se puede al mismo tiempo amar a Uribe y amar a la literatura: estoy inclinado a pensar que no es posible pero ahí está Vargas Llosa como ejemplo viviente. De todos modos, no deja de sorprenderme el papel actual de Valencia como senadora de la derecha radical. Uno espera eso muy lejos del arte. Pero en fin, solo me permito decir todo esto porque hoy es un personaje público, cada quien con lo suyo.