El paraíso no existe porque no lo deseamos: Cristian Alarcón

Hablamos con el escritor, ganador del premio Alfaguara de Novela, sobre su ópera prima de ficción: El tercer paraíso. Un libro con 157 especies sembradas en 295 páginas de tierra.

El cultivo de rosas suena en boca de los jardineros como un beso extraviado en una noche de alcohol: improbable, esquivo, azaroso. 

Como suena Alarcón Casanova esa tarde. Un beso extraviado en una noche de alcohol. Anda recorriendo el mundo con su novela El tercer paraíso. Se publica tras dos años de encierro por un virus que acurrucó al mundo. Alarcón se inventó un personaje, él y a la vez no, que en el encierro se puso guantes y plantó su propio vergel mientras el autor escribía una novela de ficción cruzada por su vida y su memoria, un terreno improbable, esquivo, azaroso.

Este es su viaje número 27 a Colombia. Una fatiga mayor a la habitual arropa su tendencia natural a la dulzura. En la mesa de un cuarto piso de hotel, a 2,600 metros sobre el nivel del mar, desenvuelve su lengua como un cultivo de rosas: con púas y hermosura.

Su novela honra lo más profundo de lo popular latinoamericano. Es una saga familiar que se eleva como enredadera con un personaje disruptivo. Ese pequeño burgués, dice, que se sume a experimentar una pandemia, en su tierra, fuera de la ciudad, con la maravilla de la botánica.

—Pero está ese narrador puesto allí, capciosamente, para poder contar la trama de la violencia profunda de la tierra misma. La violencia por el control de la naturaleza. El personaje arranca árboles con bueyes, teniendo seis años junto a su padre, que cuando le roba y lo descubre, lo cuelga de un árbol y lo azota. 

Il faut cultiver notre jardin. Como lo dijo al mundo Voltaire, en el siglo dieciocho, al inventarse a Cándido. Es menester cuidar nuestro jardín. Y fue lo que hizo Alarcón, al concebir un texto e inventarse una vida que se opone al pesimismo de la existencia. Se ocultaba así del mundo que le ha tocado en suerte; allí se dedica con absoluta concentración a lo importante. En su edén es invencible.

— Y sí, necesitamos creer en algo.

Gran parte de su oficio como periodista escribiendo sobre ladrones, sobre narcotraficantes, sobre prostitutas, sobre estafadores, sobre travestis, sobre políticos corruptos, sobre proxenetas, en sus palabras, ha sido no juzgar. Eso fueron antes sus libros:  Si me querés, quereme transa o Cuando muera quiero que me toquen cumbia.

—No lo voy a hacer ahora parado desde otro lugar, el de la ficción. Y si alguien quiere hacerlo conmigo, que lo haga. Probablemente no me va a importar.

El también cronista,  director de Revista Anfibia y Cosecha Roja, recibió con este libro el más reciente Premio Alfaguara de novela. El jurado aseguró que «abre una puerta a la desesperanza de hallar en lo pequeño un refugio frente a las tragedias colectivas». Él no se siente horrorizado si hubiera producido espanto. Dice que no tiene un juicio moral sobre sus lectores, y sobre casi nada.

—Parte de mi deconstrucción no es solamente sentirme un hombre menos hijo de puta,que es una tarea imposible, porque los varones seguimos teniendo privilegios, aún maricas. Somos parte del problema, pero no juzgo. 

Esta entrevista sucede un par de días antes de su presentación en la Feria Internacional del Libro de Bogotá, FILBO. En unas de las 157 especies que crecieron en sus 295 páginas de tierra nos dice que El paraíso no existe porque no lo deseamos. Sobre el escenario va deshojando. Es una lectura performática junto a la artista Nadia Granados, La Fulminante, que viene del web art y cabaret y está nominada al Premio Luis Caballero en Colombia. Ambos están sentados. Leen en voz alta bajo una luz cálida. Entretanto una mujer entona canciones de Violeta Parra que en el libro suenan. Un hombre rasga una guitarra e ilustraciones botánicas hechas por naturalistas se estampan en el telón de fondo.

Solo está claro para estos poetas que la belleza comienza en la maravilla de las flores, tan hermosas como finitas, en las que siempre veremos el misterio que no puede ser resuelto, el inclemente paso del tiempo y la muerte inexorable.

Usted escribe que la rosa, “la más clásica de todas las flores, es frágil”. Y que en el clima de fríos árticos, “lograr una, es ganar una guerra”. El tercer paraíso es un relato publicado después de una pandemia que nos llevó a preguntarnos, justo, en dónde estábamos plantados. ¿Qué nos entrega con su libro después de labrar en su teclado sobre un mundo que ofrece más guerras que rosas?

Carlos Linneo, el jardinero botánico, en realidad era un médico que estudió medicina para simular ante su familia. La medicina en el siglo XVIII era el único modo de llegar a la botánica, porque solo se curaba con lo que producían los botánicos a través de los secretos de las plantas. Y Linneo venía de un lugar muy frío por lo que digo, exactamente, que cultivar una rosa allí era como ganar una guerra.  Ahora, la adversidad es de siempre. Ser humano es atravesar la adversidad desde el nacimiento hasta la muerte. Estamos sometidos a una lucha no solo por sobrevivir, sino por ser, por existir, por darnos identidad, por encontrar eso que se llama felicidad. Ser parte de nuestro tránsito es adverso, sin distinción de clases sociales porque —como ya sabemos y nos enseñaron las telenovelas— los ricos también lloran. Lo hacemos en medio de insoportables injusticias y desigualdades que en América Latina son aberrantes. 

La pandemia no hizo más que exagerar todas esas injusticias y todas esas aberraciones. Para quienes tenemos algunos privilegios y podemos leer novelas, ver películas, disfrutar de plataformas como Netflix y enajenarnos a través del entretenimiento, de las nuevas narrativas, etcétera; la pandemia significó quizás la primera oportunidad para hacer un parate, un stop imposible de evitar, que nos llevó a muchos a la melancolía. A otros nos llevó a la manía absoluta del trabajo sin cesar, a otros a las experiencias sexo afectivas más extrañas, a las convivencias con ex o con futuros, a las amistades que se transformaron en parejas, a las parejas que dejaron de ser, a las experiencias humanas más extremas y paradójicas. Quienes mejor salieron parados de allí fueron quienes encontraron o abrazaron algún tipo de obsesión. 

La mía, la obsesión por la jardinería, lo que logra es sumergirme en algo que no puede ser más vital. Que encierra las lógicas de un mundo injusto, porque es injusta la naturaleza con lo humano, porque permanentemente nos está diciendo lo que no podemos lograr. Porque decide algo que no podemos controlar. Es decir, la paradoja es: la felicidad está en lograr el jardín, pero también en soportar la derrota. Como en la guerra, se pierden batallas y otras se ganan.

La idea de una conflagración, de algo tan opuesto a la jardinería, además, me resultó interesante para pintar este esfuerzo sobrehumano por el control de la naturaleza. Es el mismo control que le da origen a la jardinería occidental y, sobre todo, a esta taxonomía que lo nombró todo en latín, colonizando el mundo entero desde Europa y sentando por tierra con los nombres que nuestros pueblos originarios le habían puesto en cada uno de nuestros países de América Latina a todo lo que conocemos como planta nativa. 

Por eso la Dalia tiene ese nombre tan maravilloso en náhuatl: Acocoxóchitl. Por eso la poesía náhuatl me impresiona y me enamora, porque mucho antes de que el sueco Linneo y los Reyes soportaran económicamente las expediciones, antes de que Humboldt se gastara la fortuna de su familia en recorrer América, antes de que Celestino Mutis, con el oro que le habían robado a América los españoles, construyera su biblioteca gigantesca y le diera nombre a todo, existía un orden y una sabiduría que se desconoce todavía.

Su relato propone que la botánica es tan fecunda como el lenguaje. Usted ofrece interesantes datos vegetales apoyado en una investigación preconcebida para este libro, ¿en qué consistió?

La única rémora del periodismo que quedó en la producción de esta novela es esa indagación teórica en los libros. Fue una tarea mucho más parecida a la anfibia de obsesionarse con el conocimiento de una parte de la realidad.  Necesitaba conocer la genealogía de la historia botánica, desde los griegos hasta ahora, para poder sentarme a escribir una novela botánica. Pero no quería que eso estuviera en la novela.

La verdad es que fue una discusión con mi editora argentina, Ana Laura Pérez, sin quien la novela sería imposible que existiera, y quien pujó porque escribiera sobre lo investigado —que era una tarea difícil porque consistió en llevar todo ese material de libros históricos y de archivos mal escritos— para transformarlos en textos más hermosos que estuvieran en el tono que la novela tenía. Entonces, era una tarea que si bien parecía fácil, era enormemente difícil, porque había que leer demasiado para poder luego escribir pequeños párrafos que tuvieran potencia literaria y que marinaran con esos otros dos tonos de la primerísima persona del narrador y la tercera persona de que cuenta el clan y la saga familiar. 

Así siguió ganándome ese periodista (como dicen en Argentina) manija, para definir al que no puede parar con algo. He sido siempre un niño ñoño, nerd, obsesionado con el conocimiento por áreas, no tanto como el periodista generalista, sino alguien que quiso saberlo todo del narcotráfico y pasó 15 años de su vida leyendo e investigando sobre narcotráfico; que quiso saber todo sobre violencia y pasó diez años de su vida investigando sobre violencia; que quiso saber todo sobre travestis de los años noventa y no hizo otra cosa que embarcarse en la lectura de la teoría queer y el feminismo cuando no existía La cuarta ola y esta maravilla de transformación continental que vivimos hoy. 

Ahora resulta que me tocó con algo que nunca imaginé, tan lateral y paradójicamente central y político, como la jardinería. Porque yo no sabía que me iba a encontrar, para esta novela, con las bases del capitalismo salvaje, o con el postcapitalismo financiero que está arrasando con el clima en el planeta y que nos condena a la extinción. Por eso, las lecturas que me llevan a la escritura de la novela son más de filosofía, porque de pronto descubro hacer un ensayo sobre el futuro después del COVID, que la clave es la palabra extinción. Y que hay que indagar en cuáles son los pensamientos que están circulando en torno a cómo podría ser un mundo si no logramos frenar el desastre. Y cuáles son las construcciones de la cultura que están en las series, en las películas distópicas, en el arte contemporáneo, en la poesía, en los activismos. Y que no está en las empresas, en las multinacionales, en los gobiernos de los países superpoderosos, más que en discursos retóricos que pretenden que los demás creamos que algo va a cambiar, cuando en realidad sabemos que no.

En las reseñas de esta novela se habla de una autoría dual, tal como usted acaba de decir: hay una voz que narra la saga familiar y otra, con otro tono, que diluye la investigación botánica. Me gustaría pensar, sin embargo, que hay una tercera, omnipresente, que justo reflexiona sobre la extinción, el perímetro, la cerca o la estacada en la tierra, en fin, y que inmiscuye en la novela un tono de ensayo. 

Sin mencionar nunca la palabra antropoceno y sin exhibir esas lecturas que están por debajo del iceberg, que fundaron un modo de transitar la creación literaria, pero que no tienen porqué emerger y volverse escolares y volverse explicativas y, en el peor de los sentidos, periodística. Quiero decir, para mí fue muy difícil la tarea de renunciar a la explicación, porque como periodistas estamos hechos para que todo el mundo nos comprenda y para, además, hacer selecciones de temas y subtemas, para buscar el título, para buscar el interés público, para todo eso que en la novela se abandona, porque no importa en definitiva. Es fundante, porque es inspirador, pero luego manda la estructura de una narración que lo que tiene que lograr es que llegues al final sin poder detenerte, ¿no? Esa seducción que implica la literatura que nos gusta cuando nos encerramos y tenemos el placer de experimentar algo que no podemos compartir. 

Somos depositarios de una literatura familiar absolutamente todos los latinoamericanos y las latinoamericanas, porque somos el oído de la voz materna, que es la única que ha podido reconstruir lo fundante de las familias.

¿Este libro fue concebido como un diario que requería de abono para prosperar, buscó hacer una clasificación taxonómica nativa o cómo fue sembrar estas ideas? 

Comenzó con las mujeres. Aparecen en un ensayo en el que reconstruyo escenas a partir de una memorabilia que se vuelve cada vez más ficcional, porque no tengo todos los elementos para poder narrar sino solo con lo que recuerdo, lo que me fue narrado que es recordado y lo que es recordado y de lo que narró otro. 

Somos depositarios de una literatura familiar absolutamente todos los latinoamericanos y las latinoamericanas, porque somos el oído de la voz materna, que es la única que ha podido reconstruir lo fundante de las familias. Y porque hemos vivido esa memoria mucho con las mujeres y muy poco con los varones pese a que este continente, que durante generaciones y generaciones tuvo una mayoría abrumadora de machos escritores, está siendo narrado por fin por las mujeres. 

Este continente, y es un fenómeno que excede también a América Latina, comienza a escucharse desde esas feminidades y los varones estamos en una encrucijada para construir voces propias que honren la transformación que las mujeres imponen con su fuerza arrasadora. 

El proceso que los feminismos han producido en cierta intelectualidad progresista; los modos en que ciertos intelectuales simulan transformaciones reales y deconstrucciones de su “machirulismo” son, por ahora, muy graciosas. No hemos llegado, yo creo, a un momento de una conciencia masculina comprometida, excepto en circuitos muy exclusivos, todavía muy larvales, de algunas ciudades. 

En Buenos Aires, por ejemplo, hay una movida de hombres académicos anti patriarcales. Pero después se produce una especie de actitud, la del “como si”. Entonces actuamos “como si” comprendiéramos el feminismo, “como si” comprendiéramos los movimientos de las minorías sexuales, “como si” comprendiéramos la necesaria condición interseccional del feminismo revolucionario (que es tener en cuenta que no todo se trata de una cuestión de género, sino que ahí están la clase y la raza para decir todo el tiempo que la justicia es tan anterior como la injusticia del mundo).

De modo que todo esto que yo puedo decir aquí, en una entrevista, me alegra inmensamente de que no esté en la novela. En ella ofrezco la oportunidad de sumergirse en jardines y en la subjetividad de un pibe que intenta deconstruirse. De hecho, cuando en Buenos Aires intentan presionarme para que diga que es una novela autobiográfica, les digo: ¿Ustedes se dieron cuenta de que el narrador no garcha, es decir, no folla? Entonces es ficción. [Ríe].

A veces se le niega el pasado a la literatura queer, es decir, la enmarcan en textos que abordan eventos nada documentados, de trascendencia y tránsito corporal hoy más aceptados, de paradigmas rotos y justo de todo lo que se sale de la normativa pero en el presente y casi mirando hacia el futuro. Usted, en cambio, escribe sobre la orientación sexual de Humboldt, entre otras, haciéndonos ver que hay mucho de queer en repasar eventos históricos que han sido solapados o contados a medias. ¿Qué piensa?

Imagínate que Carlos Linneo logra construir su Systema Naturae (1735)  y todas las enciclopedias que publica fundan la botánica moderna y crean el sistema de nomenclatura binómica que menciona el nombre de la planta y luego tiene la letra del descubridor,  es decir, la L de Linneo.  Las plantas tienen muchos nombres de otros botánicos de esta red inmensa, una mafia internacional, que gozaba de los privilegios de los estados imperiales, porque querían hacerse del conocimiento del mundo para fortalecer su condición imperial, porque estaban en plena disputa y en plena guerra. Francia por un lado, Alemania por el otro, Inglaterra por el otro, España por el otro, Portugal por el otro… De modo que esto era una red de lo más posmoderna de hombres, todos varones, porque no he encontrado mujeres en esa historia y debe haberlas, como en todo (siempre mujeres ocultas que hicieron el trabajo después usurpado por varones que se llevaron sus glorias y sus dineros). 

Pero ese no fue el objetivo de mi investigación, mi objetivo fue realmente comprender la lógica genealógica de Linneo, quien es convocado para hacer el jardín de un multimillonario dueño de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales, y quien tenía los barcos comerciales que salían hacia las colonias. Entonces Linneo sube a cada barco, va a cada destino del mundo entero, desde Oceanía hasta África, pasando por América Latina, y consigue información y catálogos de plantas con la ayuda de hombres llamados por él como Los 17 apóstoles. 

Mi fantasía marica es que esos apóstoles eran todos sus efebos, sobre todo jóvenes y hermosos. Uno de ellos era Dahl, y lo menciono porque su apellido le da nombre a las dalias aztecas. Esos apóstoles eran machos sobándose el lomo entre ellos regalándose nominaciones botánicas y volviéndose célebres y eternos en el nombre de los vegetales. Esta es la lógica que funda la naturaleza moderna y occidental. 

Eso es queer…

Es evidenciar la gerencia de lo natural en manos de varones. Estos apóstoles arrasaron con todos los conocimientos previos, destruyeron todas las identidades de los pueblos originarios y de todas las colonias, y construyeron un conocimiento que se volvió europeizante y anticolonial y que prevalece hasta hoy. 

¿Cómo llegamos de Carlos Linneo y su imperio a Alba y su jardín cultivando dalias? Que nunca supo, hasta que se murió, que las dalias eran mexicanas mientras todas las tardes sacaba la maleza de su huerta. Esas elipsis de sentido son las que me obsesionan más allá de la novela. Ahora, ¿qué hago con todo esto? ¿Será mi condena periodística? ¿Será que lo real me sigue importunando y tocando la puerta y jodiéndome? ¿Por qué no me puedo relajar y encerrarme a inventar historias? Me lo pregunto. 

Durante la pandemia aumentó un cierto interés por dos modos particulares de vivir: el nomadismo por un lado y, por otro, salir de la ciudad y anclarse a una superficie donde sea posible untarse las manos de tierra, como en su caso. El latifundismo, sin embargo, sigue teniendo un carácter muy colonial. ¿Se lo cuestionó?

Yo detecto la diferencia: descubro las jardineras de derecha, descubro que la jardinería es un hobby de mujeres, no solo patriarcales, sino profundamente anti feministas como Josefina, la pareja de Napoleón que amaba las flores. Descubro que a quien le gusta la jardinería puede manifestarse en contra de las leyes de aborto. Rubias de zona norte con maridos empresarios que tienen sus propias empresas de jardinería porque es su pasatiempo. Pero hay un enorme prejuicio con el que carga el placer pequeñoburgués progresista en este continente, y es que nadie tiene derecho a vestirse bien, a ir de vacaciones a buenos lugares y hacer uso de sus dineros o a drogarse con las drogas más exquisitas porque tendría que estar pagando pecados en vida, ¿no? Incluso aquellos que somos hijos de campesinos y proletarios, primeros universitarios, que no le pedimos absolutamente nada a nadie jamás, que no pertenecemos a las elites que gobiernan las culturas de las principales ciudades de este continente, en donde los apellidos se repiten hace generaciones de generaciones…

…Y endogámicamente

Endogámicamente. …Entonces no podrías ser frívolo si sos intelectual, no podrías disfrutar de la música popular sin mancharte y salir de la lógica de un sujeto que habita el mundo sólo en relación a su experticia y su conocimiento, y en relación a otros que tienen otra experticia y otros conocimientos. Parte de la crisis de la academia tiene que ver con ese nivel de endogamia. No hay discusiones en bares, no hay discusiones en borracheras y que no se lleva a la anfibiedad de la vida misma. Donde no se pone en juego la crítica mordaz y lapidaria a la que los argentinos, por suerte, estamos muy acostumbrados. 

Por eso agradezco mi exilio: haber crecido en una cultura en la que la discusión interpersonal, política, cultural, es permanente, y el desacuerdo es permanente. Un desacuerdo fundado en la afectividad. En esta cosa italiana, gritona, exorbitante, desmesurada, de peleas nocturnas que se resuelven después con un abrazo y que no requieren de unas ceremonias decimonónicas para demostrar que no soy mala persona. Estar en desacuerdo significa justamente eso: la honestidad que permite el crecimiento maravilloso de los vínculos, el fortalecimiento a partir de ciertas diferencias. 

Me interesa mucho tu pregunta, porque en algún momento la editora me preguntó si era bueno que yo contara que el narrador se construye una piscina, y no me acuerdo si puse que la piscina es de piedra bali, una piedra inmensamente cara que logra aumentar cuatro grados la temperatura del agua porque retiene el calor del sol. 

La jardinería misma es una experiencia carísima y burguesa. Fue proletaria en manos de mi abuela cuando vendía flores para los vecinos proletarios que iban a visitar a sus muertos. Pero cualquiera que quiera emprender la experiencia hoy, se va a sumergir en un mercado infernal de semillas que provienen de Holanda, porque los bulbos de las dalias más preciadas provienen de allí. Estuve a punto de traficar bulbos ahora desde España porque una de las entrevistas que me hicieron fue en una floristería increíble del centro de Madrid. Me negué porque, como siempre, la política termina arruinando la vida y ahora soy militante de las nativas, con lo hermosas que son las dalias. 

Sepan que también hay jardines de izquierda, no se preocupen. Yo sigo teniendo un corazoncito de pequeño burgués que me obliga a sostener todavía en mi jardín una parte sumamente inglesa, con el modelo de Gertrude Jekyll, porque no dejo de embelesarme con esa belleza clásica. Entonces, desde mi más profunda condición nativa, me doy el permiso, porque a quién le tengo que consultar para apreciar lo que tengo ganas de apreciar, ¿o acaso el deseo se decide?

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