Estudiante de doctorado en Geografía de Rutgers University y visitante en Universidad del Valle.
08.12.2022
En Los Reyes del Mundo, la nueva película de la aclamada directora colombiana Laura Mora (Matar a Jesús (2017), Antes del Fuego (2015), El robo del siglo (2020), Pablo Escobar: El Patrón del Mal (2012), cinco jóvenes de las calles de Medellín parten en busca de una tierra prometida a través del conservador paisaje rural de Antioquia. Subvirtiendo los géneros de los pioneros y de las pandillas juveniles, el estilo autodenominado “épico-punk” de Mora desvela la necrópolis de una sociedad atada a la concentración de la tierra, al patriotismo y al extractivismo incesante. A través de actos comunitarios de cuidado y rebeldía, los chicos refutan y transforman la violencia extrema de la masculinidad colombiana. Siguiendo a la socióloga Rita Segato, Los Reyes del Mundo es un rechazo al mandato de la masculinidad. Una masculinidad caracterizada por la acumulación del capital, que castiga a quienes se niegan a “mostrar y demostrar que tienen la piel gruesa”.
Su viaje comienza huyendo en una bicicleta sin pedales de una pelea a machetazos en medio de una calle concurrida por carros y transeúntes. Ra, el joven de 19 años que lidera la banda que protagoniza la escena, recibe una carta en la que se le comunica que, gracias a la aprobación en 2011 de la Ley 1448, la Ley de Víctimas y Restitución de Tierras, es el destinatario de una pequeña finca propiedad de su abuela fallecida.
La cuestión de la tierra es inseparable de las historias de violencia que estructuran la sociedad colombiana, así como de la larga historia de lucha por la reivindicación y liberación territorial de las comunidades obreras, campesinas, afrocolombianas e indígenas de Colombia. En el discurso oficial, el Acuerdo de Paz de 2016 significaría la resolución pacífica del conflicto armado de más de cinco décadas entre el Estado y la guerrilla de las FARC. El Acuerdo iniciaría un nuevo período de reformas agrarias redistributivas y resolvería la violencia paramilitar y la narcoviolencia. El primer componente del Acuerdo de Paz fue el proyecto masivo de la Reforma Rural Integral basada en el mejoramiento de la vida de los campesinos de Colombia, de sus comunidades y de las personas expulsadas de la tierra debido al conflicto. Al menos tres millones de hectáreas serían retituladas a los campesinos, dando prioridad a las personas que habían sido despojadas por la violencia rural (cumpliendo con la Ley 1448 de 2011 que solo había redistribuido alrededor de uno de los tres millones de hectáreas). Estos terrenos, denominadas “tierras baldías”, están poblados en su mayoría por pequeños agricultores con poco poder institucional y sin títulos formales de propiedad. Seis años después de los acuerdos de paz, sólo se ha devuelto el 16 % de los 3 millones de hectáreas prometidas.
El proceso legal de redistribución de tierras se ha visto obstaculizado una y otra vez debido a una combinación de inacción gubernamental (totalmente saboteado durante la administración de Iván Duque), la violencia paramilitar, y la expansión del extractivismo minero y agroindustrial en las “fronteras” agrícolas de Colombia con el fin de controlar los antiguos territorios en los que operaban las FARC. El conflicto se ha prolongado, y las represalias contra líderes sociales de distintos sectores ha aumentado a un ritmo vertiginoso. En julio de 2020, los proyectos de reinversión y reincorporación del gobierno habían llegado a menos del 30 % de los excombatientes. Las masacres de exmiembros de las FARC también se han disparado, rememorando el exterminio de los y las integrantes del partido político Unión Patriótica en los años 80. Además, aunque los acuerdos afirmaban que el Estado proporcionaría alternativas viables para los campesinos que producen cultivos comerciales de coca y marihuana, el Programa de Sustitución de Cultivos de Uso Ilícito (PNIS) ha fracasado, con escaso apoyo material, sumado a la persistencia de la erradicación forzada de los cultivos. Quinientos años después de los conquistadores, el robo y la extracción de tierras siguen siendo una de las contradicciones centrales de la sociedad colombiana.
Tras recoger sus pocas pertenencias, los chicos se montan en un camión de 18 ruedas que atraviesa a toda velocidad los pasos altoandinos. Ra y Nano están enganchados al camión, dirigiendo sus bicis mientras se aferran a las cuerdas, mientras que los demás – Culebro, Sere y Winny – los celebran alocadamente, corriendo sobre barras de acero, blandiendo cuchillos, fumando porros y tomando selfies. Cuando Ra y Nano hacen piruetas imposibles y, en un momento dado, se desenganchan y sobrepasan el camión en un paso de montaña escarpado, el público de clase media en el teatro del Museo de la Tertulia de Cali jadea audiblemente ante su desquiciado y libre gusto por la libertad. Muchachos como ellos y multitudes de otros ni/nis (“ni trabajan, ni estudian”) compusieron las primeras líneas de los paros nacionales del 2021, ejerciendo modos de vida antiautoritarios y anárquicos predicados en prácticas de colectividad y justicia fuera de los marcos jurídico-legales.
Mora puso en escena a actores naturales que vivían en condiciones precarias en Medellín. Así, Los Reyes del Mundo se siente en conversación con la película de Sarah Minter de finales de los años 80, Nadie Es Inocente. Nadie Es Inocente documenta íntimamente las actividades y la estética de “Los Mierdas Punks”. Los Mierdas son un grupo de chicos que viven en los barrios pobres de la periferia de Ciudad de México. Entre ellos se forman vínculos familiares comunales de punk mientras recogen la basura de los vertederos, inhalan drogas y asisten a shows en ocupaciones ilegales. Las dos películas tratan de la ternura y de las relaciones familiares posibles entres los muchachos que existen fuera del machismo y de los modelos aceptables nucleares.
En Los Reyes del Mundo, Mora describe audazmente cómo los chicos sufren, pero no reproducen, tipos de brutalidad masculina diseñados para prevenir la disidencia y preservar estructuras sociales centenarias arraigadas en la violencia (neo)colonial, como el robo y la desigualdad. Los chicos se enfrentan a formas de violencia omnipresentes, pero no caen en el escapismo nihilista ni en la esperanza en las formas de justicia del Estado liberal como el reconocimiento y la recuperación. En el proceso producen mundos que, aunque limitados y sobredeterminados, son lugares potentes y hermosos de posibilidad, ternura y justicia queer. Más que una identidad visible, estética o esencialista, los chicos practican una forma de compañerismo que va más allá de la hermandad tradicional, remodelando las expectativas de género normativo. En Los Reyes del Mundo, no se encuentra una expresión de la vida queer en las banderas del arcoíris, los espectáculos de drag u otros espacios y representaciones asociadas a las comunidades queer. Lo queer se manifiesta en la formación de una unidad familiar no normativa y no reconocida por el Estado que le arrebata terreno a las normas masculinas de cómo manejar la propiedad para la generación de riqueza capitalista. Los chicos crean su propio mundo queer por vivir fuera de las leyes y procesos estatales reformistas, por inventar formas de vida que son criminalizadas y castigadas. Los chicos niegan las esperanzas de un futuro regido por la sociedad heterosexual —la misma que ha capitulado la homosexualidad ante el reconocimiento del Estado—. Refutar las normas masculinas y ser pobre sin tierra los somete a todas las formas horribles de violencia estatal y extraestatal que regula el cuerpo tanto como la tierra. El viaje de los chicos plantea cuestiones políticas y éticas irresolubles sobre cómo vivir con la lenta violencia estatal y extraestatal en el perdurable presente poscolonial y en el exceso de horizontes liberales de reforma constantemente aplazados.
Para llegar a la finca de Nechí, en el Bajo Cauca, una región de tierras bajas del extremo norte de Antioquia, los cinco jóvenes deben atravesar extensas regiones ganaderas, la patria del expresidente de ultraderecha, Álvaro Uribe Vélez. La historia de Antioquia, como departamento, ha sido narrada a través del arquetipo del colono agricultor blanco y masculino basada en los procesos de migración colonial interior de principios del siglo XIX y en estándares raciales europeos. Este arquetipo ha reproducido nociones idealistas del paisaje rural colombiano, eclipsando la violencia y el genocidio que subyacen a las formas históricas y contemporáneas de apropiación de tierras y recursos. Al llegar a la tierra de Nechi, los chicos piden indicaciones a una pareja de ancianos negros que descansan en el porche de su casa. Cuando la cámara se desplaza al interior, se revela una casa de fantasmas. Los árboles crecen a través de las paredes. Las habitaciones tienen paredes desmoronadas y muelles de cama oxidados. Ninguna superficie está libre. Mora medita sobre la extinción a medida que se desarrolla en el tiempo, mostrando los modos de vida duraderos de los aún no despojados. Los ancianos viven en una finca que ocupa un sitio minero del futuro que aún no ha llegado. Pero como Marx describió hace dos siglos y Nazih Richani trata en el caso de Colombia hoy, los valores de la tierra son especulativos hacia el futuro y a los inversionistas les importan poco las actuales prácticas de vida existentes.
La desaparición por el robo de tierras y el extractivismo de minería y agroindustria no significa sólo un caso de eliminación física, sino el marchitamiento de los medios de vida, de las conexiones sociales y ambientales, también la eliminación de epistemologías enteras. Como historiadora ambiental, Diana Valencia-Duarte ha escrito sobre la descampesinización en Colombia entre 1961 y 2013 por supuestas reformas agrarias que en realidad favorecieron la producción agrícola industrial. Como resultado de eso, explica, los conocimientos campesinos y las relaciones con la tierra también se han perdido por no estar articulados a las preocupaciones del mercado. En medio de las ruinas no hay esperanza de que los conocimientos de la pareja de ancianos se transmitan a generaciones futuras de campesinos. Aun así, ellos dan la bienvenida a los niños, dándoles instrucciones y comida para su último tramo.
Así, Mora crea un paisaje rural que funciona como una morgue rica en biodiversidad, en el tráfico comercial y en vías fluviales fangosas. En secuencias similares a las del Infierno de Dante, los chicos atraviesan una serie de espacios arquetípicos y simbólicos congelados en la tradición, en el juego de roles masculinos y en el productivismo (o las zonas de sacrificio que produce el productivismo). Pocos hablan, y con el silencio se reproducen siglos de dominación a través de la costumbre, el miedo a las represalias y la lealtad. En una parada de camiones nocturna, hombres con sombreros de vaquero y ponchos juegan al billar en silencio y de forma ominosa mientras el camarero se niega a servir a Ra. El equipo se marcha abatido, pero no resignado, raspando sus machetes contra los marcos de los camiones. Más tarde, caminando por la fría y lluviosa noche, lanzan piedras para romper las luces de la calle.
En una noche magnífica y absolutamente extraña en un burdel, los chicos bailan suavemente con prostitutas de edad avanzada, una escena de cuidado maternal en lugar de conquista sexual. En un momento de presentimiento, la cámara pasa de una de las mujeres que acaricia la cabeza de Nano a un manto con una bandera del escudo nacional con las palabras bordadas a mano, “Libertad y Orden”. Por la mañana, los chicos se paran avergonzados y tímidos fuera del burdel antes de desatarse en un ritual de baño comunitario. Se restriegan los cuerpos entre ellos y se lanzan estruendosamente a un tanque de agua de cemento. Mientras se secan al sol de la mañana, capturan a un gallo y le echan humo de hierba en los ojos para drogarlo. La cámara se detiene en un primer plano de la piel limpia y enjabonada de Culebro, que acaba de ser bañado por su familia elegida. Sin embargo, durante el desayuno, el ambiente cambia rápidamente al mencionar su objetivo de recuperar la finca. “Mejor no mencionarlo”, menciona la jefa del burdel, es “complicado”. Unos minutos más tarde, un anciano encorvado, sentado en una esquina de la habitación, insulta a Culebro, el único chico negro.
Los pequeños momentos de cordialidad y hospitalidad nunca se libran de la amenaza de represalias violentas. Los insultos prefiguran el asesinato de Culebro en un rancho de ganado con fachada de iglesia rural (o viceversa). Mientras los otros escapan, Mora muestra la fuerza del racismo anti-negro en el país (y más amplio como una dinámica estructural a nivel global). Lo que hace habitable el viaje, al menos por momentos, es lo que ha hecho habitables sus vidas en Medellín: una forma de amistad queer, un espacio subcultural que no pretende un afuera a la violencia ni se vuelve complaciente, callado o consumido por su omnipresencia. La película muestra cómo, frente a un paisaje de muerte evidente y oculto, los chicos viven de la violencia pero no como esa violencia, reinterpretándola y reformándola a través de una mezcla de vandalismo selectivo, de defensa colectiva y de juego brusco entre ellos. Sus formas de autoprotección no buscan infligir más dolor o violencia sino escapar de la trampa de la violencia cíclica y, de alguna manera, escapar de este mundo por completo.
Y, sin embargo, ser un mestizo ni/ni (y no indígena o afro) es poco consuelo (y los chicos no muestran ninguna jerarquía racial interna manifiesta dentro de su grupo). Cuando los miembros supervivientes llegan a la tierra reclamada, se encuentran con una banda de jóvenes (entre ellos los fantasmas de los fallecidos Culebro y Nano) y con jornaleros que asesinan a los chicos para defender la expansión necrocapitalista de la minería de oro que ahora está invadiendo la finca de Ra. Antes de llegar a la finca, los papeles de reclamación habían sido anulados por la oficina regional de Restitución de Tierras.
Los procesos oficiales de restitución significan muy poco sin una política liberadora y masiva. Más que una política sencilla y reformista, se requiere la recuperación y liberación directa de tierras, especialmente de los suelos más planos y productivos. Volver a ocupar tierras tendría que vincularse con la regeneración de vida y no con la expansión de capital. Por eso, dicha recuperación requiere el desaprendizaje de las formas histórico-políticas del machismo y el racismo que apoyan los modelos colonial-capitalistas que producen tanta desigualdad. Para los chicos en Los Reyes del Mundo, acceder a la finca es una sentencia de muerte, pero en el camino nos muestran el tipo de ternura y determinación que toda política liberadora debe aprender.
La elección de Gustavo Petro y Francia Márquez ha generado una esperanza generalizada de una posible transformación más profunda de la sociedad y del acceso a la tierra en Colombia. Sin embargo, muchos grupos indígenas, entre ellos quienes participan en procesos de Liberación de la Madre Tierra, ven la promesa de cambio con escepticismo mientras continúan con procesos de ocupar y liberar tierras a través de acciones fuera de los procesos del Estado. Si después de 500 años los modos de acumulación del capital y sus ganadores y perdedores siguen siendo en gran medida los mismos, ¿deben grupos rurales que han directamente invadido tierras dejar de realizar estas acciones y depositar su fe en las reformas políticas aspiracionales? ¿La presidencia de Petro realmente indica un cambio institucional? Y si así es, ¿cómo van a materializar el cambio? ¿Es este el momento en que el Estado va a priorizar la vida y el acceso a la tierra (no se las puede separar) de las comunidades indígenas, afro, y campesinos de Colombia? Para muchos campesinos críticos del militarismo del Estado y de la actividad paramilitar (históricamente directamente vinculado), el desarme de las FARC no ha contribuido a la paz sino a la expansión de megaproyectos mineros y agroindustriales, también a los asesinatos de líderes rurales.
Para los ni/nis en Los Reyes del mundo existe una percepción similar de la falacia de la reforma, y por ello, son conscientes de los tipos de cuidados clandestinos necesarios para esquivar o sobrellevar la violenta tormenta del liberalismo y de la apropiación territorial. En esta tormenta, el Estado opera en un tiempo mítico de llegada siempre diferido, se mueve en una línea de tiempo congelada, un proceso oficial que guía los movimientos de la vida de los pueblos mientras los destruye. Aquí el Estado se manifiesta ya sea como una fuerza civil que regula todas las normas —las interfaces de la violencia y el cuidado, los insultos raciales, los límites del movimiento espacial— o como violencia en bruto. Esta mezcla —la acumulación de violencia por un lado y la regulación civil de las vidas ligadas al capital por otro— es, por supuesto, uno de los principales dinamismos del capitalismo racial.
Tras fracasar en la adquisición de la tierra en la oficina de reclamaciones y antes de llegar a la granja familiar convertida en vertedero y cementerio, Ra, Winny y Sere entran a un bar cotidiano de la pequeña ciudad de Nechí, Antioquia. Lleno de parejas heterosexuales que bailan entre ellos y de hombres melancólicos que se ciernen sobre botellas de licor, los chicos hacen queer la cumbia. Se abrazan, bailan alocadamente y se burlan de la rigidez corporal masculina y de los rituales de baile con el sexo opuesto. Al final, los hombres gruesos echan a los niños del bar y les dan una paliza en la calle. En una alusión directa a las protestas de primera línea de 2021 que sacudieron la nación y pusieron a prueba la legitimidad del presidente derechista Iván Duque, las medidas de austeridad de COVID-19 y el statu quo capitalista racial del país (vea, por ejemplo, en Cali, la representación en las protestas de los barrios obreros y marginales, los barrios Afros y la llegada de las mingas indígenas en apoyo), los tres chicos, golpeados, sin pertenencias y sin lugar a dónde ir, proceden a bloquear una carretera con fuego a las afueras de Nechí.
En la escena quizas más conmovedora de la pelicula, antes de su asesinato, Ra, Winny y Sere dibujan el contorno de la futura granja en los desechos mineros arenosos que se derraman en su tierra. Finalmente, después de tanta emoción por llegar a la finca, colapsan en los brazos del otro, acostados con sus cuerpos enredados, acariciándose suavemente el uno al otro bajo el sol de la tarde que se desvanece. No hay subtexto mórbido para este enredo masculino sudoroso sino la manifestación de nuevas relaciones que unen a las personas, a la tierra y a los sueños en una red subversiva y queer que se mueva de otra manera no regulada. Subvirtiendo las premisas institucionales y morales de la masculinidad, el reformismo y la violencia estructural, Mora crea geografías móviles punk de (in)dignidad, inventando mundos inconmensurables que nunca buscan reconocimiento ni permiso. En un mundo destrozado, el espacio habitable se crea a través de actos de rebeldía cotidiana, incluso, o especialmente, cuando éstos son inseparables de los actos de supervivencia. En lugar de caer en las trampas de la esperanza o el nihilismo, los chicos muestran que mantener nuestros sueños cerca produce espacios de cuidado comunal queer que cosen un tejido tierno a través y contra la pesadilla violenta de la sociedad capitalista tardía.
Gracias a Daniela Mosquera Camacho (@dmosquerac1) por ayudarme a clarificar y mejorar las ideas para esta reseña y por su feedback valioso en el proceso de traducción.