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La embajada del Pacífico en Bogotá

Secretos del Mar no sólo es el primero de muchos restaurantes de comida del Pacífico en Bogotá. Es, además, epicentro de activismo y militancia de un pueblo al que la violencia y la miseria han obligado a vivir en el destierro.

por

Gabriel Corredor


05.09.2015

Jesús Hermides Alomía baja apuradamente las angostas escaleras de madera cargando platos con cunchos de sopa, pedazos de patacón y espinas de pescado. “No olvide traer las servilletas”, “¿cómo va el arroz de coco?”, pregunta Alomía a sus empleados. Está en Secretos del Mar, el primero de muchos restaurantes de comida del Pacífico que hoy existen en el barrio la Candelaria del centro de Bogotá.

Chucho, como todos lo conocen, atiende con un suculento desayuno a Luis Fernando Arias —indígena kankuamo y consejero mayor de la Organización Nacional Indígena de Colombia (ONIC)— quien comparte mesa con un grupo de activistas afro.

Secretos del Mar es casi invisible para el que no ha escuchado de él o al que le falla el olfato. Una puerta pequeña, una plaquita sumergida en la pared exterior blanca, un aviso viejo de madera y otro más nuevo impreso en plotter y colgado de una puntilla. Pero este restaurante, creado por Chucho en 1986 sobre la carrera quinta, entre calles 12b y 12c, es desde hace años uno de los puntos de encuentro más importantes que tienen los afro Pacífico en Bogotá.

“Esos son los dos patrimonios baluartes que tenemos los negros en Bogotá: el restaurante de Chucho y la Casa de Delia Zapata Olivella, también en la Candelaria”, dice Fulgencio Yanguiz Espitia, un líder afro, mientras participa en una manifestación contra los recientes homicidios de dos jóvenes en Cazucá, la frontera entre Bogotá y el municipio de Soacha.

El restaurante es un sitio de tertulias, una plataforma de activismo político, un lugar de buena comida de mar y un espacio para la hermandad espontánea de muchas personas que encontraron allí una embajada de sus tradiciones a cientos de kilómetros de su lugar de origen.

 

 

Mincho y las Esther sirviendo el almuerzo en Secretos del mar

Olor a Pacífico

El movimiento de ollas, arroz y pescado se inicia a las 8 de la mañana. A esa hora, la puerta, una reja metálica verde que apenas se ajusta con pasador, está abierta. El ambiente del primer piso se llena con el olor del agua de panela con jengibre y canela que toman los empleados y el del sancocho de mojarra negra que sirven para atender la reunión del segundo piso.

“Casi nunca desayunamos así”, explica Esther, una de las cocineras, que llegó de Buenaventura a Bogotá en 1986, a los 14 años.

Pero hoy aprovechan. Ajenos a las discusiones políticas, los cuatro empleados que están a esa hora alternan sus labores con el sancocho de pescado. Este lo comparten con otros dos paisanos que se sientan en las mesas del primer piso: un empleado ocasional de Bamboleo, el bailadero vecino que también es propiedad de Chucho, y un profesor amigo que lee concentrado la pantalla de su computador portátil.

En Secretos del Mar todos son paisanos aunque provengan de lugares alejados geográficamente en la Costa Pacífica.

“Es un sitio donde nos sentimos como en casa independientemente de que unos sean de Buenaventura (Valle del Cauca), otros sean de Tumaco (Nariño, cerca de la frontera con Ecuador) o de Guapi (Cauca)”, explica Mayra García Rojas, una abogada que almuerza allí todos los días.

Como Chucho, los cinco empleados del restaurante son de Buenaventura salvo Paola, una caleña joven de familia chocoana que tiene el porte y la estatura de una atleta profesional de salto largo. Antes de barrer, trapear y limpiar las mesas, ella desayuna llevándose a la boca pedazos grandes de pescado y sacando con destreza las espinas.

Antes del ajetreo del almuerzo, cuando el pescado empieza a cocinarse despacio, hay tiempo para sentarse y hablar de la vida. Paola cuenta que su favorita es la mojarra negra y se queja de que su hijo se está portando mal en el colegio.

Mincho, empleado y medio hermano de Chucho por parte de mamá (son ocho los hijos de ella y 52 —sí, 52— los del papa de Chucho), lleva a la cocina una bolsa azul llena de hierbas —cilantrón, poleo, tomillo y laurel— que las cocineras atan en pequeños racimos. Luego los sumergen en la enorme olla del sancocho burbujeante y los licúan para, al final de la cocción, hacerlo parte definitiva de la sopa. En el suelo de la cocina hay costalados de plátano y yuca, y bolsas de pescados como la picúa —como se le llama en muchas partes a la barracuda—, bagre y lenguado.

En la mañana, lo primero que las mujeres de la cocina ponen en las ollas es el arroz —de coco y blanco. Luego lavan los pedazos de pescados con agua, sal, limón y vinagre “pa’ que boten la baba” —el sabor extraño que les deja la congelación y el viaje de más de 500 kilómetros desde el Pacífico hasta Bogotá— y los ponen a sudar despacio en agua. Entonces, poco a poco, el olor penetrante del pescado y los condimentos domina en el lugar y llega hasta la calle. Fue ese olor el que hizo que Alí Bantú Ashanti, originaria de de Timbiquí (Cauca) y estudiante de derecho de la Universidad Autónoma, descubriera el restaurante mientras caminaba por la calle. Es olor a Pacífico.

Y las culpables de tales aromas de recuerdos de infancia son tres cocineras: dos mujeres llamadas Esther y una llamada Dominga. La más alta de las dos Esther es media hermana de Chucho. Habla con dulzura mientras pica sobre una tabla de madera montones de zanahoria y habichuela para la ensalada. Tiene 42 años, dos hijos grandes e independientes, dos que dependen de ella y cuatro nietos a los que les pide que le digan “mamita” en lugar de “abuela” para no sentirse vieja.

—No es que uno en el cuarto piso sea remayor —aclara—. Pero ya cuando uno sube al quinto, ¡ay!, ahí sí ya está viejito.

—Yo creo que uno es viejo por el espíritu que mantenga —le responde, reflexiva, Paola, sentada sobre una banca al otro lado del mesón de la cocina.

Su rutina es la de muchas mujeres que asumen la crianza de los hijos sin prácticamente ninguna ayuda de los hombres. Esther se levanta a las 4:30 a. m. para hacerles el almuerzo, bañarlos, vestirlos y llevarlos al colegio antes de las 6:00 a. m. Entonces, antes de ir a trabajar, pasa por donde su hija para ayudarle con los cuidados de sus tres pequeños.

—Los hombres son rápidos para hacer hijos —dice esta mujer de ojos de miel oscura, la misma que tenía 14 años la primera vez que sintió el frío bogotano—, pero malos para mover un dedo por ellos.

En un día sin desayunos de trabajo Chucho sería parte activa de los preparativos necesarios para que el restaurante pueda, a las 11:30, atender los primeros clientes que empiezan a llegar. Salvo la cocina y la limpieza, muchas de las tareas del restaurante se reparten, así que a primera hora Chucho puede estar llevando y trayendo bolsas con harina, aliños o borojó, doblando cuidadosamente las servilletas, o partiendo y exprimiendo limones para licuarlos con cáscara y mezclarlos con las panelas que se dejaron disolviendo en agua desde el día anterior en una caneca plástica.

Cada mañana Chucho bien puede ser visto pelando a machetazos temerarios los cocos que serán parte de las comidas del día. Parece siempre a punto de quitarse un dedo de la mano izquierda mientras los golpea con el arma vieja, oxidada, más ancha y corta que un machete normal, pero lo único que cae al piso son pedazos duros de cáscara marrón. Al final, un machetazo directo y el coco es puesto sobre un tarro plástico para que vacíe allí su agua. Luego, contra un rallador de aluminio apoyado sobre una bandeja esmaltada, Chucho arranca la pulpa blanca que las cocineras ponen en la licuadora dos veces para extraer la leche de coco. Es un esfuerzo por hacer que la comida sepa como en su Buenaventura, donde este suelta la grasa sin más ayuda que el calor de la olla y el aire húmedo del mar, y la pulpa se raspa con conchas de Piangua, un molusco que se extrae del barro cuando la marea baja y el fondo de los manglares queda al descubierto.

Muy poco ha variado esta rutina en la vida de Chucho desde que, hace casi treinta años, abrió el restaurante mientras estudiaba derecho en la Universidad Autónoma de Colombia.

 

Hoy, el almuerzo es pescado frito, arroz con coco, patacón y ensalada. Cuesta $10.500.

Los paisanos

Al mediodía de una tarde de marzo de 2015, las conversaciones, el ruido de cubiertos metálicos y platos con el almuerzo del día —sancocho de pescado o sopa de queso, pescado frito sudado, yuca o plátano, una ensalada sencilla, arroz de coco o blanco— se disputan el espacio con los sonidos provenientes de dos grandes televisores, uno en cada piso, con las noticias. El sitio está lleno de clientes, desde policías hasta algunos extranjeros que entran sin saber muy bien qué esperar. Chucho, como todos los días, está al frente del servicio. Atiende a las personas, toma sus pedidos, carga bandejas con limonada y jugo de borojó, lleva y recoge platos, recibe los pagos y devuelve el cambio.

Nadie parece notar que las paredes del primer piso de Secretos del Mar están forradas con un popurrí político de izquierda de Guerra Fría y de activismo afro. Pegadas sobre bases de madera hay muchas, muchas, fotografías del Che Guevara —entre otras, su retrato más famoso y una caminata triunfante por las calles de La Habana tomado por el brazo de Fidel—, imágenes de Nelson Mandela, Martin Luther King, Malcolm X, Jaime Pardo Leal y un listado con los próceres afrodescendientes de la independencia de Colombia.

La base de ladrillos anaranjados de la barra sirve también para avisos temporales: el joven candidato Alí Bantú a la Lista Nacional Afrodescendiente Nº 4 del Polo Democrático, el Festival Encuentros de Sabiduría Ancestral Afrocolombiana, la convocatoria para una movilización de respaldo a la Revolución Bolivariana frente a la embajada de Venezuela.

Sobre la barra hay volantes en los que se convoca a la unidad para luchar por los derechos de las poblaciones afrodescendientes y en televisión el noticiero de Telesur mueve a sus usuarios digitales con el hashtag #MiDecretoParaObamaEs, presenta a varios jóvenes rusos solidarios con el gobierno de Maduro y resume el perfil del recién fallecido Carlos Gaviria, exmagistrado de la Corte Constitucional y una de las figuras más importantes del derecho en Colombia.

El primer piso, reducido por el baño, la cocina y la barra —detrás de la cual están la caja registradora y los refrigeradores de la comida y las bebidas—, tiene mucho menos espacio para las mesas y bancas de madera que el segundo. Arriba, el paisaje es menos político. En lugar del Che, en las paredes de azul claro hay colgadas muchas fotografías de Buenaventura, desteñidas por el tiempo y puestas sobre marcos de plástico con vidrios que parecen haber dejado de protegerlas hace años.

Los clientes más cercanos a Chucho, los paisanos, suelen llegar directamente a las tres mesas del primer nivel o a la barra. Muchos son abogados o activistas, como una señora de turbante a la que todos llaman Profe Nelly y que en plena hora del almuerzo se levanta y dice en voz alta:

—Yo reconozco que Chucho fue el que empezó acá el trabajo con las comunidades afro, pero ahora se volteó —y, tras abrazarlo, agrega: —lo que pasa es que yo le digo de frente lo que pienso.

Casi todos esos paisanos se conocieron allí porque en Secretos del Mar existe una atmósfera poco común en Bogotá, donde se puede conseguir una familia adoptiva, donde es fácil iniciar una conversación con un desconocido.

—El lema nuestro es que si aquí llega un paisano o una paisana no se acuesta sin tomarse aunque sea una sopa, pero cuando nosotros llegamos las cosas eran mucho más difíciles —afirma Chucho, de mirada seria, siempre sereno.

Las vidas negras importan

En cierto sentido, paisano es un sinónimo de desterrado. Sin importar si llegaron a estudiar derecho o a cocinar en restaurantes, en 1978 o en 2010, ellos han sido desplazados por la violencia o por la falta de oportunidades en regiones en que la desidia del Estado y la corrupción local han extendido por demasiado tiempo las desigualdades heredadas del sistema de castas de la Colonia.

Para dar una muestra, de las 23 ciudades estudiadas por el Departamento Administrativo Nacional de Estadística (Dane) para su informe de 2014 sobre pobreza monetaria y multidimensional, Quibdó, capital del Chocó, ocupa el primer puesto tanto en pobreza monetaria (46,2%, casi la mitad de sus habitantes), como en pobreza monetaria extrema (14,5%). En cuanto al indicador de pobreza multidimensional, que mide condiciones educativas, laborales, de salud, infantiles y de acceso a servicios públicos y vivienda, la región Pacífica (sin incluir al Valle en las estadísticas) compartió en 2014 el último lugar con la región Atlántica.

Más alarmante aún: Chocó es el departamento que más porcentaje de personas tiene en el índice de necesidades básicas insatisfechas de 2011 (81,94%) y en la miseria (25,78%). Cifras similares, aunque menos dramáticas que en el Chocó, se ven en muchos municipios del litoral Pacífico. En cambio Bogotá, la ciudad que aparece mejor, tiene apenas un 9,16% de personas con necesidades básicas insatisfechas y al 1,37% en la miseria.

A Buenaventura ya no se puede ir tranquilo. A Tumaco tampoco. Ambos puertos son el campo de batalla de organizaciones que luchan con sevicia por el control del contrabando, el tráfico de armas y de drogas. El desplazamiento en los municipios del Pacífico ha marcado los mayores índices nacionales en los últimos años. La pobreza, la mortalidad infantil y el analfabetismo son absurdamente mayores que el promedio nacional, mientras el ingreso per capita y la escolarización son inadmisiblemente menores.

Muchas personas huyen de las ciudades del Pacífico, especialmente de Buenaventura, pero también de otras como Tumaco. Según cifras de la Unidad para la Atención y Reparación Integral de Víctimas (UARIV) los mayores picos de desplazamiento nacionales ocurrieron en 2002 (669.538 personas) y en 2001 (593.009 personas), momento desde el cual las cifras han venido disminuyendo paulatinamente. En el 2014 habrían sido expulsadas de sus territorios 158.650 personas, un número menor que sigue siendo, en todo caso, escalofriante.

Sin embargo, pese a la disminución nacional, son los ciudadanos de la región del Pacífico los que más han empezado a desplazarse recientemente. Según la Consultoría para los Derechos Humanos y el Desplazamiento (Codhes), en 2014 los departamentos con mayor tasa de desplazamientos fueron, en ese orden, Chocó, Cundinamarca, Nariño, Cauca y Caquetá. Especialmente por la creciente violencia en el Pacífico, después de Bogotá los municipios que mayor cantidad de desplazados recibieron fueron Buenaventura, Medellín, Tumaco, Cali, Popayán y Pasto. A la mayoría de ciudades, como casi todos los desplazados, estos afros llegan a poblar los cinturones de pobreza y a vivir en la marginalidad.

—En Buenaventura se vivía muy rico, la gente era muy amable, muy tranquila —cuenta la cocinera Esther.

Todos dicen que quisieran volver, pero pocos creen poder hacerlo más que de paseo. Chucho lo sabe, todos lo saben, lo han vivido y lo recuerdan. En la cartelera que hay a la derecha de la puerta del baño y a la izquierda de una neverita de Coca Cola hay pegados recortes de El Espectador: “Ya son 18 muertes en Chocó por diarrea”, “Cómo crear una cultura euroafricana”, la columna de opinión de César Rodríguez Garavito, director del Observatorio de Discriminación Racial de la Universidad de los Andes: “Las vidas negras importan”.

Como para que nadie olvide su causa.

 

 

La noche

El ruido del gentío nocturno que abarrota el primer piso espanta los fantasmas de la Candelaria. Se los escucha comentar con una contundencia que muchos bogotanos confunden con agresividad las jugadas importantes de los partidos de dominó, parqués y fútbol, y se ponen de pie para discutir si Varela fue el más grande de la salsa en Colombia. Toman cerveza o whisky o viche, el destilado de caña de la Costa Pacífica, producido en alambiques artesanales y dudosamente envasado en botellas de Aguardiente Néctar.

Así suena la noche en Secretos del Mar.

Vigilando las mesas y la entrada, en una banca alta detrás de la barra y apoyado sobre la caja registradora, Chucho lee en silencio un ensayo de 1993 del filósofo estadounidense Richard Rorty: ‘Derechos humanos, racionalidad y sentimentalismo’. Saluda al que llega con un choque del puño cerrado y vuelve a clavar sus ojos, tras unas gafas de marco delgado, en las fotocopias. Es reservado y bajito, imperturbable, tiene 56 años y está terminando la especialización en Derechos Humanos de la Escuela de Administración Pública (ESAP). A Bogotá llegó a terminar el colegio en 1978 y a la Autónoma entró a estudiar derecho —después de fracasar en dos intentos de estudiar medicina en la Universidad Nacional, de hacer dos semestres de educación física y otros dos de biología y química— apoyado por el líder de la Unión Patriótica, Jaime Pardo leal, su maestro, a quien conoció cuando militaba en la Juventud Comunista (JUCO). Como Pardo Leal, muchos de los estudiantes universitarios con los que empezó en el colegio sus lecturas de Mao, Lenin y Marx, fueron acribillados durante los años ochenta.

Son las 8 de la noche. En el ambiente se confunden la salsa —hombres que bailan y cantan brevemente— y la narración de algún juego de la Copa Libertadores se intercala con las noticias de Telesur. Aún hay aroma a pescado frito, al sancocho y al ceviche que comen algunos, pero ya no es el olor lo que manda en el lugar. El Pacífico está en las voces, en el juego, en las personas que, como inmigrantes, se reúnen cotidianamente para no olvidar su humor propio y para preguntar por el enfermo que hace semanas no ven. Tras la hermandad rural y la bulla del ambiente se esconde una compleja diversidad.

—Ese ‘tombo’ ya me había anunciado que si me cogía descuidado por ahí me pegaba un tiro. No entienden la esencia del rastafari —cuenta un señor flaco y alto, con dreads cortos y canosos, y cuya única muestra de lujo son las gafas Ray-Ban.

Lucas, un vendedor de artesanías que se ubica frente a la estación de Alcalá, al norte de la ciudad, toma sancocho y come sierra frita, con una cuchara y los dedos de la mano derecha. Algunos bromean: saben que fuma marihuana y dicen que es mejor no coger su maletín para no meterse en problemas. Su cena esa noche corre por invitación de Arturo Grueso Bonilla, un hombre grande, que viste sombrero blanco y una especie de guayabera con diseño de hojas flotando sobre un fondo de agua azul, y al que varios universitarios le hacen consultas.

Arturo sale y vuelve a entrar al restaurante con un paquete de varias ramas de eucalipto que empaca en una bolsa negra. Las lleva para poner debajo de la cama y varios de los asistentes, entre ellos el rastafari y un abogado delgado y alto de pañuelo de seda en el bolsillo del blazer, se roban una ramita para “la protección”.

 

 

Biólogo de la Universidad Pedagógica, Arturo es la cabeza de la Lista Afrodescendiente Nº 4 del Polo, la misma que está promocionada en la base de la barra. Él es también un babalawo, sacerdote yoruba, y tiene desde Cuba la misión de formalizar esta religión en Bogotá.

De lejos parece duro, hosco. Es imponente en su pesadez. Anda despacio, se acomoda con cuidado en una silla de madera, pero habla con resolución y voz firme. Explica que estuvo en Cuba para poder ser babalawo, pero que aún le quedan más de 18 rituales por hacer. Se queja de que en Puente Aranda el alcalde local no quiere organizar ningún evento para conmemorar el 21 de mayo, día de la afrocolombianidad, bajo el argumento de que en la localidad no hay afros.

No entienden, dice, que más allá de si hay o no, el objetivo de la fecha es reconocerlos frente a toda la sociedad como parte esencial de la construcción de la nación colombiana. En esa fecha, en 1851, se abolió la esclavitud en el país, pero a pesar del tiempo pasado aún siguen existiendo en el imaginario colectivo numerosos estereotipos negativos sobre los afro. Peor que la discriminación abierta, dice, es la invisibilización silenciosa, soterrada, que ha sufrido la población negra en Colombia.

Arturo sube al segundo piso para reunirse con varios actores con los que discute colaboraciones para su campaña. Abajo, los demás reparten whisky Buchanan’s en copitas plásticas aguardienteras y apuestan cantidades benévolas de dinero en sus partidas de dominó, cartas y parqués.

Chucho es el centro silencioso de este enclave del Pacífico en Bogotá que en su época de gloria recibió todos las sábados al poeta Manuel Zapata Olivella, el más importante escritor afrocolombiano, para un espacio de tertulias llamado ‘El Quilombo’. El poeta de Santa Cruz de Lorica, Córdoba, murió en 2004, pero Secretos del Mar sigue en pie, recibiendo ahora a los que entonces no pasaban de los 20 años.

A las 11 de la noche, cuando se cierren las puertas, se retiren los asistentes y se acaben las partidas de dominó, Chucho continuará hasta la madrugada su trabajo en Bamboleo y se levantará temprano al día siguiente para ir a clase. Cuando se le pregunta por qué mantiene sus negocios a pesar del ritmo de trabajo y de que podría vivir del ejercicio del derecho, responde sin dudar:

—La independencia en todo el sentido de la palabra. Nunca he trabajado para alguien más, siempre he vivido de mi propio esfuerzo.

Pero no es solo por él. Ningún paisano —ni los abogados, ni las cocineras, ni los estudiantes, los activistas o el rastafari— le dejaría acabar Secretos del Mar. Su cierre, la muerte de este sitio, sería como un nuevo exilio para ellos.

 

[ED: JCC/AGD]

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