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Revolución molecular disipada y otros monstruos debajo de la cama

No sorprende que Álvaro Uribe hable de un concepto filosófico de Guattari para describir la movilización social contemporánea en Colombia. Lo emplea, incluso, como hipótesis en su intento de explicar que algo rompe con los patrones tradicionales del status quo y la política tradicional.

por

Juan Ricardo Aparicio

@AparicioCuervo

Profesor del Departamento de Lenguas y Cultura de la Universidad de los Andes.


05.05.2021

Ilustradora: Ana Sophia Ocampo

Nos deja estupefactos, por decirlo diplomáticamente, cuando un neonazi como el chileno Alexi López utiliza conceptos filosóficos de Gilles Deleuze y Felix Guattari como el de la revolución molecular disipada para intentar comprender los movimientos sociales contemporáneos y las recientes movilizaciones. Pero causa menos sorpresa cuando lo hace el expresidente Alvaro Uribe Vélez buscando darle sentido a las actuales protestas sociales en Colombia, así como a las amenazas que parecen desplegarse por ellas. El que pronuncia Uribe Vélez es un argumento que pretende ser “filosófico” para comprender lo que aparentemente es un “nuevo fenómeno” de la movilización social.  

Y no causa tanta sorpresa que tanto Uribe como otros y otras comentaristas de los fenómenos vividos en la Colombia contemporánea empleen esas teorías como hipótesis, porque lo hacen en su intento de explicar por qué lo que estamos presenciando es algo novedoso, algo que rompe con los patrones tradicionales. Quieren denunciar que hay desorden: caos. Que apareció un nuevo monstruo debajo de la cama.

Armas de los débiles

Estos usos oportunistas de la filosofía de los que echan mano “pensadores” de la derecha no son para nada novedosos. Y no solo lo han hecho con Deleuze y Guattari, recientemente también se ha mencionado desde el mismo extremo criollo a Gramsci y el famoso Marxismo Cultural como el nuevo enemigo que hay que enfrentar. Todos estos esfuerzos desesperados, sin embargo, recuerdan el estudio que el Gobierno de Washington le encomendó a la Corporación Rand, de orientación de derecha y vinculada con el sector militar en los Estados Unidos, ante su confusión por los patrones de movilización como los presentados en Seattle en 1999, Génova 2001 o el mismo zapatismo mexicano desde 1994. 

La etiqueta utilizada para darle sentido a la revuelta social fue entonces la de movimientos “antiglobalización” o anti-sistema. Por eso, el fenómeno no es fresco, pero es inédito para quienes no comprenden o no quieran comprender las famosas “armas de los débiles” de las que alguna vez escribió James Scott. 

Las armas de los débiles componen un concepto para explicar patrones o comportamientos repetidos que no tienen acceso a una dimensión pública, precisamente por el riesgo que supone ser expuestos a campo abierto y, como no lo tienen, emplean disrupción, cortes, barricadas, confusión y hasta un disfraz, parodia, máscaras y humor para afirmar su existencia. Por eso, si se toma en serio la acrobacia de Uribe con Guattari, pasa que ese poder toma los patrones como si fueran un nuevo interlocutor, un interlocutor no previsto, y los enmarca dentro de un concepto con el que sea posible reaccionar a esa perplejidad, diagnosticar el miedo, mientras que todos, asimismo, nos dedicamos a la batalla por las ideas, una práctica central en el quehacer del pensamiento crítico.

Por eso mismo es que hay muchos queriendo señalar a Petro como responsable de la movilización social que tenemos ahora.

Y quizás tomarnos en serio a Uribe supone también relacionar esa perplejidad con un entendimiento bastante tradicional de la movilización social, tanto de la derecha como de la izquierda en nuestro país, y es la idea de que hay un líder que arrastra “la masa”. Que todavía existe la jerarquía, la homogeneidad recostada en la verticalidad, el partido, las reformas, en dos palabras: la política tradicional. Desde esta noción, el pueblo es percibido como una multitud irracional, inconsciente y carente de voluntad. 

Habría que esperar desde esa postura ortodoxa que siempre exista un líder, un partido político o una organización (incluso proveniente de los adversarios) que arrastre, que conduzca y adocrtrine la masa, pues esta per se no se movería hacia ningún extremo. Por eso mismo es que hay muchos queriendo señalar a Petro como responsable de la movilización social que tenemos ahora. Y no sobra mencionar que hace mucho tiempo Max Weber hablaba de un político de convicción, aquel con carisma para convencer a sus seguidores, una noción todavía existente en ambas puntas del diámetro político. Lo paradójico es que de un lado a otro siempre se ha percibido un poder subterráneo y sinuoso, una pre-política. El mismo Marx se refería de forma similar a los anarquistas como adeptos a un “poder irracional y poco serio”. Pero, en definitiva, se trata de la usual prosa de la contrainsurgencia, como diría el intelectual Ranajit Guha.

Pues bien, la reciente acrobacia intelectual con Deleuze y Guattari de Alexis López y su eco en la voz de Alvaro Uribe Vélez son la demostración perfecta de cómo se suceden los intentos por comprender lo que aparentemente se sale de los marcos tradicionales y oficiales de pensamiento político. Se trata de una lectura y una particular selección de la monumental y muy amplia obra de estos pensadores con lo que, más que hablar de movimientos sociales en un registro empírico, intentan movilizar y pensar una ontología en sí misma apegada a la noción de un nuevo realismo. 

En sus difíciles libros tales como El Anti-Edipo (1972) o Mil Mesetas (1980) de la serie Capitalismo y Esquizofrenia, Deleuze y Guattari hacen un monumental intento por posicionar una filosofía del devenir partiendo de filosofías afectivas y contra-estatales como las de Spinoza y Pierre Clastres y en contravía de una filosofía de las certezas, lo fundacional y las esencias. 

Deleuze y Guattari nos invitan a abrazar la heterogeneidad y la multiplicidad, a inaugurar un pensamiento posfundacional no basado en un registro empírico, sino en su capacidad afectiva de exceder la codificación, la axiomatización del lenguaje y también del Estado y, más recientemente, del Capital. Es famosa su noción tanto del concepto (o la ontología) del rizoma como la de una unidad heterogénea, múltiple e hiperconectada así como la de los agenciamientos colectivos; todos conceptos que pertenecen a un campo extraño a cualquier registro esencialista y fundacional, homogéneo, de unidad y coherencia. Pero así como hay excesos o devenires y hasta puntos de fuga, siempre hay procesos también de territorialización, de des y reterritorialización. 

Han existido, por cierto, lecturas que ubican a estos pensadores solamente desde el ángulo de la desterritorialización o el rizoma o de sus famosas máquinas de guerra. No es mi intención corregir estas lecturas ni determinar cómo deben leerse a autores que siempre vieron sus obras como “cajas de herramientas” sino, quizás, el de recordar las radicales apuestas por pensar una ontología relacional, posfundacional y de la multiplicidad.

Lo que refleja al parecer es una perturbación y una sacudida de nuestros mismos hábitos de pensamiento, de nuestros privilegios y de nuestro mismo entendimiento del orden establecido.

Es por lo mismo que no sorprende la selección descontextualizada que hizo Alexi López del concepto de revolución molecular disipada. Descontextualizada, además, porque escoge un concepto y lo saca de su necesaria discusión ontológica, materialista y afectiva, algo que da cuenta de una simpleza y ligereza en su lectura filosófica. Pero tampoco sorprende porque refleja su pavor y su apego a una visión estrecha de la disciplina. Refleja, también, su facilismo y su compromiso con una visión sesgada del poder y, por supuesto, nada de esto es gratuito dentro de la lucha hegemónica que busca, entre otras, otorgarle sentido al mundo. 

Lo que es claro es que desde los movimientos de esclavos buscando su libertad, pasando por los movimientos campesinos y sus ocupaciones de tierra, por la misma Comuna de París y su uso de las barricadas, por los movimientos indígenas y su reclamo de autonomía y territorialidad, por los usos de las redes sociales y el mismo hacktivismo, pasando por el poder y por la estética queer, siempre ha existido el socavón y la política subterránea, móvil, afectiva e involucrada en diferentes temporalidades y que rehúsa a ser identificada con una identidad, con un líder y con la organización perpendicular. 

Siempre ha existido esta otra forma de hacer política, esa revolución molecular disipada, que nunca hemos querido tomar en serio por nuestros privilegios, por el temor patológico a la “masa desenfrenada”, a la “chusma liberal”, al “pueblo” y, por supuesto, por la estrecha relación entre la defensa y reproducción del status quo y su concepción de la política tradicional. 

En últimas, lo que la teoría de Alexi López utilizada por Uribe refleja es más que una nueva historia sobre un “nuevo enemigo” interno. Lo que refleja al parecer es una perturbación y una sacudida de nuestros mismos hábitos de pensamiento, de nuestros privilegios y de nuestro mismo entendimiento del orden establecido. Seguimos, a fin de cuentas, hablando del miedo frente un fantasma que recorre el mundo y que no es otro que el de las violentas contradicciones que nos estallan en la cara y que se han hecho aún más evidentes en la pandemia. Para enfrentar todos los artilugios y simplificaciones de las teorías, están los monstruos debajo de la cama. Y ojo, pues esos monstruos no son responsables de ser parte de la utilería de nuestros políticos de turno.

 

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Juan Ricardo Aparicio

@AparicioCuervo

Profesor del Departamento de Lenguas y Cultura de la Universidad de los Andes.


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