Por una metamorfosis de las arengas en Colombia

La elasticidad del insulto hace parte de fenómenos discursivos globales relacionados con las varias crisis de las prácticas democráticas y el ensanchamiento de las disputas por el relato. Como todo asesor político sabe hace mucho tiempo, el juego de la representación se juega con las cartas de las emotividades. Lo saben ellos, empiezan a aprenderlo lxs ciudadanxs.

por

Juan Álvarez

@_JuanAlvarez_

Escritor. Investigación creativa del Instituto Caro y Cuervo • PhD en estudios culturales de la Universidad de Columbia.


01.06.2021

Ilustradora: Ana Sophia Ocampo

Colombia cumple un mes en las calles. La movilización social ha reivindicado su derecho a expresarse en el espacio público en medio de una crisis de salud pública que se lo arrebataba. Ha sido un mes en el que casi se tumba al Ministro de Defensa por el exceso de la fuerza pública a la que él da órdenes, aparentemente, pero 69 de más de 100 congresistas votaron en contra. Y aunque no pasó, sí vimos caer cuesta abajo estatuas de colonos y también hundirse una reforma tributaria. La juntanza, sus cánticos y batucadas pretenden, pese a todo, sonar más duro que las peroratas políticas de quienes poco solucionan la crisis y, en lugar de eso, la agudizan.

Por eso en Cerosetenta buscamos al escritor Juan Álvarez, autor entre otros del libro INSULTO: Breve historia de la ofensa en Colombia (Planeta, noviembre del 2017), para entender por qué, en la práctica discursiva de la protesta social, se camufla el insulto y en qué sentido ocurren sus detonaciones.

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La disputa democrática ha sido siempre una disputa en y por el relato. Los ocho años del gobierno Uribe (2002 – 2010) reclamaron el uso de la fuerza como monopolio del Estado y al mismo tiempo, en ese reclamo, monopolizaron el relato público convirtiéndolo exclusivamente en relato alrededor del orden público. 

El Acuerdo de paz (2016), la desmovilización de la guerrilla más antigua del continente, aspiró a una profundización de la democracia y con ello a la apertura también de la disputa territorial y simbólica por el lenguaje. Ya no es, ya no puede ser, el orden público, el único problema a debatir en Colombia. Y las movilizaciones sociales y populares, que venían teniendo lugar antes de la pandemia, antes incluso del gobierno de Iván Duque, son la expresión transparente de esa demanda por el enriquecimiento, entre otras cosas, del debate público nacional y territorial.   

Hace una semana el Colectivo Nieme, que trabaja desde la cultura pop y el ciberactivismo para desdoblar la memoria nacional y amplificar el relato de las víctimas, revisó minuciosamente algunas arengas de la movilización y cuestionó parte de su contenido y su forma expresiva, precisamente porque advirtieron que algunas de dichas arengas, los carteles, los consignas de la movilización, al tiempo que eran populares, eran excluyentes y discriminantes. Así lo corroboraron también lectores en Twitter al señalar como, por ejemplo, en uno de los lugares históricos de resistencia LGBTIQ+ de Medellín, el Parque de los Deseos, a gritos se oía:  ♫ Poronponpon, poronponpon… El que no salte es uribista maricón

Este gesto del Colectivo Nieme, este detenerse hoy en el lenguaje de la protesta, quizá haga parte de un esfuerzo por esculpir el discurso de la movilización social, es decir, esculpir la expresión popular. Interpelar las arengas, ofrecerles a ellas el brazo blando y amistoso de la corrección política, quizá pueda ser parte también de la práctica democrática entendida como confraternidad.

Pese a la mala fama que las inercias discursivas de la exclusión han querido construir alrededor de la llamada corrección política, esta puede ser leída, justamente, como una búsqueda de encuentros mínimos entre antagonistas ideológicos en el espacio público es espacio público que también es el lenguaje. Una mesa, si quieren, servida para ambos, donde los platos, los cubiertos y la comida de ambos, no han sido escupidos antes de ellos sentarse a comer.  

Editar la discriminación

Es paradójico que las arengas de la movilización social contengan discriminaciones. Uno espera de esta manifestación, con la que se siente identificado, capacidad de acoger la propia diversidad social que está expresando. Al tiempo, no es paradójico, porque esa sociedad civil que se está expresando es ella misma una sociedad traumada, discriminatoria, homofóbica (aún), y es entonces comprensible que en las pancartas y en las arengas haya tintes de esa condición nuestra en construcción. 

Cuando dos personas con afinidad ideológica se cuestionan entre sí sus arengas, no solo las están sofisticando instantáneamente, también están pasando al ejercicio convencional y clásico de la edición, que siempre es un acto de cariño y de crecimiento mutuo, y no de censura llana como hemos llegado a creer. ¿Qué escogemos como arenga? Independiente de lo que escojamos, o del canto popular al que nos colguemos, se trata de una interlocución microscópica en la que ya existe también la semilla de la afinación que es la semilla del crecimiento discursivo.

Todo esto ocurre entre aquellos que aceptan el pacto democrático. Aquellos afuera, aquellos para quienes la democracia es performatividad y teatro para falsear, esconder o disimular intereses privados por fuera de la ley, la arenga es otra cosa. Y de eso no se trata ni esta nota ni este debate. 

En el caso del Parque de los Deseos, en Medellín, un espacio reclamado y ocupado por comunidades diversas que aluden a Uribe como maricón, lo que se está perdiendo de vista, o lo que no se está leyendo, es la diferencia entre la grosería llana y el insulto como elaboración. 

El ángulo de la piedra

Insultar es una elaboración y una preocupación por determinar dónde se golpea y con qué tintes. La grosería, en cambio, es una pedrada que se lanza como cualquier otra. En este sentido, ese “maricón” o ese “cerdo”, que adjetivan al adversario, pueden sustituirse y no pasa nada. El peso gravitacional está en el sujeto a quien está dirigida la pedrada, y no en la materia de esa piedra o en el ángulo de lanzamiento. Las groserías son en parte expresiones desocupadas, sin mucho peso de sentido, menos aún cuando ocurren en la plaza pública y desde el sujeto popular distinto al juez, distinto al representante democrático, lo que no significa que no abran una oportunidad para pensar en todo esto. 

Algo parecido ocurre en las barras de fútbol, que tienen cánticos terribles y que individuos pertenecientes a esa barra quizá no se sienten nada identificados con ellos. Y en buena medida esos cánticos han venido siendo editados. El racismo en la tribuna, por ejemplo, ha sido señalado y existen esfuerzos de extirparlo por completo. Y sin embargo allí, en la tribuna, en su lanzamiento de pedradas verbales, el peso de esas pedradas se diluye y se aminora porque hace parte de un escenario de enfrentamiento deportivo reglado, de un festejo donde los rivales están reconocidos en la estructura misma del encuentro.

Dimensiones globales

Las posibilidades y metamorfosis del insulto son fenómenos discursivos globales relacionados con las varias crisis de las prácticas democráticas y el ensanchamiento de las disputas por el relato. Como todo consultor o asesor político sabe hace mucho tiempo, el juego de la representación política se juega con las cartas de las emotividades. Lo saben ellos, empiezan a aprenderlo los ciudadanos.

Cuando el insulto es aún más visible, provenga de donde provenga, es también más presente, visible y reflexiva la discusión discursiva detrás de la campaña política como ejercicio de movilización emotivas. Interpelar los discursos públicos hace que el sujeto democrático ciudadano se alfabetice sobre cómo ocurre este ejercicio y, en últimas, aprenda a ejercerlo. El caso de la campaña del NO en el Plebiscito es ejemplar. La estrategia fue eminentemente emotiva. Buscaron sacar a la gente a votar verraca. Ahora esa rabia que convocaron está regresando como un búmeran. 

Todo esto pasa a través del insulto, que es el lugar del lenguaje donde se puede entender lo que está ocurriendo en el proselitismo político y contestar desde sus propias prácticas. El caso de la Colombia Humana es otro: al interior del movimiento es manifiesto el lastre o incapacidad de interlocución horizontal y apropiada con el feminismo. Y hay expresiones discriminantes que también existen al interior del discurso feminista en su esfuerzo por distinguirse y reclamar sus singularidades. Así que toda esta discusión hace parte también, justamente, de la dialéctica democrática,

Las arengas y el cartelismo en sí mismo empiezan con el individuo, en su casa, en su barrio, decidiendo qué hace en términos de escritura y pronunciamiento y cómo eso que decide se puede potenciar hoy con las redes sociales que expondrán su cartel. Esas redes digitales hacen parte también de un enriquecimiento de la masa y la muchedumbre, sujetos políticos retratados durante siglos como entidades informes, irracionales, donde desaparecía la fuerza del individuo. Pero ya no es tan simple: está el cartel y su posibilidad de multiplicación digital y en ello el enriquecimiento de la muchedumbre como coordinación y diálogo complejo de escrituras y lecturas. Está la escritura pública, la oportunidad de su edición e interpelación al interior de un movimiento que puede seguir siendo miles de escrituras.

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Juan Álvarez

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Escritor. Investigación creativa del Instituto Caro y Cuervo • PhD en estudios culturales de la Universidad de Columbia.


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