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Plantas de papel: tres acercamientos a la escritura vegetal

Las plantas están ahí y de alguna manera las vemos, pero sabemos poco de ellas. Tres libros que se lanzan en la Filbo hablan de ellas, de su forma de estar en el mundo y de comunicarse. Quizás sea hora de interrumpir el monólogo humano.

por

Lina Vargas Fonseca


01.05.2024

Ilustración: Nefazta

“Vi un árbol”, escribe el naturalista Mateo Hernández Schmidt en Bosques tejidos, uno de los libros que inaugura la colección Muchos Cardos de Laguna Libros. El árbol —sigue— es un amarillo o laurel chaquiro que está en una montaña cerca del municipio de Subachoque, mide más de veinte metros con un tronco de noventa centímetros de diámetro y tiene varios siglos de edad. Hernández nació en Bogotá, después su familia se mudó a Subachoque, y desde niño ha hecho eso: mirar la naturaleza. Observó un frasco con tierra y musgo que encontró en su casa de infancia, una orquídea, el bosque andino. A los nueve años escribió el primero de decenas de cuadernos a los que luego agregó ilustraciones y fotos. Con el tiempo esos apuntes fueron enriquecidos con su trabajo como asesor en restauración de bosques, publicados en un blog y en redes sociales y ahora actualizados en Bosques tejidos, una colección de textos breves sobre amarillos centenarios, chusques y pasifloras. 

Cuando se habla de plantas quizás haya que empezar por ahí, por verlas. 

Hay plantas en todas partes. A lo lejos en la montaña, en la carretera, en materas, en parques, en supermercados para la venta con instrucciones de riego, en cementerios y en las baldosas de la calle. Pero además hay plantas en la literatura. “La materia es casi inagotable”, escribió al respecto en 1907 Maurice Maeterlinck en La inteligencia de las flores

En ese ensayo se lee que el mundo vegetal no es quieto como parece. Que al contrario necesita movimiento y espacio. Que mucho de lo que se cree invención humana ya había sido descubierto por las plantas. Que cuando ellas aparecieron en la Tierra no hallaron modelos para imitar y tuvieron que inventarlo todo. Que se adaptan y superan dificultades con pequeños cambios, ensayos y ajustes metodológicos. Que han perfeccionado sus mecanismos de defensa con espinas, veneno y olores. Que saben acumular experiencia y vincularse con otros seres. Que poseen una idea de la belleza. Que puede que nuestra idea de la belleza sea una copia de la suya. “Todos nuestros motivos arquitectónicos, todas nuestras armonías de color y de luz, etcétera, son directamente tomadas de la naturaleza”, escribe Maeterlinck.    

El logo de la Feria del Libro de Bogotá de este año es una persona hecha de plantas. “Lee la naturaleza”, dice el eslogan y varias de sus charlas tienen títulos acordes como “El lenguaje de la naturaleza” o “Lecciones que germinan”. También, desde luego, hay libros sobre el tema. 

Está, por ejemplo, Todo lo que crece, de la escritora argentina Clara Obligado que habla de naturaleza, exilio y arraigo bajo la idea de que el castigo del Génesis bíblico fue botánico puesto que el paraíso era un jardín. O El pensamiento vegetal. La literatura y las plantas, del escritor y profesor brasilero Evando Nascimento que parte de la pregunta: ¿Piensa una planta? “Si la respuesta es sí —apunta Nascimento—, ¿qué y cómo piensa? ¿Es algo similar al pensamiento humano o completamente diferente?”. O Kaaliawiri, el árbol de la vida, un relato piapoco, un pueblo indígena de la Amazonía, que cuenta el origen de los alimentos cuando Kutzi, el mono de la noche, descubre una piña en un árbol. Eso solo por nombrar algunos títulos. Son muchos. Y casi tan variados como el reino vegetal. Desde vademécums de plantas medicinales hasta libros infantiles sobre el bosque. Desde ensayos que exploran la inteligencia vegetal hasta poesía de los árboles. 

¿Se trata de una novedad editorial? ¿Una tendencia? Si es así, ¿dónde quedan los relatos ancestrales de los pueblos indígenas que dotan de poder a las plantas? ¿O la tradición naturalista? ¿O los poetas científicos como Goethe? Es difícil asegurar que los libros mencionados tengan demasiados rasgos en común, además de una renovada sensibilidad entre sus autoras y autores. Podría decirse, más bien, que las plantas en su enorme variedad propician escrituras igual de diversas. 

Aquí, tres acercamientos a esa escritura vegetal.

En Bosques tejidos las plantas aparecen múltiples como son. Palmas, arbustos, zarzas, trepadoras, bromeliáceas, helechos y flores nocturnas son escritas por Mateo Hernández Schmidt a la manera de una foto o una ilustración botánica: al leer se tiene la impresión de estar viendo, como él hizo, a la planta real. Eso no significa que sea una escritura quirúrgica o distante. Al contrario, aunque no todos los textos están escritos en primera persona, hay un tono reflexivo desde la observación, pero también desde el asombro. Quizás por eso el subtítulo del libro sea Reflexiones de un naturalista. “Se supone que los naturalistas son personajes de otra época como Linneo, Mutis o Humboldt, que fueron reemplazados por geólogos y biólogos, pero yo creo que hoy sigue habiendo naturalistas: personas que aman la naturaleza, aunque no sean expertas”, dice Hernández. 

“Se supone que son personajes de otra época, pero yo creo que hoy sigue habiendo naturalistas: personas que aman la naturaleza, aunque no sean expertas”.

Sus textos refuerzan la idea de que las plantas no son solo las que la gente considera bonitas o útiles. Hernández no jerarquiza. Su atención se dirige “hacia lo que es espontáneo y escapa a nuestros manejos humanos. Hacia lo ‘no útil’, lo pequeño, lo invisible”, escribe. Se refiere a las plantas silvestres, “hierbas que crecen en los prados y entre las grietas del suelo. (…) árboles, arbustos y trepadoras que se propagan por sí solos en rincones de los jardines, en muros, alcantarillas y bordes de los andenes. Suelen ser ignoradas o consideradas un estorbo en la ciudad, cuando se les presta atención. Se le da preferencia a las especies cultivadas, a aquellas que hemos decidido cómo, dónde y cuándo plantar”. 

En ese sentido, Bosques tejidos es una invitación a salir de la huerta y del jardín. A fijar la mirada en otras especies que no sirven para comer ni curan nada. “Estoy pensando en un bejuco de la familia de los sietecueros en un bosque en Antioquia,”, recuerda Hernández. “¿Ese en la mente de quién está? De muy poquitas personas. Por su manera de crecer puede vivir siglos lanzando nuevos brazos. Si se cae echa raíces y vuelve y se levanta. Cuando me lo encontré dije: ¿Qué tal que en otra época, hace mil o dos mil años, haya estado en una montaña cerca y poco a poco haya venido caminando? Uno puede empezar a imaginar cosas. Un día quiero volver a ese bosque a ver si el bejuco sigue ahí, saludarlo. Esas son las plantas que a mí me gustan”. 

Una conclusión podría ser: observar plantas mueve la imaginación humana. 

Las plantas imaginadas, aquellas que aparecen en artefactos artísticos, le interesan al escritor antioqueño Efrén Giraldo que en la Filbo lanza —también en la colección Muchos Cardos de Laguna— Caminos del moriche: cuaderno vegetal de La vorágine

Es un diario de lectura de la novela de José Eustasio Rivera publicada hace cien años, que retoma las inquietudes que Giraldo planteó en su libro anterior, Sumario de plantas oficiosas, ganador del Premio de No Ficción Latinoamericana Independiente en 2022. Ambos son ensayos en un sentido casi literal porque experimentan con la escritura a partir de la nota, el comentario y la entrada de diario —formas un poco marginadas del canon que podrían asimilarse al boceto en arte—, pero que permiten una deriva del pensamiento y la posibilidad de correspondencias. En Caminos del moriche Giraldo avanza con la lectura de La vorágine y cuenta que él y sus dos hijos sembraron unas asclepias a las que ven crecer. Entre tanto, en Sumario de plantas oficiosas se pregunta por un alcanforero del linaje de los árboles que sobrevivieron en Hiroshima y que fue sembrado en la Universidad de Antioquia donde Giraldo es profesor. En ese momento los humanos estaban confinados por cuenta del covid. Ahí, encerrado, Giraldo escribió sobre los bordados de flores que hacen las mujeres de su familia, sobre la poesía de Emily Dickinson, sobre los cuentos vegetales de Quiroga y Lispector, sobre un herbario de plantas fantásticas, sobre el álbum de historia natural de chocolatinas Jet, sobre el eslogan de “La mata que mata” y sobre las plantas invasoras en novelas de ciencia ficción. Y mientras escribía lanzó la pregunta: ¿Esto que estoy haciendo es un libro?     

Por supuesto que lo es porque todo el material reunido está profunda y conscientemente ligado a las plantas. “Las plantas enseñan a escribir”, postula Giraldo en Caminos del moriche.  

Ahora, desde su casa en el municipio de Guarne dice: “Yo creo que estos dos libros dan la impresión de ser una divagación verbal y mental, pero también física, como un paseo. Eso permite establecer una conversación más espontánea. Ese es el secreto del ensayo literario, creo, una suerte de pensar e imaginar simultáneamente, pensar con cierto rigor y a la vez imaginar sin restricciones”. 

En su lectura de La vorágine Giraldo encuentra que Rivera tenía una sensibilidad que lo llevó a escribir atendiendo a las plantas. Por otro lado, valida la posibilidad de que ellas mismas escriban. Para lo primero anota que La vorágine rompe con la tradición colonialista de despreciar lo no humano y darle un lugar secundario, cursi o de decorado en las narraciones. La proliferación de nombres de plantas “es suficiente para empezar a ver una inclinación por la variedad de lo existente”, señala Giraldo, aunque, según descubre, entre todas es el moriche “la primera planta a la que Rivera reconoce como ser”.  

Entonces Giraldo habla de Clemente Silva, el anciano cauchero que para él es el gran personaje vegetal de la novela: “Mi pasaje favorito es un momento en el que Clemente Silva está perdido en la selva con los caucheros antes de que se encuentre con Cova. La vegetación los cubre, se enloquecen, se matan entre sí y este personaje se pone a pensar cómo salir y recuerda a la palma del moriche, que sigue el recorrido del sol. El narrador nos cuenta que Silva se queda doce horas mirando la trayectoria de la planta y tiene una frase muy bella que es como: al entender el derrotero vegetal entendió el derrotero humano”. 

“Nuestra visión de la escritura es antropocéntrica y habría que pensarla fuera de ese ámbito”.

¿Las plantas escriben? Hacen inscripciones, responde Giraldo. Se comunican, producen signos. Son capaces de crear figuras de ramificación, ordenamiento e irrupción. Al diseminarse, extenderse y trasplantarse utilizan estrategias de construcción que se asemejan a la escritura. Hablan, gritan, extravían y envían mensajes. “Lo que pasa es que nuestra visión de la escritura es antropocéntrica y habría que pensarla fuera de ese ámbito”, dice. 

Otra conclusión: las plantas tienen maneras de habitar el mundo y dejan huellas en él. Acercase a ellas podría significar expandir el monólogo humano.  

Todo empezó hace diez años con la pregunta sobre cómo levantar historias en las que pudieran mirarse a ellas mismas para no caminar el futuro a tientas. El verbo levantar lo escogieron porque consideraron que esas historias no debían ser creadas, sino que estaban ahí, en sus propios cuerpos, sin que lo supieran. Diana Obando y Sara Muñoz, autoras del libro Siete plantas: historias de la gente sin nombre, recién publicado por Himpar, están ahora en un café de la librería Hojas de Parra en Bogotá. Obando es escritora (su colección de cuentos Erial ganó el Premio Elisa Mújica de 2022) y ha estudiado cerámica, herbolaria, brujería y onironautismo o la capacidad de soñar siendo consciente de que se está soñando. Muñoz, por su parte, es partera empírica, pedagoga y filóloga. Ambas dictan talleres sobre estos temas que podrían resumirse, como se lee en el libro, en estudiar el cuerpo y sus maneras de entrar en relación con plantas, animales, funga, lugares en el territorio y fuerzas telúricas: las otras gentes. La idea de un libro venía tomando forma y se concretó hace tres años cuando Obando y Muñoz invitaron a cinco mujeres con las que habían trabajado en los talleres y entre todas empezaron a apalabrar las cosas, a darles un nombre. 

Siete plantas es un libro de difícil comparación. No es sencillo categorizarlo y quizás no haya necesidad de hacerlo, aunque podría decirse que se mueve entre la ficción y la no ficción y se nutre del ensayo, el relato y el mito. Obando lo llama un bicho, una chicha en la que mucha gente ha puesto su saliva —una forma tradicional de preparar la bebida— que se fermenta hasta que de allí sale algo que vive o muere. En la primera y tercera parte, hay textos explicativos mientras que en la segunda están los relatos, cada uno escrito por una de las mujeres. En ellos se establecen correspondencias entre una planta —helecho, caléndula, kalanchoe, sauco, ojo de Venus y salvia—, su mito de origen y propiedades y la historia de quien escribe, personal y familiar, su fuerza y dolencias. 

Por ejemplo, el Helecho, la planta que inaugura, integra un mito narrado en un tiempo indistinguible y en clave de predestinación. Enseguida viene la historia: “A los dieciséis años, mi abuela paterna tuvo un accidente que le estropeó la espalda (…) Un año antes del día en que sobé a mi abuela, yo misma había tenido un accidente que acabó desencajándome una vértebra”. Ambas cosas, el mito y la historia, la dolencia y la planta, terminan uniéndose en un sistema que Obando y Muñoz crearon y cuya estructura es decididamente vegetal. El sistema tiene tres elementos que son tres caras de lo mismo: hambre, herida y veneno y su aplicación entraña la promesa de construir una historia entorno a lo que no quiere ser nombrado: lo escondido, lo cercenado y violentado. 

Pero lograrlo no es rápido ni simple. Durante tres años las autoras de Siete plantas se vieron, casi siempre a la madrugada. Dice Muñoz que no querían hacer un vademécum de plantas para aliviar dolores. Tampoco encontrar una solución milagrosa. Querían contar historias. Y para llegar a esas historias, agrega Obando, se vieron a sí mismas como mujeres mestizas y acudieron a lo que ellas llaman un conocimiento promiscuo que toma por igual de la academia, las tradiciones ancestrales, la sabiduría popular, la oralidad y el cuerpo.  

Ahora sí se habla más sobre las plantas, celebran ellas. Así como hace unas décadas la vista se alzó al cosmos, hoy se fija en la tierra. Eso no solo tiene que ver con una crisis medioambiental, sino con la irrupción de relatos feministas, antirracistas y decoloniales que rompen jerarquías, señalan heridas históricas y amplían el espectro en términos políticos. Pensar en colectivo, vincularse, saberse rodeado de otros seres. Quizás esa sea la última conclusión. 

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