Alguna vez, mientras preparaba un reportaje sobre transexuales, una mujer me dijo: “Cuando uno se apropia de las palabras, estas dejan de herirlo. Si me gritan puta, yo respondo: puta y a mucho honor”. Entre más lo pienso, más cierto me resulta. Machorra, puta, marica. Incluso lesbiana. Todas se hacen insultos en la boca el agresor.
Hay inclusión, pero al mismo tiempo no. Y el problema no siempre viene de afuera. Hay quienes se hacen autogoles y se sienten muy cómodos en su propio don’t ask don’t tell
Nos hemos vuelto más tolerantes, decimos. Que el amor es amor en cualquiera de sus formas. Que el género se construye, que la identidad sexual es una elección libre. La ley lo garantiza: hay matrimonio, hay adopción, hay castigos para el que discrimina. Pero al mismo tiempo, hay machorras que deberían ser más delicadas o maricas que botan muchas plumas. Mujeres trans a las que matan en la madrugada y políticos que gobiernan con la sotana puesta.
Hay inclusión, pero al mismo tiempo no. Y el problema no siempre viene de afuera. Hay quienes se hacen autogoles y se sienten muy cómodos en su propio don’t ask don’t tell. Que no se esconden, pero no se muestran. Que no quieren ser discriminados, pero tampoco quieren cargar banderas. Que prefieren venderse humo con esa falsa declaración de principios que defiende la igualdad ignorando la diferencia.
Nos hemos vuelto más tolerantes, decimos. Pero al mismo tiempo hay quienes se dejan vencer por el machismo y los prejuicios. Maricas, pero machos. Lesbianas pero femeninas. Quienes no se apropian de las palabras con todas sus sílabas, quienes no dicen: “Puta y a mucho honor”. Pareciera que vamos ganando la guerra, pero al mismo tiempo seguimos perdiendo batallas.