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El Monumento a los Héroes es una metáfora ciudadana

¿Cuál es la diferencia entre los mazos oficiales que rompen el monumento y los jóvenes que lo pintan en la protesta? El patrimonio autorizado vs. la resignificación colectiva.

por

Manuel Salge Ferro y Luis Gonzalo Jaramillo E. del Observatorio del Patrimonio Cultural y Arqueológico OPCA


27.09.2021

Ilustración por Ana Sophia Ocampo

El 23 de septiembre no fue un día más en la larga historia de Bogotá: la acción de una cuadrilla de obreros con mazo, overol y casco, que diligentemente despellejaban la estructura del Monumento a los Héroes lo convirtió en un día memorable. 

Ese monumento, ubicado en el separador vial dónde la Avenida Caracas se convierte en Autopista Norte en Bogotá, y que se convirtió en uno de los puntos de encuentro álgidos en las jornadas de movilización social del este año, será demolido para abrir paso a la última estación de la línea inaugural del metro de la ciudad.

Su demolición, sin embargo, es una noticia vieja: esas obras están previstas desde la aprobación del trazado del metro en 2010, y a finales de 2019 la Empresa Metro de Bogotá y la Sociedad Colombiana de Arquitectos lanzaron un concurso público para el diseño del anteproyecto de lo que sería el Nuevo Monumento a los Héroes. 

Aún así, las redes sociales y los medios de comunicación estallaron cuando, refiriéndose a la obra, la alcaldesa señaló: “de manera que lo que es monumento es el Bolívar ecuestre [la estatua que encabezaba el monumento] y se trasladará al jardín de las hortensias. El resto de la estructura no es monumento nacional, no es monumento ni patrimonio cultural”.   

Esta declaración puso en evidencia que lo que estaba ocurriendo era mucho más profundo que la simple acción de una cuadrilla de obreros que cumplían con la ejecución de un proyecto de movilidad urbana, resultado de una serie de estudios previos. 

Y que lo que se haría era desmontar un edificio carente de valores excepcionales, mientras se protegía la escultura de Bolívar y se daba paso a la construcción de un nuevo espacio adjudicado por concurso para uso y disfrute de los habitantes de la ciudad. 

La razón es que hay dos resoluciones polémicas y enfrentadas: la primera del 13 de enero de 2006 donde se incluye el monumento como Bien de Interés Cultural del distrito y se explicita que sus elementos patrimoniales corresponden a “todo el conjunto” del bien. 

La segunda, del 29 de mayo de 2019, en la que a partir de una solicitud de la Empresa Metro de Bogotá se pide “excluir de la categoría de patrimonio” el monumento. Según los apartes de la reunión del Consejo Distrital de Patrimonio Cultural del 19 de abril de 2019 donde se discutió el tema, tras una serie de malabares por parte de los consejeros de patrimonio de la ciudad, se concluyó que no es necesario excluir la condición, sino que se debía aclarar que sólo la escultura ecuestre hacía parte del Monumento. 

Para justificarlo argumentaron que ya existe un concurso en marcha, el ruinoso estado de conservación del bien, la imposibilidad de su traslado y la inexistencia de una ficha individual de registro del mismo. Y además, recurren a la Resolución 395 del 22 de marzo de 2006 del Ministerio de Cultura en la que se expresa que todos los monumentos y esculturas anteriores a 1920 son patrimonio de la Nación, señalando que, en este caso, el pedestal monumental de 1962 se debe considerar un objeto aparte de la escultura de Bolívar que data de 1910. 

El rollo del patrimonio

Todo este enredo de normas expresa con claridad dos grandes problemas del sistema del patrimonio en el país. Por una parte, la conformación de los Consejos de Patrimonio, que responde más a intereses políticos que técnicos, y es más un coro de la administración que un órgano de consulta especializado. Por la otra, la superposición de normas locales y nacionales, que por cuenta de la mala aplicación de las competencias sirve en este caso para mezclar peras y manzanas, usando una norma genérica nacional para responder a una solicitud puntual de carácter local. 

Y más allá de eso, el desconocimiento general sobre la gestión del patrimonio. Que cuando menos, debería estar clara para los consejeros, pero que en este caso omite la existencia de toda la segunda fase del Inventario de Bienes Muebles en el Espacio Público de la ciudad adelantado en 2014 y cuya ficha correspondiente al Monumento de los Héroes lo describe como un “conjunto escultórico compuesto por la escultura ecuestre de Simón Bolívar, un pedestal monumental y una plataforma”.

Cabe recordar que la ficha incluye la descripción de su forma y materiales, un registro fotográfico del bien y su contexto, planos detallados, un estudio de su estado de conservación, su historia y un ejercicio de valoración. Y, que, además, el monumento en conjunto con los otros bienes muebles de la zona tiene un detallado Plan de Conservación Preventiva que garantiza su permanencia en el tiempo y sirve entre otras cosas para establecer el valor del avalúo que cubre la póliza de la custodia del Instituto Distrital de Patrimonio Cultural, que para el Monumento a los Héroes es de más de mil trecientos millones (1.304.241.259 para ser exactos).  

El derrumbe de pasados en disputa

Ahora bien, usando esa ficha cabe hacer un excurso sobre la historia del monumento. En 1952 el presidente Roberto Urdaneta Arbeláez ordenó la creación de un monumento que honrara a los militares fallecidos en la guerra de Corea y a los militares muertos en el país. Este se ubicaría en los predios del antiguo Lago Gaitán específicamente en la Avenida Paseo de los Libertadores. El diseño fue encargado al arquitecto Angiolo Mazzoni y al escultor Vico Consorti, quienes junto a la firma de arquitectos J. Vásquez Carrizosa proyectaron un conjunto con enormes piscinas, estatuas en bronce, una plazoleta y una torre de 57 metros adornada con altorrelieves que sería la sede de la Academia de Historia y el Museo de las Glorias Civiles y Militares de Colombia.  

Esta obra inconclusa sería retomada por el general Gustavo Rojas Pinilla quien presentó una nueva en la Primera Exposición de Obras Públicas efectuada en el Museo Nacional en 1956. En 1963, bajo la administración del presidente Guillermo León Valencia Muñoz y con motivo de los 130 años del natalicio del Libertador y el día de la Armada Nacional, se inauguraría oficialmente el Monumento, compuesto por una plaza de armas, un edificio principal enchapado en piedra de tres pisos y dos sótanos y una estatua ecuestre del Libertador Simón Bolívar fabricada por Emmanuel Frémiet proveniente de la desmembración del Parque de la Independencia y que desde 1958 permanecía en el vivero El Campín. Para ese momento se contemplaba también que sería la sede de la Academia de Historia y del Museo de Armas. Posteriormente, se inscribieron los nombres de los batallones que lucharon por la independencia y el testamento político de Bolívar sobre el edificio que quedó convertido en un pedestal monumental. 

El discurrir de la vida del monumento no paró allí y es así como en abril de este año 2021, estalló una protesta social, que, si bien había sido contenida por la pandemia, no soportó el peso de una reforma tributaria y llevó al país entero a manifestarse. De ese mes queda un recuerdo amargo de la acción policial, muertos y una lista larga de violaciones a los derechos humanos. Y desde el filtro del patrimonio, un ataque a monumentos y esculturas en todo el país. 

¿Qué diferencia existe entonces entre la cuadrilla de cascos amarillos que demuele el monumento con sus mazos en el marco de la primera línea del metro y los jóvenes de cascos amarillos que lo pintan y repintan en el marco de la primera línea de protesta?

La acción contra estos bienes no es nueva, incluso los manuales de conservación preventiva y los institutos de conservación y restauración desde hace décadas incluyen estas acciones como uno de sus riesgos. Es más, la primera Convención de Unesco sobre patrimonio de alcance planetario está pensada para la protección de bienes en contextos de conflicto armado. Si se quiere, la novedad es el ataque a los bienes que representan pasados en disputa. México, Chile, Ecuador hacía años transitaban por este camino. 

El derrumbe de la escultura de Jiménez de Quesada en el centro de Bogotá por parte de indígenas Misak arrastraría una discusión amplia sobre la historia, la memoria, la identidad, la herencia y la tradición. Haría rasgar las vestiduras de los conservadores que anteponen el objeto a su significado. Llevaría a perder los estribos a quienes exigen el respeto por las normas sobre el patrimonio. Provocaría escalofríos a quienes auguran la desaparición de la historia. Incitaría a diversos grupos a manifestarse en contra de la pérdida de un legado que consideran valioso. E incluso incomodaría a los inconformes con el gasto en el erario que representa su restauración.  

Pero al margen de esto, el Monumento a los Héroes cobró un nuevo protagonismo convirtiéndose en el epicentro de las protestas. Cientos de personas se reunieron a su alrededor y durante semanas se mantuvieron en pie arengando y resistiendo contra las medidas del gobierno. Los jóvenes de la primera línea, con cascos amarillos, escudos y banderas improvisadas en lo alto del monumento gritando, cantando, haciendo stencils, grafitis y murales, pegando carteles y panfletos e incendiando muñecos. Al punto de afectar la escultura, obligar su desmonte e invitar a reemplazarla por decenas de objetos, entre ellos un inodoro. 

“Enemigo público”, “6402 héroes”, “opresor”, “aguante & resistencia”, el rostro de una niña cubierto con una pañoleta roja y negra, un puño cerrado con la consigna de fuerza pueblo, una mujer afro con una mano abierta en la que se lee no más sangre, son algunas de las intervenciones sobre el edificio. Unas y otras se sobreponen y se confrontan. Se modifican y se alteran. Para ese momento, el gobierno y algunos sectores sociales tildaron el hecho de vandalismo tratando de anular sus otros significados, de transformar retóricamente el símbolo polisémico en un signo unívoco. 

Ahora bien, ¿qué diferencia existe entonces entre la cuadrilla de cascos amarillos que demuele el monumento con sus mazos en el marco de la primera línea del metro y los jóvenes de cascos amarillos que lo pintan y repintan en el marco de la primera línea de protesta? Desde el filtro del patrimonio la respuesta está en la autoridad, la economía política y la norma que sostiene el aparato patrimonial. En esa fractura fuerte entre un patrimonio autorizado, notarial y frio y unos ejercicios emocionales de significación colectiva. 

Más que nunca es pertinente traer la obra “Au Revoir Joseph Gallieni” de Iván Argote en dónde se monta un espectáculo burocrático con una gran grúa, hombres de chaleco naranja y casco en la plaza Vauban en París para retirar la estatua de un viejo colonizador. Nadie dice nada y nadie se sorprende. Poniendo de manifiesto que el marco administrativo e institucional es suficiente para justificar la acción. Y acá, en los Héroes, pasa lo mismo: es el borde, el contexto, o en otras palabras el aparato el que justifica. A nadie se le ocurriría llamar vándalos a los operarios que desmontan el edificio pedestal. 

La justificación es que en Bogotá los intereses inmobiliarios priman sobre otras cosas. Que en algunos casos no es grave hacer “aclaraciones” sobre las normas. Que un grupo de “consejeros” es el que decide qué es y qué no es patrimonio. Que todas las acciones fuera de los intereses del gobierno son “vandálicas”, aunque en este caso chocan las competencias nacionales encarnadas en el Ministro de Defensa y su nostalgia heroica y las distinciones arbitrarias del distrito en cabeza de las últimas administraciones de la ciudad. 

Para ir cerrando, vale anotar la paradoja que en Colombia septiembre es el mes del patrimonio. Qué mejor manera de celebrarlo que demoliéndolo. Silenciando y vaciando de significado lo que resultaba incómodo. Sobre esta clave podemos leer un desafortunado aparte de la justificación que acompaña el proyecto ganador del Nuevo Monumento a los Héroes referido al espacio abierto que dejarán sus paneles: “El vacío como monumento porque en él habitamos todos, el contramonumento”. En este contexto habrá que declarar contramonumento a los consejos de patrimonio y a los administradores que los eligen por representar con tanto esmero el vacío.

El 22 de enero de 1894, el Diario Los Hechos imprimía una noticia sobre el estado de las obras públicas en Bogotá, y reseñaba la curiosa respuesta de un visitante sobre el estado de la ciudad: “¿Qué le parece a usted Bogotá? – Aguarde usted a que la acaben, respondió”. Más de una centuria después, la ironía sigue calando por cuenta de la actitud de sus funcionarios que creen que el mundo comienza con ellos y que todo lo hecho por su antecesor hay que desecharlo -el denominado complejo de Adán-, de la discontinuidad de sus políticas urbanas y de los intereses apilados sobre su damero. En este contexto, no sorprende que por estos días los semiólogos estén encantados de ver el poder simbólico de un casco amarillo, pues estos han pasado de ser, el signo más rechazado de la protesta social, a materializar la puesta en escena del deber ser del aparato administrativo del estado, justo con el inicio de una de las obras más esperadas y que de nuevo hará que muchos respondan como aquel visitante … ¡esperemos a que la terminen para ver qué resulta! 

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Manuel Salge Ferro y Luis Gonzalo Jaramillo E. del Observatorio del Patrimonio Cultural y Arqueológico OPCA


Manuel Salge Ferro y Luis Gonzalo Jaramillo E. del Observatorio del Patrimonio Cultural y Arqueológico OPCA


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