Fue en marzo que todo cambió. Que el virus se nos hizo real, que llegaron las cuarentenas y nos atravesaron la vida.
El cambio lo sentimos primero en el cuerpo y en las ausencias que lo rodearon: extrañamos a los que dejamos de ver, extrañamos el contacto que ahora era prohibido. Nos cambiaron las relaciones, nos cambió la forma de querer y de permanecer en contacto.
Luego el cambio se instaló en la relación que teníamos con los que se quedaron con nosotros tras las puertas cerradas: vimos nuevos rincones de su ser y en ocasiones nos descubrimos fatigados de su presencia. Los espacios se hicieron pequeños y la necesidad de más aire nos impulsó a horizontes sin el otro.
Los nuevos sentimientos se fueron acumulando sobre nuevas rutinas a medida que la cuarentena se extendía. Se abrieron camino nuevas formas de sentir y se inflaron las formas que ya conocíamos: la ansiedad, el estrés, la angustia. Mientras tanto seguimos pegados a las pantallas pretendiendo que el mundo podía seguir en la virtualidad. Con el otro o sin el otro nos dimos cuenta de que las emociones nos estaban llegando de forma diferente: se acumulaban, se apelmasaban, se alimentaban, se hacían la guerra. El piso emocional se nos corrió y quedamos suspendidos en un estado que para muchos era nuevo y que no sabíamos cómo habitar.
Y cuando la cuarentena se acabó éramos otros. La apertura, que para muchos se sintió como el respiro que estuvimos esperando por meses, otros la sentimos como la entrada de un peligro que aún estaba latente. Nos sorprendimos con miedo y ansiedad. La casa se nos volvió refugio y volver a habitar lo público se volvió amenazante. Tuvimos que readaptarnos. Aprender a habitar lo que ya creíamos que sabíamos habitar.
Estos son los testimonios de cuatro personas que han vivido esas etapas de transformación emocional durante la pandemia. Así nos sentimos un año después de vivir la pandemia y de sus efectos sobre nuestras vidas.
I.
Testimonio de El amor en los tiempos del Coronavirus
Ha pasado un poco más de un año y seguimos juntos. La cuarentena, que cuando llegó se sentía como el tiro de gracia a lo que empezaba a formarse, hoy se siente oportuna, casi sabia.
Entonces era otra cosa, era lo que impedía vernos en una época en la que hasta ahora empezábamos a conocernos, lo que debilitaba la conexión en las torpes interacciones virtuales. Pero luego se fue volviendo el lugar que nos procuró una entrada directa y accidental a la intimidad.
Cuando pasó la época más rígida del encierro, cuando ya el miedo se había apaciguado un poco, nos empezamos a ver. Lo hicimos porque vimos que otros habían empezado a hacerlo. También porque en ese momento recuperar al otro se sentía tan urgente como evitar el virus.
La manera más fácil de hacerlo era en mi casa, así que un par de fines de semana cuadramos para estar juntos días enteros que pasamos en mi cama pidiendo comida, viendo películas y teniendo la sola presencia del otro. Era la forma de compensar los 20 o 15 días en que no nos veíamos. Y la única forma de estar juntos: no había otros lugares a los que ir u otras actividades posibles. Solo la cara, el cuerpo, la voz y la presencia del otro. Fueron jornadas enteras de miradas largas y de caricias llenas de significado, de abrazos profundos y de cuchareadas eternas.
Así terminamos de conocernos, en un espacio contenido en el que no había otra cosa que intimidad. Así nos contamos historias, nos confesamos miedos, hablamos del pasado y de su peso sobre lo que ahora empezábamos a tener. Así nos cuadramos.
Cuando la cuarentena se fue desvaneciendo estábamos juntos. Volvimos al mundo que por un tiempo estuvo suspendido pero ahora lo habitábamos con una intimidad a cuestas, con un sentimiento de conexión que retaba la prohibición de los encuentros. Éramos cómplices del contacto.
Afuera volvieron los cuerpos, los espacios y los planes. También llegaron los retos que la cuarentena había dejado por fuera. Nos tuvimos que volver a reconocer, entendernos en otros espacios, cuando había otros. Descifrarnos con las obligaciones laborales que retornaron, con los compromisos familiares, con las farras y los amigos, con los defectos y las mañas que la cuarentena había dejado por fuera. Recordamos las impuntualidades, las inseguridades, los miedos del principio, la ansiedad social, la dificultad de conciliar dos voluntades distintas. Irse o quedarse. Separarse o acompañarse. Irse a dormir o quedarse farreando. El miedo de repetir errores de relaciones pasadas. La dificultad de leer al otro más allá del trauma propio.
Por fuera del espacio seguro y contenido de los fines de semana en mi casa, nos reconocimos diferentes.
Hace unos meses me di cuenta de que en esa época, las cosas que en “la normalidad” nos hubieran distanciado no lo hicieron. Las dificultades llegaron cuando ya nos queríamos y teníamos el empuje para superar los obstáculos que tal vez antes hubieran sido infranqueables, o que hubieran sido una excusa para salir corriendo. Ya conocíamos partes más profundas del otro, a las que a veces toma más tiempo llegar. Y entonces el ruido externo no logró distraer.
Creo que a todos la cuarentena nos enfrentó con nuestros asuntos pendientes. En el encierro no había forma ya de seguir enterrando lo que olvidamos bajo capas de trabajo, amigos, parejas y distracciones. En mi caso, la cuarentena me llevó a construir una relación de pareja al revés, con la intimidad por delante. Y lo que logró fue encararme con uno de mis grandes miedos: aceptar la vulnerabilidad.
Hasta entonces, los momentos de pareja en los que me sentía frágil o indefensa eran respondidos de mi parte con actitudes torpes y tóxicas que nacían de la frustración de sentirme débil, “a merced” del otro. Eso no ha desaparecido del todo, es tal vez una de las cosas que he enterrado más profundo y que sé que me tomará un tiempo largo de trabajo. Pero siento que la cuarentena aceleró mi proceso, me puso de frente el trabajo que tenía que hacer, y lo hizo con una relación que tuvo que partir del lugar más íntimo y contenido en el que mi vulnerabilidad pudo darse rienda suelta para redescubrirse y entenderse.
Por eso hoy siento que la cuarentena fue oportuna, casi sabia. Sus tiempos encajaron en las curvas de esta relación, que tal vez no hubiera podido ser de otra forma. Fue lo que ayudó en cierta medida a que hoy sigamos juntos.
Pero más que nada, la cuarentena fue lo que creó las condiciones en las que por fin pude empezar a entenderme desde la vulnerabilidad que siempre me habitó pero que siempre evité. Me dio un lugar seguro para explorarla, y me devolvió al mundo después de haberme enseñado que no era un estado negativo, sino que en la vulnerabilidad hay fuerza, que existen otras formas de ser y que en últimas siempre me tengo a mí misma como mi propio lugar seguro.
II.
Testimonio de Los amores rotos de la cuarentena
La conversación de quienes fuimos el año pasado es un cadáver oculto en el closet. Feo y podrido pero escondido. Un pantalón de pijama sucio detrás de la puerta del baño que no deja que la puerta abra del todo.
Hace un año —hace más o menos un año— cuando me escribí acá, escribí como alguien y yo casi nos matamos luego de las primeras semanas —meses, ¿fueron acaso meses?— de pandemia. Alguien y yo pensamos que lo mejor era no volvernos a ver nunca más.
Alguien es mi pareja. Estamos juntos hace cuatro años.
Porque habíamos hecho el esfuerzo de apretar la espada por el lado filoso: porque nos habíamos obligado a pasar juntos la pandemia convencidos de que el demonio de nuestro querer sería suficiente.
Y nos cocinamos comidas largas.
Y tomamos tres botellas de vino un miércoles cualquiera.
Y bailamos juntos en calzones en la casa de la casa —su casa— porque por qué no.
Y dormimos juntos hasta tarde porque podíamos y madrugamos a hacerle café al otro.
Pero el desenfreno empezó a fotocopiarse sobre los días que nos habíamos obligado a pasar juntos.
Y dejamos de tocarnos y luego empezamos a estar rabiosos. El demonio de nuestro querer, encerrado demasiado tiempo entre las mismas paredes, había visto demasiada piel y, entonces, quiso ver sangre. El mucho tiempo que pasábamos juntos empezó a arder. El mucho amor se hizo chico y empezamos a gritarnos y a reclamarnos estupideces. Hoy me parece inverosímil la rabia que me dio tener que tirar la rúgula a la basura porque alguien no las había guardado después de hacer la ensalada del almuerzo.
Y sin embargo fuimos víctimas de la rabia de nuestro propio querer y nos hicimos daño. Nos miramos a los pliegues mas sensibles y, ahí, lanzamos el golpe cortopunzante. A la cuarta semana, luego de haber tenido entre los dedos la ilusión de que nuestra vida “viviendo juntos” había empezado, agarré mi maleta y me largué de allá.
Es un tema del que no se habla porque ahora estamos bien. Porque hoy tenemos la perspectiva que nos ha dejado el tiempo —ese tiempo que ya no podemos llamar el año de la pandemia— nos sentimos sobrevivientes de lo absurdo.
Hubo un momento en las semanas después de que me fui de su casa en los que quiso volver a abrir el ojo en la mañana y ver su espalda: ver sus escápulas hinchándose al ritmo de su respiración. Amo a alguien. Me es imposible no pensarnos juntos.
Porque sobrevivimos a responder la pregunta cruel de “¿cómo vas?” a pesar de que estuvimos juntos, cara a cara, todo el día. Porque sobrevivimos al mucho tiempo de querernos. Porque sobrevivimos a no ver a nadie más.
No hemos vuelto a hablar nunca más del sueño de vivir juntos, pero no creo que sea un ‘no’ definitivo.
Lo que fuimos el año pasado —la rabia y los gritos y los reclamos violentos— son ese cuerpo muerto en el clóset. Pero hoy, el demonio de nuestro querer ruge lo suficiente como para que no pensemos en algo más que en nosotros mismos. Y me gusta pensar que fuimos valientes: que sobrevivimos mientras el mundo se infectaba y moría y resucitaba.
Alguien y yo seguimos acá. Pudimos con esto y espero que corramos con la suerte de que un bicho mortal no nos vuelva a encerrar en una casa de espejos en los que veamos no sólo al demonio de nuestro querer, sino nuestros propios márgenes cortopunzantes.
III.
Testimonio de La pérdida del entusiasmo: el limbo emocional de cuarentena
Un año ya, un año cumplido, y aunque a mi pesar ya estoy acostumbrada, sigo detestando la pandemia. Después del dramatismo de los primeros meses, de los sentimientos épicos que suscitaban una simple visita al mercado, una salida a tomar el sol con los hijos en el tejado del edificio o una reunión con los amigos a metros en el andén de la entrada de la casa, se instaló indefinidamente una rutina que parece un mal remedo de la vida real. “Este apocalipsis está muy largo”, me dice alguien, y yo concuerdo; porque no sabíamos que después del miedo al contagio y la angustia y la incertidumbre nos esperaba esta especie de guerra de baja intensidad, esta suerte de tortura de la gota de agua, esta monótona realidad que han dado en llamar de manera tan desatinada la “nueva normalidad”. Entiendo, por supuesto, que el tedio es un privilegio.
En esta realidad nueva, hacemos todo entre comillas: mis hijos “van al colegio” delante de sus pantallas. Yo “voy a clase” delante de la mía, “asisto a reuniones”, “dicto conferencias”, “voy al médico”, “hago compras”, etc. Y en este mundo de comillas, en este simulacro de la vida, todo sucede como si, y ya a nadie le sorprende. Las profesoras de mis hijos se quejan de que los niños no se concentran, como si estuvieran asistiendo realmente al colegio, como si no pasaran el día entero estáticos delante de una pantalla, con acceso libre a internet y a un sin fin de videojuegos, como si su cerebro pudiera procesar el montón de información que desde el colegio les envían.
Yo, por mi parte, dicto mis clases pero no puedo evitar sentir el peso enorme de ese como si: intento sostener conversaciones con los cuadraditos sin video y sin foto de la pantalla de Zoom, y, como dice algún chiste que leí por ahí, a veces mis clases parecen más una sesión de invocación de espíritus: “Fulanito: ¿estás ahí? ¿estás ahí?”. A veces alguien habla; otras, solo hay silencio. Como tengo problemas de la voz, me duele bastante la garganta, pues lo que antes eran conversaciones, en este nuevo mundo se han transformado en monólogos. ¿Cómo tener un diálogo, una discusión, un debate, sin que nos encontremos en el mismo espacio? ¿Cómo dictar una clase sin tener la posibilidad de leer el lenguaje corporal de los estudiantes, sin saber por sus miradas si tienen preguntas? ¿Cómo lograr que se hablen entre sí, que hagan amistades, que tengan conversaciones por fuera de ese salón entre comillas? Hago lo posible, intento maromas, busco estrategias, y a veces creo que las cosas funcionan razonablemente bien, dentro de lo posible. Pero en Zoom es imposible mirarse a los ojos, y para mí eso ya lo dice todo. Si antes estuve en contra de la educación virtual, ahora puedo recitarles mil razones nuevas.
El cansancio de esta realidad nos hace añorar el regreso a nuestra vida anterior, y eso me parece comprensible. Pero me parece peligroso también que hayamos perdido la conciencia, que tuvimos al principio de la pandemia, de que algo en nuestra vida anterior estaba mal. Leo sobre la necesidad de reactivar la economía, o sobre cómo las aerolíneas esperan contrarrestar los afectos de este año de pérdidas, y me preocupo. Al comienzo de la pandemia numerosos académicos señalaron la relación entre la propagación del virus y la destrucción de los ecosistemas donde virus como este se hallan contenidos. Se ha advertido muchas veces que esta puede ser la primera de muchas pandemias si los humanos seguimos con nuestros hábitos consumistas, voraces y destructivos. Esta discusión, que en un principio parecía tan prometedora, parece haber sido olvidada por completo ante las preocupaciones por rescatar la economía. Quisiera que no la olvidáramos y que en el afán por dejar atrás esta desabrida vida entre comillas nos ocupemos por recuperar cosas realmente importantes que la pandemia nos ha quitado (el tacto, el contacto, el poderse mirar a los ojos, el encontrarnos), a la vez que entendemos que si no cambiamos nuestra forma de habitar en el mundo, posiblemente el próximo apocalipsis no resulte tan largo.
María Mercedes Andrade, profesora de Literatura de la Universidad de los Andes
IV.
Testimonio de La ansiedad social que no vimos venir
Pasado ya un año, ha mejorado bastante el tema de mi ansiedad. He aprendido a estar más tranquila, me he dado cuenta de que si tengo tapabocas, doble tapabocas, y mi botellita de alcohol cerca, todo está bien. Ya puedo salir más. He ido a restaurantes. Eso es un cambio porque antes no podía casi ni ir a la esquina sin sentirme ansiosa. Ya no pienso que el Covid está tan cerca.
Mi pareja me ha ayudado mucho en ese proceso. Primero compramos comida para llevar y hacíamos picnic en un parque. Yo me quitaba el tapabocas y todo bien, me sentía tranquila. Eso sí, siempre tenía mi alcohol y un trapito para limpiar todo. Después me di cuenta de que algunos restaurantes tenían la opción de la terraza, entonces empezamos a ir a unos, aunque nunca en hora pico y siempre pendientes de que las mesas estuvieran separadas.
Pero no siempre ha sido fácil. Un día que fuimos a un bar en el que un amigo iba a poner música volví a entrar en conflicto: el lugar estaba muy lleno y todo el mundo estaba sin tapabocas, como si nada. Nosotros, con otra amiga, nunca nos quitamos el tapabocas, pero en los demás no se sentían los protocolos. En ese momento volvió la ansiedad: había muchas mesas cerca, no me sentía lista. Fue muy fuerte. Duramos poco y nos fuimos. Cuando llegué a la casa me bañé, metí toda la ropa a lavar.
Ese ha sido uno de los momentos en los que la ansiedad ha vuelto. Tengo semanas en las que estoy muy tranquila y otras en las que vuelve la paranoia. Todavía no me siento del todo libre, sigo andando con muchísimo cuidado. Siento que todavía estoy en mood de aislamiento, que todavía tengo ciertos miedos y precauciones. Aunque siento que la situación del bar fue un poco fuera de lo común: en general sigo tratando de no exponerme mucho a esos escenarios. Todavía no me siento preparada para eso.
Siendo sincera, no siento afán por salir a socializar ya, por estar en parche, pero eso también responde a que siempre he sido una persona un poco solitaria. Creo que el aislamiento ha sido un escudo o una excusa para reforzar esa parte de mí. Entonces como no se puede salir y hay que estar aislado, pues “mejor para mí” que siempre he sido un poco así. Pero pues he tenido momentos para analizarlo y creo que no es tan sano estar tan aislado de los demás, por las razones que sean.
Y la verdad es que sí siento que me ha costado un poco volver a socializar. Como estuve tanto tiempo encerrada, más de lo normal, me siento alejada de mi círculo de amigos y no sé muy bien cómo volver a acercarme. Hubo una época en la que solo veía a mi hermana y a mi pareja y tengo miedo de que si sigo tan aislada luego no sepa cómo volver a socializar. Tengo miedo de sentirme muy nerviosa cuando vuelva a encontrarme con personas nuevas. Al mismo tiempo, cada vez siento más la necesidad de ver a otros, de salir a visitar a alguien. Pero me cuesta. Al momento de intentarlo vuelve la ansiedad y siento que ya no sé cómo hacerlo tranquilamente. Siento que tengo un juez interior que cuestiona todo el tiempo si realmente estoy lista o no y cómo lo voy a hacer. Pero siento igual la necesidad de hacerlo para dejar de sentirme tan aislada. Creo que todo el mundo ya ha vuelto a su vida social y a veces me siento como “la rara” por no hacerlo.
De cualquier manera, sí me he dado cuenta de que poco a poco me he ido relajando. Ya puedo hacer algunas cosas en las que siento que hay control y protocolos. A diferencia de antes, ya puedo estar cerca de otras personas con tranquilidad. Sé que voy despacio, pero siento una evolución. Aún necesito mis lugares seguros, todavía no le puedo dar mucho campo a la improvisación. Me encantaría sentirme un poco más libre, pero también soy consciente de que por ahora lo mejor es ir despacio y tranquila.
También he aprendido que es muy importante en todo este proceso poder hablar. Que uno pueda decirle a las personas con las que está que no se siente cómodo, que algo está pasando, en lugar de intentar negarlo o hacer como si nada. Tratar de portarse normal cuando uno no está cómodo lleva a que uno termine más afectado emocionalmente. Y lo bueno es que he encontrado mucho apoyo al momento de decir las cosas. De pronto hay personas que no lo entienden y que responden con un poco de burla o que les parece una exageración. Pero también he encontrado muchas que apoyan.
En este momento, creo que más que la vacuna lo que me ayudaría es tal vez ir a terapia: tener un acompañamiento porque sí me preocupa no saber muy bien cómo volver a interactuar. También hablar con personas que se sientan parecido a mí. Siento que eso es lo que puedo hacer para afrontar este momento más tranquilamente: con amigos, con personas cercanas que entiendan. Y seguir hablándolo, solamente poner esto en palabras ayuda mucho y hace que los miedos, las incertidumbres bajen a un plano más asimilable.
Ahí voy. La verdad es que sí me siento mucho mejor. Pero bueno, ahí voy.