En el cementerio más famoso de Cartagena ni siquiera los muertos se salvan de la desigualdad. Bóvedas lujosas para los ricos, tumbas sencillas y olvidadas para los pobres.
En media hora iba a llover, pero en ese momento el sol iluminaba los santos florecidos y levantaba el olor de la batalla. Olor a mortecina. Azufre de fantasma. Fui al Cementerio de Santa Cruz de Manga queriendo hablar con los muertos. Que de eso sabe el rezandero, me dijo el guardia, o sino el sepulturero. Yo no.
Mármol
Entré pisando ese primer manto de huesos que puso el español Pablo Murillo en 1816 cuando sus tropas hostigaron a Cartagena. Fueron cuatro mil hombres que pelearon y murieron: los mártires por quienes Simón Bolívar apodó a esta ciudad “la Heroica”. Yo caminaba sobre la fosa común del final de la colonia en cuyo honor, Manuel Marcelino Núñez, —el entonces alcalde de Cartagena— fundó en 1823 el primer cementerio de la Ciudad.
Manga es una isla que colinda por el suroeste con la Bahía de Cartagena. Después de la firma de la independencia, el cementerio fue su primera construcción no bélica. Manga creció como un barrio con arquitectura republicana, no colonial y antiespañola. Republicana: es decir independiente, o más bien con influencia francesa, italiana e inglesa. Fue en este periodo, a finales del siglo XIX, que los muertos, enredados en las profundidades de las fosas, salpicaron en forma de estatuas sobre los mausoleos. Piedras vivas y en desorden. Cientos de santos con cruces, cruces con rosas y conchas, vírgenes y cristos señalando al cielo, mirando hacia él, haciendo shh con el dedo, cerrando los ojos, poniendo coronas, ángeles a punto de volar, vírgenes aladas. Santos que hoy, muchos, están pintoreteados por vivos. Mutilados y decapitados. Agrietados por el tiempo. A punto de morir.
Foto: cortesía de Stephen Ferry
«No sé tú oye. Eso que tú quieres saber no lo vas a saber nunca. Porque los muertos ya son todos iguales y viven en el misterio. Y el misterio de la muerte no se puede descifrar». Allí estaba el rezandero, descansando sobre las escaleras de uno de los grandes mausoleos junto al pasillo central: el de la familia de Fernando Vélez Danies, ancestro de Dionisio, quien hasta el 2015 fue el alcalde de Cartagena y que quedaba muy cerca de los dos inmuebles mortuorios de la descendencia de Juan Antonio de la Espriella, miembro del partido liberal.
Un mausoleo de la segunda mitad del siglo XIX que se parece al Panteón y que al igual que el de los Espiriella era de los más vistosos: cuatro columnas en la entrada, techo triangular. Fachada e interior decoroso, hecho de mármol traído de Carrara, Italia. El mismo que rellena el cuerpo del famoso David de Miguel Ángel y que dicen, sirve para que las lápidas y esculturas —si sobreviven al saqueo—perduren en la historia.
Foto: cortesía de Viviana Peretti
Escultura y losa
Con la cara ladeada y los ojos pintados de negro por algún vivo, una virgen blanca clava su mirada sobre la pared. En la pared está la tumba de Santiago. Su lápida dice que Dios se lo ha llevado porque necesitaba urgente a un ángel como él. Hoy tendría cinco años, pero murió a los doce días de nacido. Dios me necesitaba a mi edad y con mis cualidades —dice su piedra— no estén tristes mami y papi que yo estoy transmitiendo mi alegría.
Sin escultura, cruz, ni estatua. Su epitafio es el único manifiesto post mórtem. El espacio para su espíritu es un nicho entre los casi trescientos cincuenta para bebés y niños que ocupan el costado izquierdo del cementerio. Santiago resalta entre los parvularios porque tiene juguetes. Siete carritos de plástico blanco, amarillo y azul palidecidos por el tiempo y cubiertos de polvo con telaraña.
«Quien vive en tiiiiseñoooor, viviraaaa para sieee-eeempre», canta el rezandero al otro lado del cementerio. Más de cincuenta seres queridos acompañan a Milton, muerto a sus cuarenta y cuatro años. Cuatro de ellos cargan el cajón y lo enclaustran en una bóveda cercana al piso.
Y en medio de un valle de lágrimas —ora el rezandero con las manos lánguidas entrecruzadas sobre el pecho— le acompaña la misericordia… Porque Dios, Jesucristo y la Virgen han dicho que la muerte siempre fue vencida… se fue pal cielo… dejó esta vida terrena… y ahora sólo queda su luz perpetua.
Y su lápida.
Allí está Rigoberto Pino, el sepulturero, con el sudor derramándosele por las rendijas de la frente mientras mezcla el cemento sobre su carreta. Los niños, cuatro, están al frente, muy cerca del sepulcro. Ojean y se agachaban. Husmean sin diplomacia el ataúd enclaustrado en el hueco.
Ladrillo y cemento. Rigoberto es más bien un albañil. El artesano que un cementerio como el de Manga necesita para abrir y cerrar las puertas del más allá. Trabaja hace casi veinte años poniendo ladrillos, mezclando cemento, pintando, exhumando y reparando las grietas.
Los brujos sí vienen por la noche. Me dice. Pero no se dejan ver. ¿Asustan? Acá asustan los ladrones, pero ya pusieron cámaras, señalando hacia arriba mientras descansa sobre una rimax. ¿En dónde están los NN? Él me dice que no hay. Que sólo hay doce. Que antes había trece pero que al trece ya lo identificaron. Que era un comandante de la guerrilla y que los otros doce quién sabe.
Foto: cortesía de Viviana Peretti
En 2015, en medio de los diálogos de la Paz en la Habana entre el Estado Colombiano y Las Fuerzas Armadas Revolucionaras FARC-EP, se trazó el “Plan Cementerio” con el objetivo de recuperar los restos de las víctimas del conflicto armado inhumados en los camposantos durante los últimos 45 años. Carlos Valdez, director de Medicina Legal reveló que para finales del 2016 lograron exhumar 311 cadáveres. El Centro Nacional de Memoria Histórica revela en el informe «Hasta encontrarlos» que existe información concreta acerca de 8.122 desaparecidos de un total de 60.630 que han sido registrados.
La bóveda de Milton, que acababa de llegar, queda muy cerca de los únicos doce nomen nescio —sin nombre—“oficiales” del camposanto. Doce —sin losa— que sumados a los nichos de los parvularios y a las demás tumbas para adultos en las periferias del cementerio, son casi ochocientas.
Ochocientas contra ochenta mausoleos y osarios majestuosos que compiten por resplandecer en el centro. Ochenta en donde hasta hoy reposan poco más del 10 % de los muertos, o menos, si incluimos en la proporción a los mártires de la independencia, a las víctimas de la cólera y a los de la peste del tablón que también cayeron ahí, en un par de huecos comunales, en 1849 y 1876.
Una relación muy parecida a la de las tierras en Colombia: según una investigación de Ana María Ibáñez, exdecana de Economía en la Universidad de Los Andes, en 2010 un 77,6 % de la tierra colombiana estaba en manos de 13,7 % de los propietarios.
Y es que los muertos son desiguales.
Foto: cortesía de Viviana Peretti
Corrado Gini, un estadista italiano, inventó una manera de medir cualquier tipo de desigualdad basado en dos simples datos: 0 y 1. Aplicado a las riquezas, significa que si el coeficiente es cero, entonces cero personas tienen más que otras. Sí es uno, quiere decir que una persona tiene todas las riquezas y las demás ninguna. Según el Banco Mundial, el coeficiente Gini de Colombia es 0.53 y está entre los seis más altos de América Latina. Y si se aplica a las tierras la desigualdad aumenta al 0.86.
Como es natural, tras el paso de los años y el apiñamiento de mausoleos, osarios, bóvedas y nichos, el cementerio se convirtió en un laberinto. Cuando uno camina por los pasillos entre las criptas monumentales de los hombres célebres de Cartagena, es usual encontrar en el suelo lápidas pequeñas improvisadas y azarosas. Tumbas diminutas alrededor de grandes castillos. Restos honorables aunados con restos comunes. Y huesos nuevos entrelazados con los antiguos. En todo caso, si aplicáramos el coeficiente Gini al cementerio, se podría decir que sería muy alto, porque muy pocos, como los Vélez, habitan más espacio y tienen más lujo post mórtem que los parvularios como Santiago, los adultos como Milton y los NN como los doce y los cuatro mil mártires de la independencia. Según el índice Gini arrojado por el DANE, Cartagena es a su vez la cuarta ciudad con mayor desigualdad de Colombia; el cementerio de Santa Cruz de Manga, soporte de doscientos años de muertos colombianos, es sólo una impronta de ello.
¿Cuál es el muerto más importante?, le pregunto al Sepulturero. Él dice que Juan José Nieto. El presidente negro que está allá —señala a sus espaldas — allá en donde están los ricos. Aunque antes eran ricos allá y pobres acá. Ahora todos se mezclaron.
Nomen nescio de la historia Colombiana
El pilar de la tumba de Juan José Nieto fue saqueada. Pero aún conserva algunas de las losas de mármol entre las que está la del inscripto tallado:
“La Asamblea Lejislativa del Estado Soberano de BOLIVAR al incontrastable republicano JUAN JOSÉ NIETO Lei de 22 de octubre de 1866”
Nieto fue presidente durante seis meses en 1861 entre los periodos de gobierno del conservador Mariano Ospina Rodríguez y el general liberal Tomás Cipriano de Mosquera. También fue el gran gestor de la abolición de la esclavitud de Colombia recién fundada la República. Fue el primer gran novelista de Colombia y además es el único presidente negro que ha tenido la nación.
Nieto era un caudillo popular de reconocida lealtad, dicen los textos anteriores Orlando Fals Borda, el historiador colombiano que se encargó de sacar al expresidente de su estado de inhumación histórica. Son piedras, pensé frente a su tumba, piedras que hablan. Que recuerdan y contienen la historia mientras la historia es recordada. Frente a su tumba, un pilar de mármol, que se empezaba a mojar.
Según Fals Borda, Nieto fue olvidado a propósito por su piel citrina y por ser costeño. En muerte su espíritu fue decolorado. El óleo de su rostro llegó hasta París para que le blanquearan la piel. Y no fue sino hasta el año pasado cuando cumplió 150 años de muerto —mismo año en que se firmó la Paz en Colombia entre Las Farc y el Estado— que el Presidente Juan Manuel Santos colgó su imagen en la Casa de Nariño en Bogotá y lo puso en la hilera de mandatarios Colombianos.
“Él miraba con despecho la conformidad de sus conciudadanos i les ultrajaba por la indiferencia en que habían caído, cuando acababan de quedarse sin libertad”, escribió en 1844 en un fragmento de su novela, —la primera de Colombia— La Ingermina o la hija del Calamar.
Se esfumaba el azufre de fantasma. Las estatuas y las lápidas se empaparon y el mármol se oscureció. ¿Los muertos hablan?, le pregunto al rezandero. «¿Tú pa’ que quieres saber eso?», me responde mientras nos caen gotas sobre la cabeza. «Eso no se puede saber porque ya están entregaos al misterio del más allá», insiste. ¡Qué necia tú oye!