El 21 de mayo de 1851, el Congreso colombiano discutía la ley que le daría la libertad a todos los esclavos afrodescendientes en el territorio. Se la llamó la Ley de Manumisión.
En ese mismo momento, 20 familias de esclavos que se habían rebelado compraban unas 3.000 hectáreas en la Península de Barú, en el Bolívar. A cambio de 1.200 pesos, la comunidad de cimarrones recibió una escritura pública el 19 de mayo de 1851 que declaraba que esas tierras eran su propiedad colectiva, solo prescriptible “una vez el último barulero dejará de existir”.
Es decir, un documento que certifica que una comunidad compró esas tierras y que, por ley, son herencia y propiedad de sus descendientes.
Con el tiempo, la existencia de esa escritura se fue olvidando en la comunidad barulera. Al mismo tiempo fue llegando la industria hotelera y los planes de infraestructura del gobierno de turno, y lo que no se podía vender se vendió. A la isla llegaron las cercas eléctricas y la vigilancia privada a sembrar fronteras que impedían el tránsito por la tierra heredada.
Hoy, muchas de las tierras compradas hace más de un siglo por esclavos libres están en manos de otros. El Barú actual es un territorio en el que los nativos han quedado confinados al centro de la isla. Las playas, acaparadas por los hoteles y las casas de vacaciones de privados, han quedado fuera de su alcance. Muchos de los terrenos en los que sembraban han quedado encerrados por cercas que no pueden cruzar. Varios de los árboles de los que recogían frutas han quedado enrejados dentro de propiedades privadas. También han quedado bloqueados los caminos por los que los baruleros llegaban del centro de la isla al mar.
“Carlos Durán fue el antropólogo que empezó a hacer investigaciones en la zona y se dio a la tarea de encontrar esa escritura. Había gente en la isla que hablaba de la escritura y él se metió al archivo histórico, la encontró y la transcribió. Eso fue una gran fiesta en la zona”, asegura Johana Herrera, directora del Observatorio de Territorios Étnicos y Campesinos de la Universidad Javeriana, un centro de investigación que ha acompañado a la comunidad de Barú en la lucha que inició con el descubrimiento de la escritura pública: recuperar la tierra que en 1851 se había declarado suya.
El tema de los territorios colectivos fue una figura que se legisló a principio de los noventa como una forma de proteger los derechos a la tierra de las comunidades afrodescendientes en el país que han perdido los territorios que históricamente han ocupado. En 1993, la Ley 70, ampliando el artículo 55 de la Constitución, estableció que las comunidades negras tenían derecho a recibir el título colectivo de esas tierras que han ocupado y que se han relacionado directamente con su identidad colectiva y sus prácticas sociales, económicas y culturales. En muchos casos, se trata de tierras que se han perdido a manos del conflicto armado que ha desplazado a las comunidades. Pero también son varios los casos en los que las comunidades han perdido acceso a las tierras por procesos de urbanización, de ampliación de infraestructura o de cambio de uso del suelo muchas veces reglamentado por los gobiernos locales.
Desde entonces, la Ley 70 ha sido la herramienta con la que varias comunidades afrodescendientes han recibido los títulos colectivos de tierras que habían perdido. En 1996 se entregaron los primeros títulos colectivos en Chocó y comunidades como la de Bahía Málaga, por ejemplo, recibió el título colectivo de 39.000 hectáreas. Pero no es un proceso fácil, según Herrera muchos de los casos de titulación colectiva pueden durar años: en 2018 el Observatorio de Territorios Étnicos y Campesinos documentó 271 casos pendientes de titulación colectiva, muchos llevaban más de 10 años en proceso.
“Los territorios colectivos son espacios que tienen unas dinámicas de uso, de aprovechamiento y de conservación que tienen que ver con reglas y acuerdos que se han construido históricamente por un colectivo. En este caso una comunidad afrodescendiente. Lo colectivo no es una ficción, tampoco es solo una figura legal ni de la ecología o de la antropología. Más bien lo que recoge es la manera en que la gente se organiza. Si lo ponemos en términos de cómo lo dicen las comunidades, al final los territorios colectivos son la garantía de que ellos sigan existiendo como comunidad”, agrega Herrera.
En Barú, esos territorios que se reclaman son, por ejemplo, una playa que se ha construido como un espacio colectivo en tanto le sirve a todos los pescadores o a todos los recolectores de moluscos de la isla. No obstante, lo que hace del caso de Barú uno emblemático, dice Herrera, es la escritura pública.
No obstante, para Herrera el caso de Barú es un caso emblemático dentro de los cientos de casos que continúan en proceso en Colombia. La razón es la existencia de la escritura que certifica que los terrenos que la comunidad reclama fueron comprados y legalmente le pertenecen a la comunidad barulera.
“Eso [la escritura] es algo que no tiene ningún otro caso. (…) Eso habla de un proceso de autonomía histórico muy valioso para la historia del pueblo afrodescendiente. Nos habla de la existencia de derechos ya adquiridos. El caso de Barú no es como muchos otros de comunidades afro que simplemente vivían ahí, como pasa en el Chocó. No, es que ellos compraron la Tierra”, cuenta la investigadora.
La llegada de los hoteles
El paisaje actual de Barú se empezó a gestar en la década de los sesenta, cuando la industria hotelera se empezó a expandir de Cartagena a la Península de Barú y empezó a comprarle predios a los nativos. Uno de los primeros proyectos que llegó a la isla fue el Hotel Isla del Encanto, que ocupaba una zona que hasta entonces era usada para la agricultura y para el embarque y desembarque de los nativos que trabajaban en las Islas del Rosario.
En lugar de ver una mejoría en la calidad de vida del barulero, he visto un retroceso. Los turistas que llegan lo que hacen es incrementar la economía del emporio comercial de las grandes empresas turísticas.
Por esa misma época llegó Ruby Valenzuela a Barú, una mujer nacida en Bogotá que desde entonces vive en la isla y es considerada por la comunidad, dice, como una barulera más. Hoy Valenzuela es una de las integrantes del Consejo comunitario de Barú, el colectivo que se conformó en 2006 para echarse al hombro la batalla legal por recuperar las tierras en la isla. En los más de 30 años que Valenzuela ha vivido en Barú ha visto cómo la llegada de los hoteles y de proyectos de infraestructura a la zona han cambiado las dinámicas de la isla.
“Cuando yo llegue a Barú, prácticamente todos los baruleros eran agricultores y uno que otro era pescador. (…) Casi que con la llegada mía empezó el gran auge del turismo y empezó a cambiar la vocación de isleño: la agricultura seguía pero en menor escala, la pesca, que se fue encaminando sobre todo al servicio del turismo, aumentó, y las tareas del turismo fueron aumentando pero seguían en una escala media. Luego llegó el calentamiento global y aumentó la llegada de lanchas a la isla, con eso el pescado empezó a disminuir y la pesca dejó de ser rentable para el barulero. Ahí es cuando ya más personas empiezan a trabajar con el turismo”, cuenta.
En la actualidad, los oficios a los que se dedica la familia de Valenzuela son un reflejo de cómo se han transformado las actividades productivas de los nativos de la isla: su hijo mayor trabaja en un hotel en las Islas del Rosario; su hija, que es técnica ambiental, no tiene trabajo pero su esposo trabaja en un hotel; su hijo menor trabaja en la playa como ayudante de un jet ski; y el papá de sus hijos, que aún es pescador, produce sobre todo para la industria turística.
“Hoy en día son pocas las personas que siguen viviendo del trabajo de la tierra, la mayoría de ellos son hombres mayores que se resisten a las nuevas dinámicas de la economía local”, cuenta un informe realizado por el Observatorio de Territorios Étnicos y Campesinos sobre la situación en la isla.
Y sigue: “El caso de Barú evidencia cambios impulsados por una brusca y no planificada transformación territorial promovida, en gran medida, por una industria turística que desde la década de 1970 viene realizando las mismas promesas de empleo, salud, educación y progreso en general para la península. Sin embargo, hoy se puede afirmar que se ha generado un modelo de desarrollo desigual que (…) ha tenido un bajo impacto en la calidad de vida de los habitantes nativos de la península en lo que se refiere a aspectos básicos como el suministro de agua potable y el saneamiento”.
Para Ruby Valenzuela, el fracaso de esa promesa es evidente solo con una mirada a la isla: solamente hay un colegio, cuenta, para una comunidad de cerca de 3.000 habitantes en la que una gran parte son jóvenes, por eso hay un problema de hacinamiento escolar —que se suma a un problema de deserción escolar por el auge del turismo—. No hay un puesto de salud, dice, ni una subestación de policía porque la que tienen está en “pésimas condiciones”. Y aún hoy sigue sin haber agua potable en la isla.
“Desde que yo llegué a Barú, en lugar de ver una mejoría en la calidad de vida del barulero, he visto un retroceso. Sí, llegan muchos turistas, pero realmente ese turista lo que está incrementando es la economía del emporio comercial de las grandes empresas turísticas, no la calidad de vida del nativo. Cada día hay que mirar cómo se las ingenia uno para poder solventar el sustento del año”, cuenta Valenzuela.
Las relaciones de los baruleros con la industria hotelera no siempre fueron una cuestión de desacuerdos y tensiones. El caso del hotel Isla del Encanto es una muestra de ello: a principios de los 2000, los dueños del proyecto establecieron buenas relaciones con la comunidad y reconocieron la figura del Consejo comunitario y su importancia. En medio de esa relación se establecieron acuerdos: uno de los caminos tradicionales por los que los baruleros llegaban al mar y sacaban sus productos se encontraba en los predios sobre los que ahora estaba el hotel, así que la gerencia del lugar estuvo de acuerdo con permitir el paso de los nativos: se necesitaba de una confirmación del gerente para dar paso. El hotel también acordó construir un muelle para la comunidad y contratar a nativos.
Sin embargo, con el tiempo las relaciones se fracturaron, sobre todo en meses recientes, y los acuerdos se fueron rompiendo: una cerca que se construyó para evitar el paso de ganado al hotel terminó utilizándose para impedir el paso de las personas. El compromiso de contratar nativos fue incumpliéndose con la contratación de foráneos y se truncó la prestación de servicios por parte de los baruleros cuando el hotel empezó a ofrecer los mismos servicios de forma gratuita.
El resultado de esa relación fracturada fue la pérdida total de acceso a una de las playas con más demanda turística para los servicios que ofrecían los baruleros. También se perdió el acceso a las tierras donde antes se cultivaba. Y, sobre todo, se perdió acceso a uno de los caminos tradicionales de la isla, usado hace más de 100 años, que conectaba el mar con el centro de la isla. En consecuencia, muchos de los baruleros que hoy llegan a la isla por mar, deben desembarcar en otro punto más lejano y luego pagar un transporte extra que los lleve hasta el centro de la isla por carretera.
Las pérdidas también se reflejan en un cambio identitario de la comunidad: la que era una sociedad de agricultores y pescadores, que producían su propio alimento, hoy, sin las tierras que cultivaban, se ve obligada a recurrir a otras tareas económicas que han ido debilitando sus labores tradicionales. Incluso se ha afectado la seguridad alimentaria de la comunidad: al no tener acceso a las tierras que sembraban, a los árboles frutales y con la disminución del pescado, el acceso a alimentos en la isla para los nativos se ha tornado más difícil. Según Ruby Valenzuela, el hecho de que muchos alimentos tengan que ser enviados a la península desde Cartagena hace que la canasta familiar se triplique para los baruleros.
Actualmente, la comunidad negra barulera ha pasado a ser una fuerza de trabajo en su territorio —prestando servicios de cuidado y aseo en hoteles y casas privadas— que han dejado de lado las tareas propias del ser barulero.
Johana Herrera, del observatorio, subraya que además el monopolio turístico en la isla también ha representado daños para el equilibrio medioambiental de Barú, un ecosistema de manglares y de bosque seco tropical que se ha venido talando para darle espacio a los hoteles y a playas artificiales. Según el informe del observatorio, entre 1987 y 2017 se perdieron cerca de 663 hectáreas de bosque seco tropical que se han talado para construcción. Al mismo tiempo, las propiedades privadas no han parado de crecer: mientras en 2004 había 14,8 hectáreas ocupadas por casas privadas de personas que visitan la isla un par de veces al año, en 2017 ya eran 60,5 hectáreas las ocupadas por este tipo de vivienda.
“Es un ecosistema frágil, que hay que cuidar, y la mejor manera de cuidarlo es entregándole el dominio a la gente, que la comunidad tenga la titulación colectiva y que ellos puedan administrar esas tierras”, asegura la investigadora.
En todo ese proceso, el Estado, dice el informe, ha actuado sobre todo como un “agente empresarial” que ha promovido la acumulación de capital en la isla y no ha garantizado la defensa de los derechos de la comunidad barulera. Si bien ha habido pronunciamientos por parte de la Fiscalía y de la Corte Constitucional que reconocen la propiedad colectiva de los baruleros, también ha habido medidas por parte de ministerios y del Distrito de Cartagena que le han dado vía libre a la privatización de las tierras en Barú. En 1993, por ejemplo, el Ministerio de Comercio Exterior declaró 140 hectáreas de la isla como zona franca turística. En 2007, el Plan de Ordenamiento Territorial de Cartagena permitió en la Península de Barú no solo actividades turísticas sino también para actividades industriales: hoy existe también un puerto en la isla que sirve de terminal de hidrocarburos y derivados refinados en sociedad con Pacific Rubiales.
“Quizá el Estado no lo hace intencionalmente. Lo que pasa es que en los últimos años hemos tenido gobiernos modernizantes que creen en un tipo de desarrollo específico y que se han abierto al turismo y han considerado que la infraestructura, en este caso portuaria que es la que más ha afectado esta zona, es importante. El asunto es cuando avanza el desarrollo en ese tipo de modelos y genera estas conflictividades: arrasa con los ecosistemas y desconoce los derechos de las comunidades”, afirma Herrera.
La lucha por recuperar lo perdido
Por todos esos conflictos, y con el redescubrimiento de la escritura colectiva, fue que el Consejo comunitario de Barú, de la mano con el observatorio de la Universidad Javeriana, empezó a trabajar en el proceso de reconocimiento de titulación colectiva en la isla. En diciembre de 2018, la Agencia Nacional de Tierras (ANT) aceptó la solicitud e inició el proceso de titulación. Sin embargo, el 2 de abril de 2019, por medio del Auto 383, la ANT suspendió el proceso manifestando que las tierras que reclamaban no eran terrenos baldíos sino privados y, en ese sentido no se ajustaban a lo que estipulaba la ley.
El consejo comunitario de Barú respondió con una tutela: la ANT no estaba haciendo su trabajo y su decisión de rechazar y archivar el caso iba en contravía de lo que estipulaba la ley.
Uno tiene que ser realista. Sabemos que no iba a ser un proceso fácil por los intereses privados en la zona. Pero estamos preparados para el tiempo que haya que durar en la lucha.
“Nosotros no tenemos la certeza de cuáles son las razones por las que la agencia tomó esa decisión, pero presumimos que se trata de intereses económicos, turísticos y portuarios que hay en la zona. Más que todo es un tema de voluntad. No es un secreto que Barú es mirada como un centro de desarrollo turístico portuario y empresarial para unos grupos económicos del país. También es mirada así desde el mismo Ejecutivo que no ha entendido que las comunidades negras estamos buscando que se nos garanticen los derechos, la pervivencia y la existencia de la comunidad, pero también que se permita un desarrollo incluyente e inclusivo que en este momento no existe”, cuenta Óscar Chávez, un barulero y abogado que ha estado a cargo del caso desde sus inicios.
Según cuenta Chávez, el interés de la comunidad barulera con el proceso ante la Agencia Nacional de Tierras y la tutela no es sacar a los hoteles de la isla, sino recuperar algunos de los terrenos que son fundamentales para sus quehaceres tradicionales y garantizar una forma de turismo y desarrollo en la isla que tenga en cuenta a los locales.
“En ningún momento hemos dicho que estamos opuestos a la industria hotelera. Lo que estamos diciendo es que tiene que haber una corresponsabilidad de esa industria hotelera y otros privados con los derechos fundamentales de la comunidad en sus aspectos sociales, ambientales, espirituales y culturales. Debe haber una corresponsabilidad para garantizar la existencia de la comunidad. No se trata de usar métodos asistencialistas para generar desarrollo, sino de implementar un desarrollo inclusivo que no perjudique ni desterritorialice a la comunidad”, asegura el abogado.
El pasado 7 de febrero, el Tribunal Superior de Bogotá respondió a la tutela con un fallo que, según Chávez, resulta insuficiente frente a lo que está buscando la comunidad, por lo que ya plantean una impugnación al fallo. Además, dice, esperan que el caso llegue a manos de la Corte Constitucional para que se amplíe la decisión que tomó el juez de primera instancia.
Según Johana, que ha acompañado desde el Observatorio de Territorios Étnicos y Campesinos varios procesos de titulación colectiva sobre todo en Montes de María y en el Cesar, usualmente son procesos que pueden demorarse entre 5 y 7 años mientras recorren todas las instancias del Estado por las que tienen que pasar.
“Como en tantos otros, estos son procesos en los que hay desgaste de los liderazgos, también de las organizaciones que acompañan porque se va perdiendo la confianza en el Estado. Hay una inercia en todos esos procedimientos administrativos con los que hay que lidiar. Pero no nos desmotivamos en la medida en que creemos que la ciencia, el trabajo cartográfico y ambiental que hacemos tiene que estar al servicio de la protección de derechos territoriales y ambientales”, asegura Herrera.
Para ella, sin embargo, el Consejo comunitario de Barú es particular porque se ha conformado de gente preparada que, además, ha tenido en cuenta un relevo generacional de gente joven que se ha involucrado en la tarea y que se haría cargo del proceso en caso de durar años.
Para Ruby Valenzuela, si bien es triste ver las dificultades a las que se enfrenta el proceso, aclara que dentro del Consejo se sienten preparados para hacerle frente a un proceso que puede durar mucho más de lo que quisieran.
“Uno en la vida tiene que ser realista. Nosotros sabemos que no iba a ser un proceso fácil por los intereses privados y públicos en la zona. Pero estamos preparados para el tiempo que haya que durar en la lucha. Acá todo el mundo se siente orgulloso de sus antepasados, de las 20 familias que ahorraron y compraron la tierra para asegurarla para sus futuras generaciones, eso también nos da motivación para seguir. Sabemos que la lucha apenas empieza y no vamos a decaer, y como nuestro proceso es generacional, si alguno de nosotros hace falta, detrás de nosotros vienen más. Eso es lo que nos puede garantizar que la comunidad de Barú no desaparezca, porque así como va, estamos a punto de desaparecer como comunidad”.