Marta Rodríguez, una de las figuras más importantes del cine documental en Colombia, está presentando La Sinfónica de los Andes (2019) en varias salas de cine del país. Este documental reconstruye la historia de varias familias Nasa (en el Norte del Cauca) que han perdido a sus hijos por la violencia que se libra en su territorio. Igualmente, muestra a un grupo de jóvenes Nasa que ha logrado resistir y además hacer memoria por medio de la música andina. El documental es un homenaje a todos los niños indígenas del Cauca asesinados y una voz crítica hacía los diversos grupos que limitan la autonomía de estos pueblos en su territorio.
Por un lado, La sinfónica de los Andes tiene una preocupación política por darle voz a las victimas para que sean ellas quienes cuenten sus historias. En total, son tres narraciones emotivas y dolorosas las que se escuchan a lo largo de la película. Además, reconstruye la historia del conflicto a partir de imágenes de archivo y entrevistas. Así, cuenta que en la época de La Violencia estaban los pájaros y las primeras guerrillas campesinas. Y que hoy, después de un proceso de paz, se han sumado los paramilitares, narcotraficantes, guerrillas, ingenios azucareros y el mismo estado para constreñir y llevar a este pueblo a una vida pauperizada.
Pero,
por otro lado, si nos detenemos a mirar cómo se presenta esta historia: el
documental parece tener un interés mucho más discursivo, en términos de las
posibilidades de recrear y comunicar una historia; que un interés estético, en términos de las posibilidades de
crear y compartir experiencias nuevas a partir de las imágenes que vemos. En
otras palabras, La sinfónica de los Andes
decide recrear parte de su historia a partir de mecanismos de representación
que reproducen las formas habituales de contar y entender la cosmogonía e
idiosincrasia de un grupo. Esto, por supuesto, no solo tiene implicaciones
estéticas sino políticas, ya que lo que vemos nos habla de una forma de
compartir, entender y relacionarse con el otro.
Así pues, en las tres narraciones por parte de las personas que perdieron a sus hijos: no vemos al interlocutor, siempre hay una cámara fija en el rostro del que habla y solo en momentos escasos se escucha la voz de Marta Rodríguez. Sin embargo, y a pesar de la aparente sensación de neutralidad, las escenas tienen una construcción e intencionalidad para que escuchemos su historia de cierta forma. Por ejemplo, en una de las narraciones se graba a una de las madres rememorando la historia de su hija. La mujer cuenta que su hija siempre se peinaba para ir al colegio y que no dejaba que nadie la peinara. En ese momento, el documental complementa la narración con una escena de la mujer peinándose el cabello. La relación de la escena con la narración es directa y unívoca, y como espectador vemos una representación (recreación) de la historia, pero no sentimos que participamos de un encuentro que brota genuinamente de la filmación.
Igualmente, en
algunos momentos en los que se quiere mostrar a los jóvenes artistas tocando su
música, el documental decide utilizar música grabada y sobrepuesta a la que
corresponde con las imágenes que vemos, como si se tratara de un video musical.
En cierta forma, estas escenas romantizan el acto creativo, pero asimismo están
reproduciendo una forma particular de escuchar su música y ver sus tradiciones.
Aunque esto sea solo una decisión estética, vuelve a tener implicaciones políticas,
pues nos está hablando de formas particulares de representación y de mecanismos
que homogenizan el entendimiento y la mirada hacía los otros.
El jueves 20 de febrero fue la proyección inaugural en la Cinemateca de Bogotá. Cuando se terminó la película, hubo un pequeño conversatorio entre Marta Rodríguez, algunos protagonistas y un periodista. A la pregunta sobre los cambios que han ocurrido desde sus primeras películas, Marta Rodríguez señaló que eran muchos y sintetizó su respuesta con una frase que me quedó sonando: “Antes se hacía cine y ahora video”. Si bien su respuesta quería dar cuenta de los diversos contextos históricos en los que ha trabajado, indirectamente me hablaba de un cambio en la forma de retratar y contar sus historias. Hoy Marta Rodríguez tiene 86 años y han pasado más de cuatro décadas desde su primera película “Chircales” en 1972. Su obra está compuesta por más de 15 películas y ver La sinfónica de los Andes es una oportunidad para comenzar a estudiar la mirada de una de las directoras más importantes de cine documental en el país.