Los monumentos a próceres españoles se han convertido en blancos de protesta. Hace menos de un mes, un grupo de personas de la comunidad Misak derribó el monumento ecuestre al conquistador español Sebastián de Belalcázar, en el Morro de Tulcán en la ciudad de Popayán. Esta semana el turno fue para el monumento de bronce a Andrés López de Galarza, fundador español de Ibagué, al que manifestantes le prendieron fuego.
Se suele decir que estas formas de manifestación (que también se han visto en Estados Unidos en contra de monumentos a figuras históricas relacionadas al racismo confederado) son producto de la álgida situación de orden público. Me parece, sin embargo, que hay otras dimensiones que también rodean y contextualizan ese acto polémico.
Hablemos de lo que ocurrió con el monumento a Belalcazar en Popayan. En primer lugar, no se puede maquillar la acción: fue violenta, sin más ni menos. Por otro lado, los Misak (o Guambianos) han sido víctimas de violencia en todos los órdenes desde el siglo XVI hasta ahora. Sólo desde hace unos 50 años para acá han seguido el derrotero de la reivindicación como los demás indígenas del Cauca. Belalcázar y sus huestes, según la historiografía nacional, se cebaron contra ellos con toda clase de crueldades como acciones de conquista. No es gratuito que el imaginario popular recuerde tanto la acción de la Gaitana —la guerrera indígena que en el siglo XVI lideró un ejército contra los conquistadores— y la justifique y en cierto modo la aplauda. Ahora el imaginario voltea la torta y califica de iconoclastas, por lo menos, a los Misak. Cuestión de tiempos y de alteridades relativas.
El país tiene derecho a recordar su pasado pero con justicia histórica. Hay proyectos para hacerlo en lugar de erigir una a un político caucano o a un delincuente actual.
La conciencia histórica de los Misak está llena de razones para hacer lo que hicieron. El Morro de Tulcán es un monumento arqueológico de los Pubenenses, ascendientes de los actuales Guambianos. El arqueólogo Julio César Cubillos lo dio a conocer como un monumento prehispánico y, a pesar de este estatus, ha sido mancillado varias veces por acciones del Estado y los particulares. Los indígenas, en su momento y dada su condición de marginados y desposeídos, no protestaron. En un ícono de la historia Misak, en 1937 la gobernación del Cauca instaló una estatua de su primer y gran enemigo, Sebastián de Belalcázar, ejecutada por un escultor español y abandonó la estatua del cacique Pubén, ancestro Guambiano, que iba estar en el Morro, esculpida por el maestro colombiano Rómulo Rozo. Ante tal despropósito tampoco los Misak reaccionaron. Lo hicieron ochenta años después, el mes pasado. Y ¡de qué forma!
En segundo lugar, no es arriesgado anticipar nuevos ataques contra otros referentes históricos patrimoniales. Pero a la vez, cabe preguntarse si los agentes del estado sí vigilan la integridad y cuidado de la mayoría de ellos. Muchos reposan en el abandono y la incuria, mutilados, grafiteados, orinados, etc. La actitud estática de la policía en los videos, demuestra a las claras que el estado nacional es una ilusión. Ahora el país se abre a otro debate inconcluso, donde todo queda igual y el gobierno promete y forma comisiones de estudio y muestra su dolor y rechazo al igual que hace con los atropellos sufridos por los indígenas.
El país tiene derecho a recordar su pasado pero con justicia histórica. Y creo que para el caso, debería recuperarse el proyecto de la escultura del maestro Rómulo Rozo o hacer otras de Calambás y Payán, adalides de la resistencia indígena en el Cauca. Y no erigir una a un político caucano o a un delincuente actual.