Han pasado 450 días desde que se conoció en Colombia el primer caso de contagio por Covid. Desde entonces, según cifras oficiales, han muerto más de cien mil personas. Desde que esta pandemia nos cayó como un golpe, pensamos en la ética del testigo como una oportunidad urgente y visceral de experimentar, repensar y reflexionar qué significa lo común, cuando nadie pudo auto inmunizarse ni inmunizar a la Historia con hache mayúscula: es esta (la de las cifras que medio año después siguen escalando) nuestra realidad. Esta y no otra.
El filósofo nigeriano Bayo Akomolafe nos plantea en un ensayo sobre el colapso climático contemporáneo la siguiente pregunta: ¿qué estamos entendiendo por problemas? Y esto cobra sentido porque la pandemia, como el cambio climático, son lo mismo: ambos fenómenos concebidos como si los entendiéramos, como si los conociéramos lo suficiente y como si pudiéramos investigarlos, diseccionarlos y sistematizarlos y, por tanto, algo de lo que pensamos podemos concluir o en el mejor de los casos, superar.
Si creemos que conocemos el problema, entonces la pregunta siempre es la misma: ¿por qué no lo remediamos? Pero Akomolafe propone que el dilema central no es ese, es otro: fue con nuestros propios modos de producción con lo que creamos el problema y, en teoría, no vamos a superarlo pasando la página. Ni el cambio climático, ni la pandemia: estamos en medio de esto, ninguno de los dos fenómenos están de visita. El mundo es cambio climático, el mundo es pandemia.
Pero si la pandemia y el cambio climático no se configuran como problemas, entonces hay que entender que el mundo y nuestra Historia los contienen como a nosotros. Cuando lo aceptemos, dice también el Akomolafe, sabremos que estamos en la era de las incertidumbres, en la era de las ruinas de este proyecto de progreso, en el fracaso de la temporalidad unilineal. Y, en lugar de creer que vamos superando problemas como esquivando piedras, aceptaremos que algo tendremos que hacer con ellas.
Interrogarse sobre quién tiene la culpa evita la mirada crítica de la historia de nuestra sociedad. A su vez, permite ideas cohesivas en manos de déspotas que gobiernan en nombre de la excepcionalidad. Eso restringe nuestra capacidad de acción en este presente.
Hablo de Akomolafe para empezar, porque explica también que todos los gobiernos han intentado pensar la pandemia, precisamente, como un problema y, en el fondo, nadie sabe qué es lo que tenemos que hacer. Pensamos que el conocimiento nos serviría para afrontar cualquier problema o incluso para ignorarlo, y no funciona de ese modo: la incertidumbre sigue siendo el lugar del arraigo y eso implica tomar en serio su lugar radical y contingente en nuestra existencia.
La vulnerabilidad es también desigual
Ontologizar la pandemia, categorizarla para encontrar un lenguaje que la explique, es una valiosa y urgente posibilidad de detener el tiempo para pensar en lo que estamos haciendo, y ese es uno de los primeros estímulos que tenemos como testigos de este horror, aunque el objetivo no sea ni resolver el problema ni quedarse en el círculo vicioso de intelectualizar y no por ello dejar de hacerse preguntas. Somos responsables de lo que estamos viviendo y no le estamos haciendo frente a todo esto.
Por un lado, la incertidumbre no significa que no podamos detectar tendencias y singularidades. Es decir, no significa que no podamos designar. Hay que decir muchas cosas de esta pandemia y una de tantas es que dio cuenta de una manera explícita de la distribución de las vulnerabilidades en todos los contextos: vimos vulnerabilidades socioeconómicas, raciales, de género, etc. Y hemos dicho que todos somos vulnerables, eso es cierto, pero cada vez estoy menos convencido de que en realidad nos ataque lo que nos pasa a todos por igual.
Hay una distribución desigual de la vulnerabilidad y, por lo tanto, de nuestro sistema de protección social. Es muy tentador y hace parte de un modo de pensamiento de “cómo debe ser la sociedad” ese vicio de inculpar a los individuos por su irresponsabilidad y falta de disciplina con lo que está pasando. Es decir, algo que viene impulsado en ese mismo concepto de “si te pasó fue porque te lo merecías, te lo buscaste o eres pobre porque quieres”: mantras neoliberales que buscan responsabilizar a los individuos de su propio futuro.
El testigo, a 450 días de todo esto, sería entonces también el propuesto por Walter Benjamin. El que es capaz de detenerse, de detener el tiempo del progreso y de preguntarse cómo llegamos hasta aquí. Es el que se levanta de las ruinas, por excelencia, y aquel que dice hay que leer en contra de la Historia. Hay que leer la historia de los vencidos y leer la historia desde el inmenso dolor frente a la muerte, frente al hambre y frente a la miseria.
Hay un 40 % de la población colombiana debajo de la pobreza, unos dos millones de personas que pasaron de clase media a clase baja. Y el testigo que hoy queremos es aquel que se niega a encontrar la responsabilidad de ese desastre en los propios individuos y, en cambio, pasa a un análisis materialista que da cuenta de la pregunta cómo es que esto nos pasa, como sociedad. Y acá, hay que apelar a la memoria.
Así como llegamos a este punto, escarbamos en el archivo de por qué no hubo otros caminos, otras decisiones, por qué no priorizamos nuestra seguridad social, pero por qué no lo hicimos desde los años noventa cuando fuimos testigos de sus inminente olas de privatizaciones que atravesaron la región. Hoy en día sabemos que eso provocó efectos contradictorios, hubo más cobertura, es cierto, pero tenemos que habilitar la pregunta por la intención pública y lo que hemos perdido en una sociedad que no provee sus bienes públicos.
Los políticos creen que pueden manejar esto, y en un momento sugirieron que sería a punta de cuarentenas estrictas y fuertes restricciones a las libertades individuales, una estrategia que el mismo Foucault registraría para la Época Clásica y su manejo de la peste. Pero, recientemente, esta ha sido básicamente un sálvese quien pueda. Y creo que interrogarse sobre quién tiene la culpa evita la mirada crítica de la historia de nuestra sociedad. A su vez, permite la emergencia de sentido común, de consensos e ideas cohesivas en manos de déspotas que gobiernan en nombre de la excepcionalidad. Eso restringe nuestra capacidad de acción en este presente.
El gesto ético del testigo
El testigo no es solamente esa figura del intelectual que siempre sabe cómo salir del lodo pero desde un escritorio. El testigo tiene también que alojar en su cuerpo el duelo del otro porque no solo se trata de buscar una mejor comprensión de lo que nos ha ocurrido en los últimos años y medio.
Toda confesión sobre lo que decimos en contextos de intenso dolor y barbarie, y lo ha teorizado Primo Levy, es una traición en sí misma. Toda traducción es una traición como tal, pero dentro de esa imposibilidad que tenemos de describir lo que nos pasa, hay que saber alojar el dolor y reconocer que esto nos afecta. ¿Cómo no desmoronarse frente a centenares de miles de cuerpos, ya no sólo Covid, sino por la violencia estructural?
Estas son más bien preguntas afectivas. Somos en relación con otros, y no solo con otros no humanos. Según el filósofo italiano Emanuele Coccia, más que cuerpos somos unos virus en interrelación, un devenir virus.
No hay que hacerse esas preguntas para paralizarse, pero hay que reconocer que el testigo no siempre se pronuncia, que alojar el dolor también es guardar silencio. Tantas veces en este país no hay palabras. La pregunta central debería ser cuál es la ética del testigo, pero en lugar de esa, solo hacerse la pregunta qué hacer en medio de todo esto es, en sí mismo, un gesto ético.
Ese gesto ético nos atraviesa no solo porque al alojar el duelo interpelamos a los otros y a las otras; sino porque se configura también como gesto político. Es el momento cuando la ética se vuelve política. Se cree que aspirando a un cargo de elección popular se pueden hacer cosas, pero sin lugar a dudas, hoy en día se ha ampliado el repertorio de lo que se puede hacer porque también se ha modificado lo que entendemos por motivo o gesto político: en definitiva, se trata de afirmar desacuerdos con el orden de las cosas.
El qué hacer implica imaginación, no recetas ni fetichismos ni la terapéutica en manos de lo que Suely Rolnik llama los healers espirituales. Cualquier definición o designación a esa pregunta ya está cerrando una multiplicidad de posibilidades. La pregunta pasa por los deseos, pasa por el cuerpo, por la subjetividad. Y ese acto, el de afirmar los desacuerdos, no sólo se da en la calle (en la protesta, en la barricada), pasa también en la cama, en la casa y eso es justamente lo que queremos que el testigo entienda: su ambivalencia, que ante esta contingencia y esta barbarie, le exige cuestionarse si algo de lo que hemos hecho está mal.
Pero todas estas no son preguntas de intelectuales en su torre de marfil, son preguntas que no ignoran que más de cien mil personas han muerto sin que hayan podido despedirse de ellas. Ni que antes de la pandemia, casi el 90 % de los hogares urbanos comían tres veces al día, una cifra que cayó en promedio al 70 %. Estas son más bien preguntas afectivas. Somos en relación con otros, y no solo con otros no humanos. Según el filósofo italiano Emanuele Coccia, más que cuerpos somos unos virus en interrelación, un devenir virus. Reconocer eso, implica aceptar que el virus es parte de nosotros, no solo un problema a superar.