La estética no estática del nuevo poder

La posesión presidencial no tuvo esta vez retahíla de cifras amañadas ni alfombra roja. El discurso del presidente Petro estuvo marcado por la emoción y la resignificación de los símbolos y protagonistas usuales. Este es el análisis estético de tres expertos.

por

Carolina Charry, Ómar Rincón y Edward Salazar


08.08.2022

Foto: Andrea Puentes Intervención: Nefazta

Casi todo fue distinto, hasta el clima: no hubo el ventarrón de hace cuatro años ni la lluvia capitalina que cuando en 2018 amenazó con mojar a los ilustres dejó la imagen indeleble de una primera dama cubierta por una sombrilla que sostenía la agente de policía excluida del amparo del paraguas. El poder de las élites de siempre. 

Esta vez no hubo la retahíla de cifras amañadas para mantener el espejo retrovisor, ni alfombra roja. El discurso del presidente Gustavo Petro estuvo marcado por la emoción y el acto protocolario por la resignificación de los símbolos y los protagonistas usuales. La guardia indígena hizo camino de honor al nuevo presidente; junto a la bandera de Colombia se izaron también las del Cric, la de la Onic y las banderas Misak, Nasa y la LGBTIQ+. También fue protagónica la espada de Bolívar que el presidente saliente quiso guardar pero que el nuevo presidente ordenó traer como primer acto de gobierno.

Y, como escribió Ricardo Silva, la palabra que más se repitió en el discurso de Petro fue ‘ojalá’. Ojalá se pueda hacer el cambio que espera el país, ojalá la seguridad se pueda trazar con vidas y no con muertes, ojalá se acabe para siempre la guerra contra las drogas, ojalá se pueda hacer la paz. 

El centro de Bogotá, siempre clausurado en las posesiones presidenciales, se abrió y se dispuso para recibir con actos culturales y pantallas que retransmitían el evento a todo el que quisiera llegar. Al protocolo clásico se le sumó un público que entre cánticos, llanto y hasta abucheos acompañó a Gustavo Petro a tomar posesión de su cargo como Presidente de Colombia por los próximos cuatro años. 

El acto estuvo lleno de símbolos disruptivos envueltos bajo una nueva estética. Por eso, en Cerosetenta le pedimos a tres expertos —en moda, en comunicación y en análisis de imagen— que escribieran una reflexión de lo que vieron, de cómo analizan este cambio de Gobierno y qué dicen de él las imágenes que Colombia vio el domingo durante la posesión. Estas son sus reflexiones. 

Entre la oficialidad y la transgresión, un nuevo signo:  la esperanza política.

Por Carolina Charry Quintero

Lo que vimos en la posesión presidencial oficial, en las entregas de mando con las comunidades indígenas y también el 19 de junio, día de la victoria electoral de Petro y Francia Márquez, es inédito en la historia de Colombia. Inédito quiere decir también que es acontecimiento: aquello que irrumpe y hace un quiebre en un curso de cosas que se repetían sin cambio. La filósofa Hannah Arendt señala que la condición humana está definida por su condición de natalidad, es decir, por su capacidad de nacer, en el sentido de generar nuevos inicios, de generar algo nuevo. Y así, el mundo humano, el mundo político, dice Arendt, es el mundo donde puede acontecer lo imprevisible. Lo que vimos, lo que estamos viendo, es precisamente eso que no se creía que pudiera pasar, lo que muchos habían predicho que era imposible, lo nuevo.

¿Y qué es lo que vimos? ¿Qué es lo que estamos viendo? Vimos la reunión de lo que por mucho tiempo parecía incompatible, inalcanzable. La izquierda y el poder oficial, la izquierda investida del poder oficial. Vimos la reunión de los símbolos oficiales con símbolos transgresores, populares y marginales. Esto no es algo que estemos acostumbrados a ver. Nuestros ojos ven y no creen. Este nuevo signo es tan inédito que podría parecer desorientador.

Vemos aquellos símbolos oficiales de siempre, que hemos aprendido a identificar con la opresión, con el embuste, con la exclusión, con la artimaña, con la violencia rampante y, en suma, con la injusticia, (como por excelencia sucedía con el presidente saliente); la bandera, el escudo, la banda presidencial, el Palacio de Nariño, la coreografía protocolaria, la caminata de cadetes. Y es que estos símbolos, es cierto, corresponden al relato de patria, al relato militar del Estado, que se ha impuesto por siglos a base de atentar contra las culturas, desconociéndolas, no sólo perpetuando sino produciendo desigualdad. Y allí aparecen de nuevo estos símbolos, pero esta vez para investir a personas que encarnan la lucha contra esa historia de desigualdad y de opresión.   

De otro lado, esta posesión presidencial no fue la única. Estuvo precedida de otras dos ceremonias de posesión ante comunidades indígenas. Esto es, el nuevo gobierno reconoce no sólo la institución estatal oficial, sino las instancias de reconocimiento de autoridad no oficiales. Estos actos desestabilizan el relato tradicional del Estado y legitiman lo que ha sido históricamente negado. 

Además al protocolo de posesión oficial lo acompañó una fiesta colectiva popular. Allí hay otros símbolos. Hay vestimentas otras, hay cuerpos diversos juntos, hay sonidos de instrumentos indígenas, hay músicas tradicionales, las músicas que llevan y son historia, músicas caribeñas, música del pacífico, marimbas, gaitas, tamboras, está presente la historia y la cultura afro. Hay cuerpos de pie, cuerpos bailantes, vociferantes, activos. Esta no es una mera multitud. Es heterogénea. Y lejos de ser sumisa es una multitud pensante, actuante. Es una multitud que a la vez que celebra y otorga ese mandato, espera y exige responsabilidad. Esos cuerpos que están en la plaza pública, en las calles, ahora se reconocen a sí mismos como sujetos políticos. Sujetos que han dejado de considerar que las cosas no pueden ser distintas, ya no se abstienen ni se resignan, sino que participan y agencian. 

No es pues una multitud crédula o idealizadora de una figura. No es ese el momento que estamos viviendo en Colombia. No hay aquí populismo como a algunos les convendría afirmar. La gente en la plaza y en las calles es el acontecimiento político de estos tiempos. La ciudadanía ha dejado de sentirse impotente. Lo que vimos en el estallido social, en las elecciones y en las ceremonias de posesión, es una ciudadanía que ha llegado a un momento de madurez política, que está en posesión de su potencia, en reconocimiento de su poder. Poder visto aquí como lo concebía Hannah Arendt, como la capacidad de actuar concertadamente. Lo imprevisible podía acontecer, lo que se consideraba imposible o radicalmente lejano, es  lo que está en los coros colectivos que se escucharon: «Sí se pudo». La alegría, la fiesta popular, son una forma aquí de participación política. 

Vemos pues una reunión inédita de símbolos oficiales y populares, oficiales y transgresores, y es esto lo que configura un nuevo signo. Este nuevo signo es el resultado de todo lo que ha venido construyendo Francia Márquez, quien en sus pronunciamientos y acciones ha insistido en la importancia de que quienes han sido sistemáticamente excluidos entren a ocupar el Estado, y de esa manera quiebren el estatus quo. Lo que ha sucedido en la posesión presidencial es un acto oficial y a la vez un acto de transgresión en su dimensión histórica. La coexistencia que pareciera paradójica de lo oficial y lo transgresor es lo que configura el nuevo signo. 

Así sucede también en la ‘orden’ de Petro sobre la espada de Bolívar: es a la vez un ejercicio oficial de autoridad y un acto de transgresión. Un acto que brinda densidad histórica al acto del robo del M-19 y lo vuelve promesa cumplida de cambio.

No es lo mismo una cita a la historia que una promesa militar. Con todo y los símbolos fálicos que de hecho constituyen las armas, las espadas y los cañones, y que no hicieron falta en el acto protocolario, lo militar no es aquí lo preponderante. No hay tono ni aviso militar. Y esto es característico del nuevo gobierno y fenómeno político. 

El nuevo signo puede ser desorientador porque tiene elementos oficiales y transgresores. Es una inédita síntesis de esos elementos que parecían antagónicos, que fueron incompatibles e imposibles durante demasiados años. Ver a Petro con la banda presidencial, con los signos oficiales del gobierno, ver a Francia Márquez allí, ver a Petro con la comunidad Arhuaca, todo ello hace parte del nuevo signo. Un joven con capucha en su rostro se sube a un poste de luz sosteniendo una pancarta que dice «No nos fallen». El participante en la multitud señala y exige la responsabilidad histórica, reconoce el nuevo gobierno, se reconoce en el nuevo signo. Pero no es que el nuevo signo haya producido a estos sujetos, sino que los actores políticos del estallido social hicieron posible este fenómeno político que se configuró en las posesiones.

Las posesiones presidenciales buscan tradicionalmente un despliegue de poder que toma la forma de despliegue de fuerzas de coacción, es decir, de fuerza militar. Precisamente porque se equivale poder a fuerza, a capacidad violenta. Pero ante esto, de nuevo, Hannah Arendt señalaba que el poder y la violencia son inversamente proporcionales. A mayor poder, a mayor capacidad de actuar concertadamente, menos necesidad de violencia y viceversa. El tirano, decía Arendt, está solo y es por ello mismo violento e impotente. En los actos de posesión de Gustavo Petro y Francia Márquez asistimos a un despliegue de poder pero en la forma de una demostración de legitimidad. Es decir, una evidencia multitudinaria y pluricultural de legitimidad y de reconocimiento popular a lo largo del territorio nacional. Esto evidencia no la capacidad de coacción del nuevo gobierno sino su auténtico poder político. La política recobra su logos en tanto discurso y esa palabra como promesa, junto con los cuerpos que ocupan los espacios públicos y asisten a la plaza, es la forma presente de la utopía. 

Lo que vimos y estamos viendo es la alegría como una experiencia política colectiva. Una alegría que viene de un dolor profundo de siglos. Aquí, en el país en el que por demasiado tiempo nos hemos preguntado, sin respuesta, ¿y cómo es, qué forma tiene, cómo sería tener esperanza? Pues así se ve, así suena, así habla, así baila, imperfecta, extraña, ecléctica, así opera la esperanza política. 


Las ferias y fiestas de Colombia

Por Omar Rincón

Llegó un nuevo presidente y hubo fiesta. Las ferias y fiestas de la democracia que Colombia hace rato se merecía. Y esta vez fueron posibles porque el pueblo —ese que para expresar baila y canta y se mueve, ese que ríe, narra y tiene esperanzas a pesar de tanta lágrima— ese pueblo siente que por fin llegó alguien como ellos, como ese nosotros colombiche: más indígena, más afro, más campesino, más pueblo. 

Ese pueblo no habla en discursos solemnes a lo élite bogotana (casi todo el siglo XX y Santos), a lo élite paisa (rezar y finca de Uribe y Duque). Ahora llegó el alboroto, el color, los cuerpos… y armaron la fiesta. Esa es la democracia: cuando todos bailamos y, al bailar, nos volvemos colectivo. Hay una nueva clase, una nueva élite gobernando: ya no las élites bogotanas de tono aristocrático-clasista, ni las élites paisas de rezo y hacha, ahora ajá: a gozar. 

Ver al Congreso y ver a los ministros y ver a los embajadores y ver cómo viene siendo este gobierno es ya una ganancia irreversible: otro país tiene por fin la oportunidad de estar en el poder, de equivocarse, de aprender, de soñar y de producir los bailes de la esperanza. Todo se resume en esta imagen:

El nuevo presidente en su imagen oficial parece bastardo popular en kitsch. Color, naturaleza, gusto colombiche de fondo. Así se toma la foto el pueblo, ya que no puede viajar al mundo, lo traen y lo ponen atrás en la feria. Más color, más música, más cuerpos, más alegrías… raro que esto fuera la democracia y no lo supiéramos.

Del oscuro al color

Por Edward Salazar
@Nitanmoderno

​​Es inevitable no fijarse en el vestir en cualquier ocasión hecha para el despliegue de símbolos e ideas a través de la imagen, como ahora en la posesión del primer presidente de izquierda en Colombia, Gustavo Petro Urrego. 

El símbolo que me parece más poderoso de la posesión del primer presidente de izquierda en Colombia es uno de la indumentaria del siglo XVIII, un símbolo de guerra, de poder y masculinidad de un tiempo incluso anterior a la nación: la espada que perteneció a Simón Bolívar. Entonces era un accesorio recurrente en el cuerpo masculino, símbolo de poder y trabajo, de violencia, conquista y liberación. Hoy se conserva en una urna, y marcó en la posesión un memorable episodio de disputa entre Duque —que no quiso prestarla— y Petro que ordenó —como primera acción en el poder— traerla de inmediato. Entró custodiada por la teatralidad, con los remedos de soldados de plomo vestidos con anacrónicos trajes del virreinato que hoy lucen más como disfraces de un anticuado museo de la masculinidad.

El acto de posesión llega con una larga tradición a cuestas de trajes negros, grises y azules, de sastre para los hombres (cuyo origen también es militar) y con una invitación a la ceremonia que proscribía los tonos oscuros como única idea de elegancia. No se trata de una estética en decadencia pues hay algo de eterno en el negro, también en el blanco que utilizaron Verónica Alcocer y María Clemencia Rodríguez, ambas en el rol de primeras damas en gobiernos con apuestas decididas por la paz. Pero sí es una estética que limita la diversidad.

En la Plaza de Bolívar, al mismo tiempo, el público se adornó con gorras de todas clases: sombreros campesinos, sombreros indígenas —como el Kuarimpete de la etnia Misak—, en una posesión que rompe las tradiciones de la élite político-económica colombiana gracias a una premisa mínima: que este sea un evento para la gente y no para los señoros de siempre. 

Vimos a Sofía Petro con una chaqueta morada —color insigne de las luchas feministas— diseñada por Diego Guarnizo junto a las maestras artesanas Adriana Gómez y María Guzmán en la técnica tela sobre tela. La escena tejida en la chaqueta representa la vida en el campo y en sus mangas, las frases “Justicia social” y “Justicia Ambiental” se conectaban con las premisas políticas de Gustavo Petro y Francia Márquez de una nación para la vida. La chaqueta me recordó los tapices de las tejedoras de Mampuján que cuentan sobre el textil situaciones campesinas cosidas: historias de violencia y paz como un texto que permite la gestión de la memoria. Sofía Petro usó esta prensa sobre un top de chumbes elaborado en el valle del Sibundoy y adornado con chaquiras tejidas por el pueblo Emberá-Chami. 

También de Guarnizo es el vestido de María José Pizarro que llevó en la espalda un aplique de chaquiras de Juan Heredia y Mateo Perea con la cara de su padre Carlos Pizarro, el líder asesinado del M-19. 

Vimos a Francia Márquez con vestido de Esteban Sinisterra, que quizás no causó tanta sorpresa porque ya nos venía acostumbrando a su apuesta estético-política a través de la moda. Sus aretes dorados con el mapa de Colombia son ya una pieza insigne de Francia y seguramente de miles de mujeres que sueñan a su lado gracias a su presencia. 

Y vimos el bello traje de sastre rediseñado que usó David Racero, Presidente de la Cámara de Representantes, diseñado por la chocoana Nia Murillo y que dejaba asomar debajo de la chaqueta un tejido posiblemente indígena que destaca en medio de un cuadro de hombres vestidos tradicionalmente masculinos.

El despliegue de propuestas políticas textiles cerró con una de las imágenes más contundentes: mientras Petro y la nueva familia presidencial entraban a la Casa de Nariño de morados, azules y blancos, a su turno salían Duque y su familia con una predominante paleta negra. La imagen hizo del cambio del gobierno también un cambio del oscuro al color.

Pero más allá de la descripción de la moda, lo interesante de la posesión de Gustavo Petro es notar la transformación de las ideas de gusto, diversidad, elegancia y poder que despliegan los cuerpos vestidos. También que en Colombia el universo de la moda ya no está conformado solo por diseñadoras y diseñadores reconocidos, sino por tradiciones artesanales con nombre propio. 

La cocreación es el lenguaje del futuro. 

En el mundo político, la moda se ha convertido poco a poco en una estrategia lúdica y comunicativa para sentar un punto de vista frente al poder. La moda no resuelve las urgencias de una sociedad desamparado, es más, la moda también puede ser un disfraz que distraiga lo urgente. Pero lo cierto es que el domingo 7 de agosto la mida nos brindó un pequeño brillo de confianza. Los trajes que poco a poco se renuevan pueden ser símbolo también de la esperanza de un país que cambia sus formas de gobierno y que gracias a las nuevas apuestas de la moda y la cultura deja de lado sus inclinaciones por estéticas y formas militares, por ejemplo.

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Carolina Charry, Ómar Rincón y Edward Salazar


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