Juana Perea, la mujer que desafió al Clan del Golfo

El asesinato de esta lideresa y empresaria en Nuquí, un rincón paradisiaco de la costa chocoana, muestra el dominio que ejercen los paramilitares en distintas poblaciones de ese departamento. Allí imponen la ley del silencio, mientras crecen el terror y los desplazamientos.

por

Vorágine y La Liga Contra el Silencio


09.12.2020

Foca, el perro que acompañó a Juana Perea hasta su último día, sabía oler el peligro. El pasado 28 de octubre por la noche, mientras ella chateaba con su esposo, con su hermano y con una amiga, el animal empezó a ladrar.

—Seguro viene alguien —escribió Juana por Whatsapp a las 8:53. Nunca más apareció en línea.

Allí, en las playas aún vírgenes de Termales, un corregimiento ubicado sobre la costa del Pacífico en Chocó, era muy raro que alguien visitara la cabaña de Juana sin avisar. Mucho más a esa hora, con la marea baja. En ese pueblo a cuarenta minutos en lancha desde Nuquí, los nativos últimamente duermen temprano. Durante la pandemia, cuando los turistas escasos han llegado de a uno como náufragos extraviados, no suele haber movimiento en la playa por las noches. 

En la madrugada solo se sienten las pisadas de los jaguares que buscan gallinas para saciarse. En la penumbra se escucha el merodeo de los ocelotes, el aleteo de las águilas, los movimientos de los monos titís cuando se trepan en los bejucos. Y más lejos, bien adentro en el monte, se oyen los gritos de los aulladores que se han desplazado por la tala imparable del bosque. 

Al día siguiente se supo que aquella noche Foca les ladraba a los paramilitares de las Autodefensas Gaitanistas de Colombia (AGC), también conocidas como el Clan del Golfo, que se llevaron a Juana cuando estaba sola en su casa.

—Ella no tenía hijos, pero amaba a esos animales. De Bogotá había traído dos perros grandes, hermosos; Pacho y Mono se llamaban. Pero se le fueron enfermando, hasta que se murieron. Cuando falleció el último, ella lloraba y no quería pararse de la cama— cuenta una amiga parada en una tienda de Nuquí, mientras espera a que escampe. En los últimos días no ha dejado de llover y las callecitas sin pavimentar se han vuelto un lodazal.

—Ay, Juanita, ya mi Dios se lo llevó. Váyase a Nuquí, se manda a peinar y así se alegra un poquito —cuenta esta mujer que le insistió a Juana.

Meses antes de la muerte de los animales, había aparecido Foca en la casa, y allí se quedó. Llegó flaco, con el rabo mocho, el pelo liso color café. Juana lo comenzó a recuperar con concentrado, sobras y pedazos de pescado. Esa última vez que lo escuchó ladrar, era ya un perro regordete que se había convertido en su sombra durante las largas jornadas de trabajo en la selva.

Salvo los días en que perdió a sus perros, en cinco años a Juana Perea nunca se le vio triste mientras vivió en Termales y Nuquí. Era una mujer obstinada, que no se doblegaba. Sus carcajadas se escuchaban a varios metros, pero también era capaz de ‘cantarle la tabla’ a cualquiera. Incluso a los paramilitares. Horas antes de que se la llevaran, tuvo una discusión con un líder de las AGC conocido como ‘El Mono’. No era la primera vez que les hacía un reclamo a los paras.

—Durante la cuarentena esos manes anduvieron ‘enfusilados’ por el pueblo, aprovechando que no había turistas. Juana les dijo una vez que respetaran a la gente —cuenta un hombre que recomienda andar con cuidado y no hacer preguntas a desconocidos. Las AGC tienen oídos en cualquier rincón. Los habitantes de esta zona parecen sometidos a la ley paramilitar. La ley del silencio.

El día que se la llevaron, Juana vio su casa invadida por las hormigas. Dicen que era desesperante verlas cubrir cada resquicio de la cabaña. En ese terreno ella estaba construyendo dos hoteles que había bautizado con el nombre de Chocoaventura. Los insectos la obligaron a irse para el pueblo y allá se encontró con ‘El Mono’. 

—No se sabe de qué hablaron. Solo que hubo una discusión —dice el fiscal Juan Oliveros, de la Dirección Especializada contra las Violaciones de Derechos Humanos.

Entrada la noche, Juana volvió y las hormigas se habían ido. Es posible que Foca haya salido a recibirla, como solía hacerlo todos los días.

El Clan narco

El Clan del Golfo, dueño de las costas sobre el Pacífico y el Caribe, es la estructura narcoparamilitar más grande del país. Cada mes exportan cientos de kilos de cocaína a través de sus redes. En julio de este año la Policía les incautó 7,5 toneladas en un solo barco que había zarpado de Cartagena y estaba por llegar a Colón, en Panamá. La droga iba camuflada en bultos de cemento que formaron interminables pilas de cocaína sobre el muelle.

Cuando las Farc salieron de los territorios tras el acuerdo de paz, el Clan del Golfo empezó a consolidarse en departamentos como La Guajira, Magdalena, Atlántico, Sucre, Córdoba, Bolívar, Antioquia y Chocó. Aunque la guerrilla del ELN, las disidencias de las Farc y Los Caparrapos (un grupo criminal que tiene su base en el Bajo Cauca antioqueño) les han hecho resistencia, el Clan se ha sabido expandir en zonas donde el Estado es incapaz de llegar. 

Estos narcoparamilitares usan tanto el océano Atlántico como el Pacífico para sacar cocaína. En esa estrategia han librado guerras con otros grupos armados. También eliminan a los líderes incómodos. Como ocurrió en Bahía Solano, un pueblo a 50 kilómetros de Nuquí, donde fue decapitado el indígena Miguel Tapí. Esto generó un desplazamiento de 906 personas en esa comunidad. En abril la Defensoría del Pueblo había emitido una alerta inminente por el riesgo que corrían allí las comunidades atrapadas por la guerra que libraban el Clan del Golfo, el ELN y un grupo conocido como Los Chacales.

El 9 de enero de este año había sido asesinado en Aguablanca, Nuquí, el líder indígena Anuar Rojas Isaramá. Esto generó otro desplazamiento de unas 80 personas del pueblo Embera Dóbida. En 2020, la organización Somos Defensores reportó el crimen de otros dos líderes en Nóvita y Bajo Baudó, Chocó.

A comienzos de octubre las AGC grafitearon paredes en ocho departamentos para ratificar su control del territorio. Una larga lista de municipios amanecieron con letreros que decían “AGC, presente”. Incluso rayaron las escuelas. Entre las comunidades se esparció enseguida el terror. Nuquí estuvo en la lista. Dos personas allí contaron que Juana expresó entonces su descontento, y ayudó a pintar algunas paredes para tapar los grafitis. 

—Cuando pintaron la escuela, ella escribió por un grupo de Whatsapp pidiéndole explicaciones a las autoridades locales —cuenta un hombre. La respuesta fue el silencio. El mismo que todos eligen frente a los homicidios en esta zona.

Fernando Vega Bravo era un librero y promotor de lectura que hacía dos décadas se había ido a vivir a Panguí, una playa ubicada a un kilómetro de Nuquí. Es la primera ensenada que se ve al cruzar el río del mismo nombre. 

Vega vivía solo en la cabaña que construyó cuando este lugar aparecía en los mapas de los citadinos como un lejano paraíso perdido. Algunos amigos recuerdan cuando llegó a la bahía montado en un planchón con un mototaxi nuevo, y varias cajas con objetos que nunca se habían visto por aquellos lares. Allá Vega hizo un trabajo cultural que fue ganando reconocimiento. Dos o tres veces al año donaba a los vecinos de Nuquí libros que recogía con amigos de Medellín y Bogotá.

El 18 de octubre pasado, diez días antes de que se llevaran a Juana, los familiares de Vega perdieron contacto con él. El lunes varias personas fueron a verificar su estado,  y cuentan que encontraron la casa abierta. Los perros salieron a saludar temerosos. “Tenían una actitud rara”, dicen. En la cocina había un pedazo de carne pudriéndose, junto a un sartén y varios cuchillos sueltos, como si hubieran sido abandonados en pleno uso. Ese día no encontraron nada. Pero el martes 30, en una nueva inspección que llegó hasta los límites con el manglar, hallaron el cuerpo de Vega con siete machetazos en la espalda. No se robaron el bote ni la planta eléctrica. Su asesinato no fue reseñado en las noticias. 

Sobre este caso solo se comenta que en la zona no se mueve una palmera sin el permiso del Clan del Golfo. La orden paramilitar prohíbe incluso delinquir sin su venia. Por eso están proscritos en la zona los ladrones que roban a los turistas, los nativos que fuman marihuana, los agitadores y cualquiera que para ellos implique ruido innecesario. Lo mismo para quienes denuncien el narcotráfico o impidan los planes de los terratenientes. Las autoridades locales no tienen la capacidad para controlar las acciones del Clan. Esto lo sabe todo el mundo.

© Angie Pik

En esa atmósfera de silencio impuesto por los paras está el turismo, que funciona sin muchos contratiempos cuando hay temporadas. Termales todavía es una región muy prístina que no ha sido arrasada por la depredación humana. Allí Juana Perea trató de organizar a los hoteleros. Y para ello creó un grupo de Whatsapp que, según dicen, se le fue saliendo de las manos. Su intención inicial fue echar las bases de un turismo adaptado al medio ambiente. También ideó protocolos para que los hoteles de la región pudieran abrir tras la pandemia. Pero Juana se encontró con otros intereses y temas vedados; con lógicas sociales enquistadas por décadas en la comunidad. 

—Es paradójico, pero esta zona es todavía virgen gracias a la corrupción. Se han robado todos los presupuestos para hacer calles y edificios. La hidroeléctrica de Arusi (un pueblo que colinda con Termales) se la robaron toda. Gracias a dios, porque sino esto estaría lleno de autopistas y esa civilización tan perversa —dice un habitante de Nuquí mientras saborea un café.

Liderazgo en tierra prohibida

—Ella era una líder social. Por eso nos mandaron aquí, por el caso de la señora —dice un soldado del Batallón de Infantería No. 23 de Bahía Solano, que fue enviado a patrullar las solitarias playas de Termales después del asesinato.

Juana María Perea Plata nació en Bogotá hace cincuenta años y se crió en el barrio La Soledad. Era nieta de inmigrantes vascos que salieron de España durante la Guerra Civil. Su hermano Iñaki Perea, dos años menor, recuerda que desde niña mostró una personalidad arrolladora.

—Era persistente; era imposible que no se diera las mañas para conseguir de buena forma lo que quería. No le importaba lo políticamente correcto. Seguía su corazón. Le impacientaba la quietud de quien espera que las cosas caigan del cielo —dice por teléfono.

En la adolescencia, Juana quiso un día sacar el carro de su mamá a escondidas. Doña María Lucía Plata lo supo, pero no hizo nada porque sabía que al vehículo le fallaba la batería. Hubo burlas familiares cuando Juana, desesperada en medio de la noche, empujó el carro sin éxito. Fue una de las pocas veces en que Iñaki vio que su hermana debió conformarse con la frustración.

A los 18 años Juana se fue a Cartagena, donde conoció el buceo. Allá se hizo instructora y comenzó a viajar enamorada del agua y la selva. Esto le dio mucha fuerza física. El impulso aventurero la llevó a aceptar en 2007 un trabajo con una empresa estadounidense en Afganistán. Allí, mientras trabajaba en logística para el soporte de helicópteros, conoció a su esposo Dave Forman, un bombero con quien empezó a planear una vida frente al mar.

Diez años después la pareja compró el terreno en Termales. Cuando Juana llegó, se encontró puro monte. Ella misma cogió machete, pala y azadón para abrirle campo a la estructura de madera que tenía dibujada en su cabeza. Invirtieron mucho dinero en el proyecto y la plata se fue acabando. Hace un año Foreman regresó a Afganistán para conseguir lo que necesitaban y culminar los dos hoteles. 

—Hasta motosierra agarraba ella. No paraba, era verraca esa señora. Se la pasaba sembrando árboles, papa, legumbres. Al comienzo durmió en carpas con los bichos y las culebras rondándole —cuenta una mujer que la conoció en Nuquí.

Entonces ocurrieron dos cosas. Por un lado, Juana se volvió una líder de causas grandes, como oponerse a la construcción del Puerto de Tribugá; y otras pequeñas, como ayudar con cuadernos a una mujer nativa cuya hija estudiaba bachillerato en Medellín. Por el otro se ganó a varios enemigos.

—Quiso cambiar el mundo que le tocó y para eso se le paraba a lo que fuera. No dudo que se haya enfrentado al Clan del Golfo. Así era ella —dice su hermano Iñaki.

—El problema de Juana es que quiso solucionarle la vida a muchos. Uno puede ayudar a dos o tres personas, pero no a todos, porque se termina metiendo en problemas —cuenta otra persona. 

Algunos hablan mal de Juana Perea por conflictos de vecinos. La acusan de incoherente frente a su lucha ambiental. Una vez, dice una fuente, puso unos sacos para delimitar sus predios, y esos elementos podían ser contaminantes. Juana alegó que no tenía más opciones. 

Otra persona la describe como “megalómana”. 

—En vez de hacer un hotel quiso hacer dos. No se conformaba con algo pequeño; quería lo más grande y en estas tierras no se puede, hay que ir paso a paso —opina.

Sus amigos, por el contrario, dicen que trataba de provocar el menor daño posible. 

—Si tumbaba un árbol, sembraba diez —cuenta otro conocido.

Pero todos coinciden en que Juana Perea se había convertido en una líder social. Lo último que hizo durante la crisis del coronavirus fue crear un costurero de mujeres de la región para que no dependieran económicamente de sus maridos pescadores. La idea era producir tapabocas para vender. Lo hizo por su iniciativa y con sus propios medios. Todas sus acciones comunitarias, más lo que decía públicamente, le fueron granjeando antipatías. El 5 de agosto pasado escribió en Facebook:

“¿Dónde está la indignación cuando matan a líderes sociales? ¿Por qué no salen a la calle a gritar y a exigir cuando las voces de quienes defienden los derechos de otros son calladas a balazos?”. Dos meses después caería ella.

El crimen 

Entre las 8:53 de la noche y las 2:00 de la mañana del 28 de octubre, Juana fue retenida en su casa por dos paramilitares. Cuando la marea subió, la montaron a una lancha conocida como Río Villano, manejada por un hombre llamado Aristides Pacheco. Prendieron el motor y la condujeron hacia mar abierto. La obligaron a quitarse la ropa y la arrodillaron en la embarcación, entre el vaivén de las olas. Néstor Lozano Muriel, conocido como ‘El Tigre’, sacó un arma y le disparó tres veces. La barca se inundó con la sangre de Juana. Y en un punto entre Termales y Nuquí arrojaron su cuerpo al mar.

Todo esto lo reconstruyó el fiscal Oliveros con el equipo de la Dirección Especializada contra las Violaciones de Derechos Humanos. Tuvieron el apoyo inmediato de la vicefiscal general de la Nación, Martha Mancera; de la Policía y la Armada Nacional, en cabeza del almirante John Fabio Giraldo, comandante de la Fuerza Naval del Pacífico. 

© Angie Pik

Tras el crimen, Pacheco lavó la lancha en un intento por desaparecer cualquier huella. A su casa en la playa llegaron tres expertos en luces forenses. Ellos corroboraron que la embarcación había estado impregnada de una sangre que, a la postre, fue cotejada con la de Juana. Pacheco y ‘El Tigre’ fueron capturados y acusados por los delitos de feminicidio agravado y concierto para delinquir.

¿Se oponía Juana al Puerto de Tribugá? ¿La hizo esto más visible y vulnerable?  

—Ella solo hablaba de eso. En abril de 2019 viajó a Bogotá e intentó contactarse con un periodista para explicar el crimen ambiental que querían cometer. Ella pensaba que el proyecto era absurdo por dos razones. Iban a acabar con los manglares y la biodiversidad. Y con el puerto solo unos pocos iban a sacar una gran tajada —dice Iñaki.

Termales sería un paraíso sino fuera por el Clan del Golfo y lo que ellos significan: narcotráfico, control ilegal de la tierra, homicidios. La ley del terror a la que todos terminaron por acostumbrarse. Juana había encontrado en Nuquí un edén que tenía su costo. Por paradisiaca que pareciera la vida allí, el paisaje siempre estuvo atravesado por la adversidad. Y ella lo veía hasta en las pequeñas cosas. 

Recién salidas de los huevos, las tortugas golfinas son liberadas cada día muy cerca de donde quedó la casa de Juana a medio construir. Esas pequeñas criaturas intentan llegar a un mar que las devuelve a la playa con la violencia de las olas. Muy pocas tortugas logran sobreponerse al furor del agua y entrar al océano, donde vivirán más de cincuenta años. Algo similar ha ocurrido con quienes intentan cambiar el orden perverso que los hombres del Clan han impuesto en Nuquí. Casi nadie que los haya enfrentado ha conseguido sobrevivir. 

Aún así es casi imposible no dejarse embrujar por la atmósfera de Termales. Muchos cuentan cómo han nadado con las ballenas que llegan una vez al año a aparearse. 

—Te tiras al agua y ves los meros y los tiburones. Caminas por la selva y te encuentras con una pareja de jaguares. En las noches escuchas al tigrillo, o estás sentado y ves pasar una pantera. (…) Y no te hablo de las águilas, los tucanes, las culebras, las garzas que llegan a cualquier hora —cuenta un nativo de la zona. 

Todo eso enamoró a Juana Perea. Su cuerpo estaba tan descompuesto por el mar que no hubo tiempo de llevarlo a Bogotá: la enterraron en el cementerio de Nuquí, frente a unos pocos conocidos y con un atado de flores púrpura de pantanillo que pusieron alrededor de una cruz hecha con dos palos regalados por el sepulturero. 

Cuenta una mujer que Foca, el perro, pareció sentir su muerte. Lo llamaban a comer y no atendía; se quedaba tirado en la playa quieto y sin ladrar.

—Uno lo veía todo tristecito ahí. Se lo tuvieron que dar a un señor para que lo cuidara —lamenta.

* Esta crónica forma parte de La Liga #EnElTerreno, una iniciativa que busca, a través de nuestros medios aliados, contar historias en las regiones silenciadas de Colombia.

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