“Huellas de desaparición”: el sentido estético para mostrar crímenes de Estado
La exposición de la Comisión de la Verdad y Forensic Architecture duele. Pero no pretende que el espectador se conmueva. Quizá ahí yace su mayor logro. Perturba por el rigor que deja una certeza: estos hechos atroces ocurrieron.
Filósofo, literato, Ph.D en Derecho. Profesor de la Facultad de Derecho de la Universidad de los Andes. Premio Nacional Simón Bolívar de [...]
15.12.2021
Fotos: Jorge Vaca
“No hay hechos, solo interpretaciones”, escribía el filósofo alemán Friedrich Nietzsche en 1886. No solo atacaba con esta oración la ingenuidad del positivista que considera que hay hechos en sí, evidentes y medibles, sino que también se enfrentaba a la desidia del subjetivismo a ultranza: postrado a la relatividad y que abraza irresponsablemente toda opinión como válida, pues considera que no hay verdad absoluta.
Para Nietzsche, no es aceptable un subjetivismo que niega la posibilidad de tener puntos en común porque el sujeto es, también, una invención, una añadidura: una interpretación. Sobre lo que hay que indagar entonces es sobre los sentidos de los acontecimientos, ponderar las circunstancias en las que se erigen los sujetos mismos que observan la realidad e intentar dar cuenta de las trayectorias de poder que dan lugar a aquello que creemos cierto.
La concepción de la verdad de una comisión de la verdad se debate entre el positivismo y el subjetivismo. Debe intentar una versión oficial del pasado (en el sentido de ser una institución estatal transicional) y, al mismo tiempo, debe reconocer una reverberación de voces en disputa. Voces que debaten los hechos del pasado y se ubican como los poderes que salvaron o fueron victimizados por ese pasado.
Es el resultado profundamente estético de la investigación que sustenta la exposición.
Son voces que se señalan las unas a las otras como mentirosas y que legitiman su presente a partir de la acusación de su antagonista. La negación de cualquier versión del pasado es, a su vez, la interpretación de un presente donde las voces también tienen vocación de poder. Buscan un futuro respaldado por el relato de lo que han sido. En una sociedad que vive un conflicto armado profundamente violento, en donde los enfrentamientos son tanto horizontales (entre ciudadanos) como verticales (entre rebeldes y el Estado), proponer una comisión de la verdad supone una expectativa sobre una interpretación definitiva del pasado; por ello se le denomina Comisión de la Verdad; no de las verdades y, sin embargo, esa verdad está llena de sentidos contrapuestos.
La encrucijada entre positivismo y subjetivismo de la Comisión de la Verdad en Colombia es también su más grande oportunidad para la creatividad. La búsqueda de nuevos lenguajes para abordar los debates sobre las responsabilidades colectivas del pasado y la clarificación de los hechos complejos y deliberadamente ocultados demanda la más novedosa de las aproximaciones. Es esto lo que se experimenta al asistir a la Exposición “Huellas de desaparición”, que fue lanzada el pasado 10 de diciembre en el Museo de Arte Miguel Urrutia (MAMU) del Banco de la República como resultado de la colaboración entre la Comisión de la Verdad de Colombia y la agencia internacional de investigación Forensic Architecture.
Y empecemos por ahí: la exposición, que cuenta en detalle cómo se ejecutaron crímenes recientes desde el Estado colombiano, se lleva a cabo en una institución del Estado, en una de las salas más respetadas para nuevas exposiciones artísticas. A esta circunstancia inédita –del Estado mirándose en el espejo de sus horrores como resultado del ejercicio independiente de una institución creada por un acuerdo de paz en Colombia– debe añadírsele, además, la dificultad de precisar el adjetivo “artístico”. ¿Es arte lo que se ve en la exposición? Lo que se puede afirmar sin lugar a duda es el resultado profundamente estético de la investigación que sustenta la exposición.
Y al decir estético me refiero a la activación de los sentidos, no solo a la triste belleza de una maqueta con personitas de plástico dispuestas exactamente para representar sus movimientos antes de ser desaparecidos por el Ejército con base en la contrastación de cientos de videos, testimonios y decisiones judiciales.
No se asiste únicamente en esta exposición a la comprensión racional de la descripción de una secuencia de hechos (aunque esto también se observa de manera magistral y académica). Lo que se experimenta es la sensación inequívoca de malestar en la boca del estómago cuando uno entra a una caja negra y ve un video que relata paso a paso, con el más alto rigor forense, cómo un magistrado fue sacado vivo por agentes del ejército del Palacio de Justicia, llevado a la Casa del Florero y luego reportado como muerto en la toma. Es el vacío de saber que trabajadores de la cafetería del Palacio de Justicia salieron vivos, los llevaron a la Escuela de Caballería y allí fueron torturados, asesinados y sus cuerpos transportados a diferentes cementerios del país para ocultar los crímenes.
El dolor físico sucede también al ver representada en tres dimensiones la disposición exacta de una vereda en la que ocurrió una de las tantas masacres que luego daría lugar al desplazamiento y el despojo de las tierras de los campesinos de la región de Urabá y su posterior apropiación por empresas de banano y palma que todavía no devuelven la tierra.
El sentido estético es el vacío en el pecho al ver un mural que muestra en detalle el traslape de acciones que ocasionaron la brutal reducción del territorio indígena Nukak, imaginado por el Estado como un lugar de excepción, listo para ser sometido para su extracción por cualquier medio: cultivos de uso ilícito, fumigación, ganadería y deforestación. Sí, la exposición duele. Pero no pretende que el espectador se conmueva. Quizá ahí yace su mayor logro. Perturba por el rigor que deja una certeza: estos hechos atroces ocurrieron.
El Estado, políticos, empresarios, paramilitares, el ejército de Colombia, todos en conjunto ejecutaron los planes criminales que dieron lugar a la desaparición forzada, el despojo y el exterminio de colombianos y la evidencia presentada en maquetas, murales, videos con el más agudo sentido de la contrastación, la ayuda de tecnología sumamente precisa y el trabajo juicioso de archivo, llevan a la convicción de que tal responsabilidad es indudable. Argumentar la responsabilidad innegable del Estado colombiano en graves violaciones a los derechos humanos duele y es el primer gran triunfo de la Comisión de la Verdad.
El reto de este logro de investigación traducida con sentido estético sigue siendo la comunicación. La exposición ha dispuesto mediadores para ayudar a los asistentes a navegar la extrema complejidad de las piezas. Uno puede leer con cuidado, sentarse en las tres salas a ver la hora y media que suman los productos audiovisuales y seguir muy confundido en los detalles, si bien puede entender la idea general. Los murales por sí mismos no explican de manera inmediata; impactan por su belleza y traslape de variables, pero requieren dedicación, compromiso. Todo eso que nos falta en una sociedad cada vez más acostumbrada a mensajes rápidos y efectivos. Pero no creo que esto sea un error de la propuesta. Es apenas una primera iniciativa contundente que tendrá que complementarse con otras iniciativas quizá más sencillas, pero que no pueden renunciar al rigor.
¿Ha conseguido entonces la Comisión de la Verdad, en esta primera apuesta, sortear la tensión entre positivismo y subjetivismo? Creo que ha conseguido situarse como un actor con la capacidad de convocar diferentes perspectivas, métodos, tecnologías y lenguajes para dar cuenta de las circunstancias de tres fenómenos representativos de la responsabilidad estatal en atrocidades.
Esto quiere decir que ha sido capaz, en este primer ejercicio, de dar sentido a relatos coherentes con evidencia fáctica. En otras palabras, si a la exposición entra alguien que niegue la responsabilidad del ejército de Colombia en la desaparición forzada, le va a costar mucho dar argumentos racionales y basados en la evidencia para negar lo descrito en los videos, murales y maquetas. Este poder argumentativo sitúa a la Comisión como un sujeto que pone a dialogar perspectivas y las traduce en una interpretación del pasado que no es irrefutable por dogmática o ideologizada, sino que quien quiera atacarla tendrá que desplegar un trabajo enorme de contrastación y argumentación para elevar el nivel del debate.
La desaparición no es solo el acto de violencia físico, sino también un ejercicio burocrático: un acto de violencia contra la evidencia y la verdad
Forensic Architecture sostiene que la arquitectura no es solo un testigo de la memoria y la historia, sino también un partícipe del horror. Su ejercicio de archivo crea tejido de evidencia y rastros materiales que conectan el microanálisis de espacios específicos para que sean pasajes hacia la comprensión de la historia. En este sentido, sus hallazgos nos muestran que la desaparición no es solo el acto de violencia físico, sino también un ejercicio burocrático: un acto de violencia contra la evidencia y la verdad.
La exposición demuestra que es posible sospechar de la verdad institucional y cuestionarla con tenacidad. La verdad de la Comisión no es un veredicto ni una opinión, no es un objeto trascendente y acabado, como el que atacaba Nietzsche. Es una práctica colectiva de construcción de sentido (quizá siempre estético) que vale la pena seguir transitando.
*Huellas de desaparición estará disponible al público entre el 10 de diciembre del 2021 y el 25 de abril del 2022.
Filósofo, literato, Ph.D en Derecho. Profesor de la Facultad de Derecho de la Universidad de los Andes. Premio Nacional Simón Bolívar de Periodismo 2020.
Filósofo, literato, Ph.D en Derecho. Profesor de la Facultad de Derecho de la Universidad de los Andes. Premio Nacional Simón Bolívar de Periodismo 2020.