«En días de duelo nacional ante la muerte de Botero, un consuelo puede ser que tenemos en Salcedo a un astro rutilante que sabrá ocupar el rol del Maestro en nuestras conversaciones, gustos y disgustos más contemporáneos.»
En una lista de los poderosos en el “arte nacional” hecha por La Silla Vacía en 2013 figuró Doris Salcedo en el tercer puesto antecedida por la Casa Gaviria y la galerísta Catalina Casas. El listado, hecho por encuesta y a partir de una población excluyente, como lo es la de la pequeña inteligencia local que solo parece ser sensible al «arte contemporáneo», dio muestra de su sesgo autocelebratorio y excluyó a un poderoso: Fernando Botero.
En ese momento escribí un texto en respuesta a esa encuesta y, como si se tratara de un ejercicio terapéutico de constelaciones familiares, constelé a cada figura de la lista con otra figura, de igual calibre, que se había quedado por fuera de la lista (una terapia que devino en manual de autoayuda pues yo mismo figuré en ese listado).
En días de duelo nacional ante la muerte de Botero, un consuelo puede ser que tenemos en Salcedo a un astro rutilante que sabrá ocupar el rol del Maestro en nuestras conversaciones, gustos y disgustos más contemporáneos.
Lo que sigue es el texto de 2013 con una que otra edición para ponerlo al día:
Para ser esta una lista de los poderosos en el “arte nacional”, mucho dice de nuestros artistas el que haya que esperar hasta el puesto número tres para encontrar a uno de ellos. Y qué sorpresa, en esta época de artistas políticos se trata de un artista político, Doris Salcedo, una artista política. Pero la inclusión de Salcedo como estrella rutilante debe ser contrastada con el brillo del astro rey, ese que la acompaña en su singladura por el brillante firmamento de la plástica: Fernando Botero. Y así como para un público “más contemporáneo” y con ínfulas cosmopolitas es Salcedo quien “definirá la memoria de la violencia de este país” y quien mejor nos representa, para un público del país anterior a la constitución del 91, y de la bohemia del siglo pasado, Botero es y será quien ya definió esto y muchas más cosas.
Ambos artistas tienen intereses sociales que los sacan de su taller y los ponen a jugar más allá de la esfera de la plástica, filantropía la llaman unos, gestión lo llamarían otros. Doris Salcedo se ha encargado de llevar a cabo de forma cada vez menos, menos y menos anónima rememoraciones a Jaime Garzón, a los diputados del Valle masacrados por las FARC, a los civiles asesinados a manos del Ejército Nacional para hacerlos pasar por combatientes, a las víctimas del conflicto armado, al proceso de paz y quien sabe qué otras iniciativas que no se han publicitado. Botero no se queda atrás y, por ejemplo, en la pasada y eterna tragedia invernal del 2012 hizo un performance: acompañado de un voluminoso cheque en plotter le donó a la Primera Dama de la Nación 600 millones de pesos. Un gesto altruista que le da a este artista acceso inmediato a altas esferas del poder gubernamental e institucional (aunque parte de los recursos donados podrían venir del mismo erario público al que el artista los retorna: hay que recordar que en 2010 Botero le vendió a la Alcaldía de Bucaramanga una escultura conocida como “La Gorda” por la suma de US$1’350.000.00).
Sin embargo, el caso más evidente del poderío de Botero es su donación y autodonación al Banco de la República y la exhibición a perpetuidad de 260 obras de su autoría en el Museo Botero y en el Museo de Antioquia (al que hizo cambiar el nombre, antes se llamaba Museo Zea). La reserva y blindaje legal para los mausoleos que llevan su firma fueron hechos ampliamente discutidos y debatidos en una entrada que circuló por La Silla Vacía y por Esfera Pública (vale la pena leer los comentarios de Halim Badawi para ver el ejercicio de autoentronización histórica que significa esta curaduría de Botero hecha por Botero para favorecer a Botero).
En términos de mercado, ambos artistas son sin lugar a dudas los más poderosos: Botero en las subastas de la franquicia del “arte latinoamericano” es usado como imán y precio de referencia, y Salcedo, por la envergadura y cotización de sus obras, no solo está por fuera del circuito de exposiciones locales, sino por fuera de la modesta escala del mercado local.
Aunque pensándolo bien, los colombianos somos compradores de un valioso Salcedo después de que el Banco de la República decidiera pagar más de 2500 millones de pesos a una galería en Nueva York para ponernos a todos a la altura de la política de ventas de esta artista tan política: la “compra de tres unidades de la obra plegaria muda” por “US$686.560.400” a la Galería Alexander and Bonnin de Nueva York, como reza en el informe de contratación de 2013, que hizo el Banco de la República. Una adquisición extraña pues violenta el conjunto de Plegaria Muda y demiembra tres piezas del cuerpo de una instalación de 166 camas hechas en alusión según la artista a los asesinatos estatales hechos por parte del ejército en lo que se conoce como «falsos positivos». Sobre cada pieza, en forma de dos mesas siamesas que ensanduchan una tumba de tierra negra, brotaban nacimientos de pasto bajo un proceso delicado, misterioso y contingente, un ritual de duelo y crecimiento con unas condiciones imposibles de mantener ahora con esas tres piezas huérfanas de su mobiliario original se guardan como si fuera una carísimo y magro relicario en las oscuras bodegas de la institución museal. Desde el momento de su adquisición no han sido mostradas al público.
Así como Botero tiene su museo por siempre y para siempre en Bogotá, Salcedo no se queda atrás y tiene su museo Salcedo, o antimuseo, o «contra-monumento» como lo llama la artista, en el espacio de Fragmentos. Se trata una obra comisionada en 2017 por lo alto y desde lo alto por la oficina de la presidencia y la cabeza del Ministerio de Cultura a Salcedo para hacer un monumento con las armas depuestas por la guerrilla de las FARC como uno de los memoriales acordados en el proceso de desmovilización con ese ejército. La obra de Salcedo es horizontal, contraria a la erección estaturaria masculina y guerrerista, y ocupa por entero el espacio de las tres de las salas de exposición del museo y sus corredores. Se trata de un piso compuesto por 1300 láminas cuadradas hecho con el metal que resultó de la fundición de las armas entregadas. Un lote del metal fue martillado en una acción plástica en la que participaron mujeres víctimas de ataques sexuales y violencia en la guerra por parte de todos los ejércitos. La artista comparte el crédito con ellas de la exposición permanente. El resultado de esa catársis colectiva orquestada por Salcedo fueron unas láminas abullonadas, con chichones redondos, improbables para caminar encima de ellas, la artista ordenó aplanarlas, repasarlas y multiplicarlas para que el lote pasara por el filtro de control de calidad de su impronta estilística y así fueron trabajadas para cubrir por entero con un Salcedo el suelo del espacio expositivo. Es como si en una sala de música encargada a un compositor, el artista hubiera decidido dejar por siempre y para siempre sonando una obra propia como banda sonora permanente en el auditorio. El Museo de Salcedo ha sido criticado, al igual que el Museo Botero, por ser espacios propios para ejercitar una metafísica influyente del discurso, pero no reflejan ni contienen lo mejor de ambos artistas, apenas lo evocan, son piezas menores en su producción, pero mayores en su huella de figuración en la capital del país.
En 2009 por equivocó, o por despiste, me ofrecieron ser el montajista de una exposición de Botero que ya venía curada por Botero y que pertenecía a una donación de pinturas y dibujos que él le hizo al Museo Nacional de Colombia. La muestra se llamaba La violencia según Botero y llegaba a Bogotá de noche, en un avión de carga que la traía de su itinerancia por varios paises caribeños, y tenía que estar montada para el otro día, al final de la tarde, para la inauguración. Me llamó la atención que entre la selección no estuviera el poder por lo alto, obras como La Familia Presidencial o Los Obispos Muertos, pero también que Botero hubiera sacado de su selección a otros actores del poder por lo bajo que brillan por su ausencia: los retratos La muerte de Pablo Escobar y Tirofijo. Este acto de edición se puede atribuir a la curaduría caprichosa hecha por Botero, la donación de una serie aleatoria que responde más a un interés esporádico pero constante del pintor mecenas que a un ejercicio consistente de exploración. Estamos lejos, muy lejos, de una comedia humana hecha por Balzac o por Daumier. La ausencia de Tirofijo y Escobar también resulta útil para minimizar el carácter controversial y “censurable” que podría tener la inclusión de bandidos, subversivos y terroristas con nombre propio en una muestra itinerante patrocinada por el estado colombiano y que, por extensión, le podría traer mala publicidad a Botero. Con estas omisiones, la violencia “según Botero” gana en corrección política lo que pierde en complejidad; el astuto proceder se acentúa en una declaración del artista con la que pretendió desinfectar de polémica el retrato del líder guerrillero, esto fue lo que dijo Botero cuando sí se atrevió a presentar a Tirofijo en sociedad: «No es un comentario político. Quiero que quede claro. Es lo que existe en un país mas allá de la política. Es la Historia. Cuando se vea dentro de cien años, no importará si ‘Tirofijo’ era de izquierda o de derecha. En el arte, eso está mas allá de la cosa de todos los días, hace parte del folclor o del color o de la Historia de lo que es un país».
En términos plásticos Salcedo & Botero han hecho piezas poderosas, liberadoras, independientes, las esculturas e instalaciones de la Maestra están al mismo nivel de las pinturas icónicas, hermosamente monstruosas, controladamente imperfectas que hizo el Maestro antes de la década de los ochenta, pero así como lo hecho por Salcedo solo parece recibir reseñas líricas y su grieta es ilustración de todo tipo de comparaciones hiperbólicas, lo mismo sucede con Botero. El mejor regalo que recibió este artista el año cuando cumplió 80 años fue el libro Botero, la búsqueda de un estilo: 1949-1963 de Cristian Padilla, una narración que saca a la luz las olvidadas piezas experimentales y vanguardistas de hace más de 40 años, y que fue opacado, por supuesto, por la barahúnda de discursos protocolarios, actos patrioteros, homenajes faranduleros y claro, por las mismas declaraciones del artista (hay que liberar a las obras hasta de sus propios autores, y esto va también para Salcedo).
Así las cosas, la dupla Salcedo & Botero, casi impensable como pastiche expositivo curatorial, es una quimera bicéfala que representa bien al país y danza de forma armónica y solitaria en la pista de baile del poder, es una pareja tan emblemática que difícilmente podrá ser emulada por otros competidores.
Nota: para muchos espíritus sensibles son los artistas quienes debería ocupar los primeros lugares del Top del «Arte Nacional”, así las cosas, Salcedo & Botero deberían subir al primer puesto y desplazar al político (Cesar Gaviria), a la gestora cultural (María Paz Gaviria) y a la galerista (Catalina Casas) a lugares secundarios. Lo mismo podría decirse de Vincent Van Gogh en su época quien, a pesar de tener un hermano en “la rosca” (Theo era galerísta alternativo), no logró reconocimiento alguno en términos de valor y precio, no registró en la academia ni el mercado y menos en un hipotético Top de su momento; tal vez si un político, un gestor o un galerísta de prestigio hubieran apostado por Van Gogh cuando estaban produciendo, algo se habría sumado a la cadena de valor (y/o precio) y la historia sería otra. Ignorados en vida, hoy los hermanos Van Gogh comparten en tumbas contiguas el prestigio que nunca recibieron y fue solo hasta que una mujer, Jo van Gogh-Bonger, la viuda de Theo, quien batalló la indiferencia y el machismo durante décadas, que gracias a los esfuerzos de ella el mundo supo valorar y apreciar la obra de su cuñado.