Antes de todo existe el fútbol. Y el fútbol es el deporte más masivo del mundo y el ritual cultural que muchos países consideran parte integral de su identidad cultural. Por eso, el fútbol es una cultura que construye la nación sentimental. Todos creemos, sea en Colombia, Bolivia o Irán, que el fútbol es parte de la identidad nacional. El cronista de México, Carlos Monsiváis, lo cuenta mejor: “Creo en el fútbol que es la esencia de la nación deseable; veo en el partidario de la selección al ciudadano perfecto”. Y sí, ahí somos ciudadanos sentimentales que animamos, ponemos el cuerpo, proponemos, somos críticos, buscamos el colectivo, abrazamos a los otros más allá de clases sociales, edades, gustos y tradiciones. Por eso, una camiseta de fútbol, sea de un equipo o de la selección nacional, es una forma de pertenecer a una comunidad de sentido y tener símbolo emocional para habitar la existencia.
El futbol es atractivo para el melodrama público porque tiene drama, narrativa, espectáculo, épica y tragedia
Y esta religión del fútbol tiene su cancha donde rezar, poner en escena el ritual y practicar la fe: los medios de comunicación y las redes digitales, y sobre todo la televisión. Y tiene sus evangelizadores que son los periodistas, que más que portadores de la verdad, son promotores de una fe. Sin relato, no hay religión, ni fútbol; por eso, no basta con Messi o Cristiano, se necesita a los relatores de sus virtudes y pecados.
El futbol es atractivo para el melodrama público porque tiene drama, narrativa, espectáculo, épica y tragedia. O si no, veamos: Falcao es la tragedia nacional, pintaba para estrella y terminó estrellado; nace una nueva celebridad que es James y todo va bien, hasta que le comienza a pasar lo mismo que muchos de los futbolistas colombianos, algo falla en el coco y todo se desvanece en la fama. Y tristemente, nos llega el principio de realidad que nos dice que James no es Messi.
El fútbol es política porque expresa esa estética inconveniente de lo popular, la contradicción del sentimiento, la posibilidad efímera de tener ídolos de la nada; porque cuenta los modos otros de ascender en esta sociedad del capital donde billete mata cabeza; porque tiene a los aficionados que hinchan con cuerpo, alma, emoción y símbolo por sus camisetas.
El juego de la vida
El fútbol importa en el juego de la vida porque expresa el drama del reconocimiento en la sociedad del siglo XXI, esa sociedad donde ser exitoso es tener billete y ser celebrity del espectáculo. Por eso, el relato del fútbol expresa un modo de triunfo en las sociedades del capital ya que es la mejor solución para salir de la pobreza y del anonimato, y convertirse en celebridad mundial. Lo gozan ricos y pobres pero lo juegan mejor los pobres, es una revancha del pueblo.
El futbol es la pasión de lo simple, tiene 11 reglas, lo juegan los pobres, trabaja sobre el ideal del ascenso social, documenta filosofías simples y expresa modos de comprender la vida sin marco teórico. Maturana, el técnico de la selección Colombia más inmortal, la de 1994, patentó el modo de ser colombiano en una frase: “perder es ganar un poco”. Y esta es la verdad para comprender nuestra realidad: hay que perder libertad para ganar democracia, hay que perder dignidad para ganar amistad con los gringos, hay que perder en derechos humanos para ganar en seguridad… y, en la vida cotidiana, jugamos a que pierdo algo para ganar otra cosa. Una identidad de perdedores: ese es el gran discurso nacional. En la misma línea “filosófica” de identidad, el 10, o sea el que sabe y piensa con la pelota en los pies, nos definió con su “todo bien, todo bien” y esa melena afro-rubia. Peluca que nos define: somos afros o indígenas del alma pero nos vestimos de monos para poder ser y ante el éxito o el fracaso decimos “todo bien, todo bien”, la diferencia está en el tono que puede ser de alegría, resignación o venganza prometida. Eso es lo que hace grande al fútbol: se pierde la razón, el argumento y las ideas para ganar la pasión y el sentimiento.
Y obvio que es negocio, ocio sucio, billete por encima de la ética; bueno, es el deporte del capitalismo. Por eso, esa iglesia llamada FIFA está por encima de los estados nacionales y su misión es hacer dinero y producir espectáculo. El fútbol es el negocio de Adidas, Nike, Puma o Reebok; la mafia de empresarios; la posibilidad de éxito de los pobres; el mejor negocio para los medios. Todo lo que toca el fútbol lo convierte en billete. Antes se jugaba fútbol los domingos y se hablaba toda la semana, era más vida cotidiana que espectáculo. En el siglo XXI se juega todos los días y ya casi ni se habla, el negocio de marcas y televisión no para.
El fútbol es el ritual colectivo donde los colombianos nos venimos reconociendo mejores personas: una selección que gana y jugadores que saben hablar y jugar expresan una nueva actitud de país: positiva, colectiva, con discurso y buena onda. Una nueva Colombia, esa de todo es posible. El fútbol de Colombia se transformó como cultura desde el mundial Brasil 2014. En ese evento “perdimos” pero “ganamos” una emoción colectiva en versión de jóvenes. En esta nación de odios y bullying, nuestro fulbito es una alegría. Y esa alegría se traduce en que hacer periodismo futbolero es una estrategia de éxito mediático.
La alegría que expresa el fútbol y que narra la actitud del todo es posible de este nuevo país hace que este deporte sea un infalible para el rating en Colombia. Lo increíble es que no importan los periodistas, triunfa el fútbol. Nadie sigue a nadie: ni a yo-Vélez, ni a Mejía, ni a Hernández. Comunicativamente, los evangelistas no importan, interesa el fútbol. Tampoco importa que se haga buen periodismo de crónicas, reportajes o video-emoción, importa el fútbol.
El fútbol nos hace libres, nos libera de tener LA verdad, ya que todos tenemos un pedazo de la misma; verdades desde lo emocional, más allá de la neutralidad periodística, más acá de la objetividad de las ciencias, cerca de las ideas políticas y por fuera de la solemnidad de la academia.
*esta nota fue previamente publicada en el el sitio web de la Universidad de los Andes.