Un bolígrafo viejo es suficiente. O una moneda. O papel aluminio. En un barrio como el desaparecido Bronx el objetivo es construir una pipa para poder consumir bazuco.
–¡Quiubo, gonorrea, dónde está lo mío! –bramó furioso un habitante de calle en las puertas del Centro de Integración Social Bacatá, mientras Levinson y su compañero conversaban con otro poblador del sector, ubicado entre el Bronx y el Hospital San José. La respuesta no se hizo esperar. El segundo hombre sacó de la nada una navaja hechiza y se dispuso a ensartarla en cualquier parte del cuerpo de su oponente.
–Quédense tranquilos, –añadió el vigilante del Bacatá– eso pasa todo el tiempo acá, dejen que resuelvan sus problemas, pero mejor entren mientras ellos acaban.
Tremenda bienvenida les había preparado esa zona en el centro de Bogotá, intervenido en mayo de 2016 por la Policía Nacional de Colombia y el Ejército pero que para finales del 2015 estaba contagiada por el espíritu navideño. Las calles estaban pintadas. Había borlas de las que se ven desde afuera de las casas y algunos coloridos banderines que, colgados de los cables eléctricos, hacían del panorama una oda a la ironía; con estos adornos se intentaba transmitir la clásica paz y alegría de la época pero, por más esfuerzos enfocados en el decorado, nada les quitaba el aroma de la calle, ese que mezcla óxido, barro, plástico quemado, excrementos y sudor: el olor de que algo no anda bien ahí, el olor de las “ollas”.
Desde Los Andes...
Recomendadmos la lectura del artículo "De la estigmatización de los consumidores de bazuco y pegante hacia la inclusión de sus voces en la política pública" de las profesoras Amy Ritterbusch y María Inés Cubides Kovacsics.
Una “olla” cumple varias funciones: puede ser el sitio de compra y venta de drogas, de compra y venta de pipas y jeringas, de compra y venta de servicios sexuales, de compra y venta de vidas. Allí, con la cantidad correcta de dinero, se puede tener lo que se quiera, eso lo sabe Levinson de primera mano: ha estado metido en las ollas mientras se cocina la degradación humana.
Levinson Niño, o solamente “Lev”, lleva un poco más de cinco años sumergiéndose en ese caldo. Comenzó trabajando en un proyecto de investigación sobre el consumo de drogas en Santander de Quilichao, de ahí se enganchó con la Corporación Acción Técnica Social (ATS), donde hoy hace trabajo de campo en los metederos de Bogotá. Su labor consiste en realizar algunas encuestas, caracterizar a la población, examinar los modos de consumo y finalmente tratar de ayudar un poco. La estrategia: reducir los daños colaterales, los que van más allá de meter droga, como si esas sustancias de por sí no destruyeran lo suficiente el cuerpo. El problema, según cuenta, es que los utensilios usados para hacer rendir el efecto de la droga suelen ser más perjudiciales que el compuesto mismo.
Pipas hechas con monedas, tubos de bolígrafo, jeringas, cauchos y papel aluminio se convierten en las únicas compañeras de vida para un basuquero. Si no, que lo diga ese sujeto que se acurruca diariamente a eso de las nueve de la mañana detrás del Cementerio Central, entre la división de la calle 24. Levinson lo ha visto muchas veces, pero eso no es suficiente para determinar su edad, conocer su voz o saber al menos su estatura. Lo único seguro es que compra su mercancía en la olla del barrio Santafé y allá mismo bombardea su cuerpo a punta de pipazos.
Foto: Levinson Niño
Escenas como esa hacen parte de la cotidianidad de Lev. Él vive en el extremo norte, pero pasa más tiempo en el centro de la ciudad recorriendo los laberintos urbanos que ofrecen algunos sectores. Su día comienza temprano: a eso de las 6:30 abre sus ojos, se pone sus tenis y media hora después ya se encuentra de camino al centro. Suele establecer un punto de encuentro cercano a alguna olla o algún sector deprimido de la ciudad. Allí ultima detalles con sus compañeros de equipo y empieza el recorrido.
La tarea consiste en caminar, hablar, caminar, observar y caminar. A los habitantes de estos sectores no les gustan los intrusos, por esa razón algunas veces toca caminar rápido. Algunas otras hay más suerte, se encuentran con algún conocido y este, haciendo gala de su hospitalidad, les enseña la zona. Caminar acompañado es un alivio.
Hay que mantenerse sereno – dice Levinson – Hay que “montar cara”. Así le dicen por acá a guardar las apariencias, mirar a los ojos con seguridad. Si muestra miedo se la montan – en un lugar así, no es de extrañar que los habitantes sientan curiosidad por los turistas. Se acercan a pedir comida, dinero, ropa. En en ocasiones lo hacen amablemente, otras no tanto. Levinson lo sabe, viene preparado.
De vez en cuando invita a alguno de ellos a un tinto, en ocasiones, traen liberales –ese pastel rojizo, hastiado de crema, bañado en azúcar y tan bogotano– para repartir a cambio de palabras que rellenen las encuestas que necesitan. Cuando las personas andan reacias y no se acercan, Levinson las aborda con conversaciones casuales, trata de generar empatía, que cual es su equipo de fútbol, que si conoce donde puede conseguir tal o cual cosa, que si muy dura la farra de anoche…
Una vez roto el hielo, se tocan temas algo más sensibles: se habla de sus adicciones. Levinson dice que lo más común es que los adictos hablen, todos quieren ser escuchados. Seguramente esa necesidad responde a la forma en que viven, como fantasmas de una sociedad apática, como sombras de lo que algún día llegaron a ser. El otro pequeño grupo, la minoría silenciosa, se mantiene a punta de monosílabos que a la larga significan un bocado de comida o mercancía para intercambiar por droga.
A simple vista estas personas no son diferentes. Si se mira por encima o de reojo, no se descubre gran cosa: son sujetos comunes, tal vez distraídos, sumidos en sus pensamientos. Verlos a los ojos, cara a cara, es diferente. La mirada se nota perdida, vidriosa pero no por eso inexpresiva. Discretamente Levinson lo explica todo, el por qué actúan así: están pasando por la segunda y última etapa de la traba, le dicen “el engome”, es cuando se calman un poco. La primera fase es todo lo contrario.
El pipazo inicial dispara el clorhidrato de cocaína directamente al sistema nervioso central. La mezcla previa de ladrillo raspado, tiza, talco, arena o cualquier polvillo para rendir el veneno acompaña el plástico derretido de la pipa, las sustancias disueltas del aluminio y la suciedad de la moneda por los pulmones del consumidor. El humo huele agrio, a hospital viejo, a bolsas de basura en llamas. Es un olor químico, asqueroso, desconocido. El efecto es inmediato, comienza la primera etapa: el miedo, susto o sustage(n), como el complemento vitamínico para hacer fuertes a los niños, ese que se hizo tan famoso en los ochenta. Este, en cambio, hace débiles a grandes y chicos. Este sustage(n) consiste literalmente en asustarse por todo lo que hay y lo que no hay al rededor.
Los consumidores de “base sucia de cocaína” saben bien lo que hacen. Ellos mismos consideran que el bazuco es la droga con menos prestigio entre quienes viven para ella en las calles de Bogotá, pero no pueden combatir la tentación de los bajos precios y la facilidad con la que acceden a esta sustancia. En una olla basta decir “bazuco” para tener a la mano una variedad de proveedores que, en cada caso, aseguran tener la mejor mercancía y a los mejores precios. Una “bicha” o bolsa de bazuco de 1 gramo se puede conseguir más o menos a 1.200 pesos, esa cantidad alcanza para tres o cuatro pipazos, según la ansiedad del consumidor. Si se tiene en cuenta que la duración de la sustancia en el organismo oscila entre tres y diez minutos, y que además se suma a esta ecuación que un consumidor promedio compra entre 30 y 70 bichas diarias, se logra entender por qué al interior de las ollas el panorama se parece a una escena de posguerra: suciedad, edificios en decadencia, vapores tóxicos y un batallón que, derrotado, se esparce por el suelo las 24 horas del día.
Nadie sabe con seguridad cómo es que los consumidores de bazuco consiguen dinero. Cualquier vicio es caro, pero nada les impide rebuscar. Levinson está convencido de que la mayoría de ellos no roba, pues el efecto del “miedo” que se presenta con esta droga los hace evitar conflictos innecesarios. Caso contrario el que ocurre cuando alguien intenta robarlos a ellos o a su mercancía. Respecto al dinero, dicen que todos los niños nacen con un pan bajo el brazo. En las ollas este popular adagio se ve alterado según el género. Allí lo que dicen es que las niñas nacen con qué conseguir muchos panes entre las piernas, eso explica que para las basuqueras el dinero no sea un problema. Suena crudo –dice Levinson– pero las nenas se varan menos, uno las escucha ofrecer mamadas por pipazos, si así son las cosas, imagínese lo que uno no escucha.
En un país donde en la mayoría de los casos las leyes buscan prohibir y castigar, vale la pena reconocer que la que regula, define y reglamenta el uso de estupefacientes, la Ley 30 de 1986, tenga un componente de 'prevención y educación'
La promiscuidad es sólo una parte de la escena, los metederos están distribuidos como centros de entretenimiento y perdición. Además de la podredumbre en las calles que componen una olla, se encuentran máquinas tragamonedas que acompañan la experiencia del basuquero promedio. Estas les ayudan a pasar la etapa del “miedo” entre luces y bocinas de azar, los premian cada tanto con una lluvia de monedas plateadas de 50 pesos, las cuales juntas alcanzarán a reunir para unas cinco bichas.
Las fachadas arruinadas anuncian la situación por sus roídas paredes, por quienes buscan el polvo de ladrillo para hacer rendir la bicha. Hacia allá es mejor no mirar –susurra Levinson– en la calle hay muchos ojos. Se refiere a los ojos de los dealers, personas a las que es mejor evitar, pues si se sienten demasiado observados no les costaría nada hacer que la olla se trague al visitante ocasional. Con seguridad nunca nadie sabría qué fue de aquel desdichado. Por otro lado, la presencia de esos autodenominados jefes representa ciertas garantías para los consumidores
–Se sienten seguros, los dealers ponen reglas: nada de peleas, nada de acoso sexual o abuso, nada de robos, obviamente siempre hay situaciones y los dealers son los que se encargan de resolverlas, ¡esos sí que tienen mano dura!, no importa la historia de la persona, no importa si tiene problemas, si se porta mal se las ve con el jefe –dice, Levinson. Su gesto se ensombrece.
–Uno conoce casos tenaces, cosas que nadie cree que pasen –dice sosteniendo la mirada con serenidad, un rasgo que ha desarrollado por su experiencia de trabajo en estos entornos– Al principio me sentía mal, llegaba a mi casa a contarle a mi novia o a mis amigos las historias que conocía en las ollas, esa era mi catarsis. Después fui entendiendo que uno tiene que sacar una coraza, es obligatorio en este trabajo, o si no se desmorona, deja de dormir, deja de comer… Al conocer las historias de estas personas, uno se da cuenta que no tiene ningún problema, lo de uno son guevonadas.
Esas guevonadas son lo que inspira a este antropólogo a ofrecer algo de ayuda. Cambiar el pasado es imposible, pero el presente está al alcance de todos. Eso también lo saben los consumidores de bazuco
–Si la vida no tiene encanto, pues hay que hacerla más llevadera, eso es lo que les da la droga, si no la tuvieran seguro se pegan un tiro –dice Levinson con frialdad, pues él tiene claro que el consumo es una decisión propia. Por eso el programa para el que trabaja no busca contrariar las decisiones de estos personajes, más bien prefieren ayudarlos a que una vez pongan en práctica lo que quieren en sus vidas, lo hagan de la mejor manera posible.
Ya han implementado talleres en los que algunos consumidores han mostrado cómo se construyen pipas. La idea es mejorar los diseños, evitar los materiales tóxicos y volverlas funcionales para el entorno en el que viven. Una de las preocupaciones para esta población, en apariencia pacífica pero con una terrible fama, es que la policía los identifica a partir de sus utensilios de consumo, lo que les acarrea malos tratos y abusos de autoridad – Queremos que hasta los consumidores puedan vivir tranquilos, que lidien ellos mismos con su vicio, pero que si lo hacen no afecten a los demás, porque por lo menos los olores son terribles.
Este tipo de iniciativa relacionada con la reducción de riesgos y mitigación de daños asociados al consumo no es nueva. El programa CAMBIE ya lleva más de dos años y medio capacitando a los usuarios de heroína en consumo responsable y uso de implementos higiénicos para sustancias inyectables. La iniciativa Zonas de Rumba Segura ha realizado más de mil controles preventivos de alcoholemia gratuitos. En Échele Cabeza (cuando se de en la cabeza) han analizado 1.102 muestras de sustancias psicoactivas, para confirmarle a los consumidores la calidad de sus drogas. Ahora, en el programa de Levinson y con apoyo del Taller del SENA, realizan el componente técnico para proyectos de impacto social. Están trabajando en la construcción de prototipos de pipas que cumplan con ciertos requerimientos de sanidad, que sean fáciles de llevar y que les permita a los consumidores sentirse cómodos con ellas. En los próximos meses se esperan ver los primeros resultados, entonces se sabrá si el trabajo realizado, los tenis embarrados, las sumergidas en las ollas y los liberales comprados fueron la mejor decisión.
En un país donde en la mayoría de los casos las leyes buscan prohibir y castigar, vale la pena reconocer que la que regula, define y reglamenta el uso de estupefacientes, la Ley 30 de 1986, tenga un componente de “prevención y educación”. Este se centra en inhibir desde la educación básica el consumo y la producción de drogas. Sin embargo, estas medidas, que ya cumplen 30 años, no han frenado el encanto que estas sustancias tienen sobre algunos.
Los resultados de este tipo de legislación, la continuidad del problema y la masificación del consumo ponen en duda la vigencia de las medidas adoptadas hasta ahora. No sorprende que un aparato judicial lleno de vacíos e intereses conservadores, que parecen sacados de las prohibiciones oscurantistas, no provean más que paños de agua tibia para un problema que cada vez toma más fuerza; por eso, y gracias a esos huecos jurídicos que abundan en la legislación colombiana, aún no se sancionan ni se apoyan iniciativas de impacto social como en las que trabaja Levinson quien insiste que el consumo no es el problema “sino el síntoma, y mientras se encuentra la solución, no está de más hacer el síntoma llevadero”.