Que el espacio público es para todo el mundo. Que no debería haber restricciones para lxs niñxs. Que prohibirles la entrada a ciertos lugares es discriminación. Que a las bibliotecas sí, pero a los bares no. Que los adultos tampoco pueden jugar en piscinas de pelotas. Que en cambio las mascotas pasan a cualquier lado. Que lxs niñxs son insoportables. Que molestan. Que tienen derechos. Que esos derechos no se cumplen. Que se hace drama por todo.
Esos fueron algunos mensajes en respuesta a una infografía publicada en Twitter el pasado 23 de mayo por Pictoline que, a su vez, se refería a una nota del Washington Post sobre cómo en Corea del Sur alrededor de 500 establecimientos —entre restaurantes, cafés, aerolíneas, bibliotecas y museos— no permiten el ingreso de niñxs.
Según la nota, las limitaciones en Corea del Sur empezaron hace diez años, aunque hay medidas similares en Estados Unidos, Alemania y Canadá. De hecho, ya en el año 2000 el New York Times registró la existencia de una organización llamada No Kidding! (un juego de palabras que combina las expresiones “en serio” y “sin hijos”) creada en defensa de lugares —restaurantes, teatros, etc.— “libres de niñxs”. Otra nota del mismo periódico, pero de 1982, habla de conjuntos residenciales sin niñxs, mientras que una crónica de este año en El Confidencial de España recrea la vida de una plaza de mercado en Madrid donde “se desata el caos entre los puestos” debido a la aparición de niñxs que “corretean por los pasillos, se cuelgan de las barandillas, se adueñan de los ascensores, toquetean [la mercancía] y, sobre todo, espantan a la clientela”.
Situaciones como estas, que a primera vista podrían remitir a una distopía orwelliana antiinfancia, dividen las opiniones: de un lado, quienes defienden la potestad del propietario de un negocio para decidir sobre el uso de su espacio, así como el derecho de los adultos a disfrutar de lugares tranquilos —cuestión que lxs niñxs vendrían a interrumpir—. De otro lado, quienes reivindican el derecho de lxs niñxs a hacer parte de la vida social como los ciudadanos que son y critican la desidia con que el mundo contemporáneo los trata.
En esta segunda línea suele aparecer un término que incluye las restricciones a lxs niñxs en Corea del Sur, pero que abarca más: el adultocentrismo. Se refiere a una sociedad hecha para las personas adultas, es decir, una que deja por fuera a las infancias y a los viejos. Pero también el adultocentrismo hace referencia a una sociedad “centrada en lo productivo, en el mercado, en el beneficio económico y en la que las personas dependientes incomodan”, como apunta la escritora Esther Vivas —autora del libro Mamá desobediente— en una nota de El País. Históricamente, las necesidades de lxs niñxs no han sido del todo atendidas. Desde considerarlos adultos en miniatura, vestirlos como tal y esperar de ellos un comportamiento improbable, hasta forzarlos a trabajar. Desde educarlos a las malas hasta adoctrinarlos sobre lo que debe ser el bien y el mal. Hoy, quizás en rezago de esas conductas asumidas durante siglos y aun con discursos que glorifican la infancia, en ciertas instancias adultocéntricas lxs niñxs parecen ser “un problema”. “¿Dónde ponemos a los niños?”, se pregunta ironizando una columna de El País.
En Cerosetenta hablamos sobre el adultocentrismo con Yolanda Reyes, escritora, columnista, educadora y directora de la librería y proyecto de lectura desde la infancia Espantapájaros. Acá van nuestras cinco reflexiones que la fugaz discusión tuitera deja de lado.
Derechos de papel
Hablar de un solo mundo —adultocéntrico— es difícil porque existen muchos mundos: muchos países y muchos lugares desiguales en cada país, dice Reyes. Pero en general, en Colombia, sí lo es. “En primer lugar porque los derechos de los niños y las niñas todavía no están en la agenda de lo público. O sea, están escritos, pero no se cumplen”. Ahí aparece el artículo 44 de la Constitución que enumera sus derechos fundamentales —entre otros, a la vida, la integridad física, la salud, la educación, la cultura, la libre expresión y la recreación—. La Constitución insta a su protección contra cualquier forma de abandono o violencia y señala que sus derechos prevalecen sobre los de los demás. Lxs niñxs deberían estar en un entorno así, pero basta salir a la calle para ver lo contrario, anota Reyes. Aeropuertos con más espacios para mascotas que para ellos, la asunción de que, sin importar su edad, deben comportarse igual, calles rotas y andenes altos por los que es imposible llevar un cochecito. Eso en cuanto al espacio público, indica Reyes. Pero hay otras restricciones en el espacio de lo simbólico que violan su protección especial. “Estoy hablando, por ejemplo, de los planes de alimentación escolar en los que hay mafias corruptas. Esas transgresiones del derecho o actos de corrupción son aún más reprochables porque atentan contra el interés superior de los niños que está formulado, pero que ahí se incumple sin consecuencias penales ni sanción social”.
El club de ajedrez
Sin embargo, sobre las restricciones de ingreso a lxs niñxs a sitios públicos, Reyes señala que el tema se complejiza. Durante la entrevista con Cerosetenta, ella pasa por una zona verde en Bogotá donde unos niños piden limosna. Decir que ellos no deberían estar ahí —que es también el espacio público— es distinto a prohibirles entrar a un parque, explica Reyes, porque en el primer caso, el “libre acceso” a la zona verde significa el incumplimiento de su derecho a la protección y es negligencia. Además, puntualiza que las normas que rigen los espacios públicos y privados no son las mismas. Una cosa es que se restrinja la actividad de lxs niñxs en lo público. Otra cosa es que un local privado, según las limitaciones y posibilidades de la actividad que realiza, reglamente su ingreso —así a mí me guste o no—. Reyes da ejemplos: un pequeño restaurante de cocina de autor donde se hace una ceremonia para degustar platos y vinos, un club de ajedrez que requiere de concentración, la sala de libros antiguos o consulta doctoral de una biblioteca, el recital de un pianista, una película violenta. Ahora bien, una biblioteca pública debería inaugurar una sala pensada y diseñada para niñxs. Asimismo, el pianista puede decidir si dar un recital dirigido a ellos. La sala de conciertos puede ofrecer una programación musical para la infancia y casi todas lo hacen. Lo que es adultocéntrico, dice Reyes, es recibir a niñxs en espacios culturales con la condición de que se queden quietos, sentados y callados todo el tiempo sin ofrecer procesos paulatinos de apreciación artística.
Subirse a la estatua de Bolívar
Pero hay que pensar en su protección, continúa Reyes. Entonces es probable que entren en conflicto el derecho a la movilidad y el de estar seguros. “Yo tengo que permitir el acceso de los niños a todos los lugares considerados públicos: un bus, un parque, un museo, una biblioteca, una plaza. Sin embargo, para proteger el interés superior de los niños también puedo restringir dentro de lo público espacios que no ofrecen condiciones de seguridad”. Reyes menciona, por ejemplo, una biblioteca con estanques o espejos de agua o una estatua de Bolívar en alguna plaza pública a la que lxs niñxs podrían querer subirse sin supervisión de nadie. “Si en una biblioteca hay un espejo de agua tengo que ser cuidadosa y restringir el acceso de niños pequeños en ese punto porque si dejo que ellos vayan por donde quieran y digo que su derecho a la movilidad prevalece sobre los demás, alguno va a correr un riesgo vital”, advierte Reyes.
«Si escondemos a los niños, si los enjaulamos y los ponemos en parques y jardines restringidos estamos cerrando el mundo en vez de abrirlo».
Formas de habitar el mundo
Igual, lxs niñxs no están condenados a pasar su infancia entre cuatro paredes. La clave, dice Reyes, es que los adultos entiendan que los espacios deben ser acordes con sus características y necesidades de desarrollo. “Los niños oyen con todo el cuerpo y eso supone un trabajo distinto en una función de teatro —aclara—. Si los ubico solos en el gallinero del Teatro Colón sin que puedan ver bien ni moverse, los estoy restringiendo”. Se trata, nada más y nada menos, de no limitar su forma de habitar el mundo que implica hacer sonar las cosas, moverlas, tocarlas y explorarlas—algo que a veces resulta molesto para los adultos—. Pero es que, señala Reyes, de hacerlo, de impedir que lxs niñxs participen en la vida social, “se están limitando no solo las posibilidades de ellos, sino de las comunidades diversas que cada vez reconocemos más”. Y agrega: “Ya antes escondimos a muchos, a los que tenían condiciones distintas de aprendizaje o de movilidad, por ejemplo. Si escondemos a los niños, si los enjaulamos y los ponemos en parques y jardines restringidos estamos cerrando el mundo en vez de abrirlo”.
Una época llamada infancia
“Los niños en la primera infancia tienen necesidades propias de su desarrollo —explica Reyes—. Necesitan moverse, probar, controlan menos sus secreciones que los demás miembros de la especie humana, por eso los llaman mocosos, van tocando todo, cuando algo les molesta o cuando están con hambre lloran o gritan”. Una vertiente de la discusión sobre las restricciones surcoreanas es si la crianza de lxs niñxs debe permanecer privada y recargada por abrumadora mayoría en las mujeres o si debe ampliarse a lo público y comunitario. “Por supuesto —responde Reyes—. En la medida en que haya más conciencia de los derechos de las mujeres, la crianza es un asunto colectivo porque todos somos corresponsables de construir la sociedad en la que vamos a vivir”. Y añade: “Los niños crecen muy rápido y son los que van a estar a cargo de nosotros, incluso de los que los segregaron. A la vuelta de 18 años esos niños que no dejaste estar en ningún lado ¿cómo van a ser?”.
Se les olvida que también fueron niñxs, escribieron varios tuiteros en reacción a la infografía de Pictoline sobre lo que sucede en Corea del Sur.
“No sé si se les olvida”, dice Reyes. “Hay gente que tiene que tapiar la infancia porque no siempre es fácil. A veces ver la infancia es encontrarse con cosas que creíamos superadas, pero que están en el fondo y en el centro de lo que somos, entonces es más cómodo no sentir, que nada nos recuerde que tocamos y probamos el mundo y lo sentimos más intensamente. Hay una larga edad en la vida, entre la adolescencia y la vida adulta, en la que creemos que siempre fuimos y vamos a ser igual de autosuficientes, fuertes y autónomos. En cambio, las dos puntas de la vida, la infancia y la vejez, son tiempos en los que dependemos de los demás, no somos tan fuertes ni poderosos. Entonces olvidarse de la infancia es olvidarse de lo vulnerables que fuimos y que vamos a volver a ser”.