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La diligencia

Un grupo de familias que fueron engañadas por «los tierreros», una de las mafias de los barrios piratas en Bogotá, intenta reconstruir su vida sobre los escombros que dejó un bulldozer y una orden de desalojo.

por

Natalia Arenas


18.10.2012

Fotos: Catalina Delgado Rojas

Al final de una estrecha calle cerrada en la 48Q Sur con carrera 5J, escondida en un muro de ladrillo, se ve la pequeña puerta de acceso al barrio Bosques de los Molinos, en uno de los cerros al sur de Bogotá. Al otro lado, la calle pavimentada se convierte en una trocha polvorienta y los conjuntos residenciales son reemplazados por algunas precarias casas separadas por escombros, cambuches de plástico, cercas de palos y bloques de ladrillo. Como si el terreno hubiera sido azotado por un terremoto, unas cien casas en ruinas yacen en el terreno escarpado. Así quedó el barrio después del desalojo y la demolición de 90 casas órdenada por la Alcaldía local de Rafael Uribe Uribe. Los buldozers hicieron su trabajo el 18 y 19 de enero de este año. Apenas 33 casas siguen en pie, a medias, rodeadas de ruinas.

Una cometa vuela en el cielo anunciando la llegada de los ventarrones de agosto en Bogotá. Las hogueras con las que se calentaron la fría noche anterior se apagan bajo el sol del mediodía. Desde ya algunas mujeres recogen leña para las hogeras de la noche que vendrá. Los niños juegan entre los ladrillos que quedaron y montones de tierra sobre los que hay retazos de tela y zapatos viejos. Una niña se trepa sobre una loza de cemento quebrada rodeada por varillas oxidadas que sobresalen entre montículos de pasto y basura. Quienes aún viven en las casas que siguen en pie han instalado improviosados tendederos de ropa al aire libre. Sus dueños vigilan lo poco que les queda con celo.

– Como se va entrando la gente por allá arriba, por lo que ya no hay vigilancia, si uno no tiene ojos, se llevan lo que sea. Aquí, las pocas cosas de valor se desaparecen- dice José Wilson Cuesta, mi guía y uno de los pocos habitantes que aún queda en lo que fue el barrio.

José Wilson me extiende un garfio de metal donde alguna vez estuvo su mano derecha para saludarme. Enseguida me cuenta que hace unos días dejó secando al sol un par de tenis y que, al cabo de un rato, ya no había tenis para ponerse.

Él hace parte de las 80 familias que viven entre los escombros del barrio Bosques de los Molinos desde hace siete meses y que hoy, junto con los otros propietarios, han venido hasta la casa de Jeimy Patiño para la reunión de la Junta de Acción Comunal.

Una jauría de perros callejeros nos escoltan hacia la casa de Jeimy, la presidenta.  Allí está ella, rodeada por un grupo de personas, anotando los nombres y los teléfonos de todos los vecinos en un viejo cuaderno. Jeimy les asegura que apenas sepa algo del pronunciamiento de la Corte Constitucional se comunicará con ellos. A ella le tocó aprender de leyes a pulso para liderar la lucha de las familias que se resistieron al desalojo. Esta misma rutina se repite todos los domingos bajo la carpa blanca ubicada al frente de su casa que, irónicamente, exhibe el escudo de la ciudad con el rótulo de la administración pasada: “Bogotá sin indiferencia”.

Termina la junta y empieza el éxodo de los que ya no viven aquí, de los que vienen a ver su montoncito de escombros. Los demás se van a sus viviendas a preparar el almuerzo, ya sea a los cambuches de lona y plástico o a las casas todavía en pie.

“La diligencia”. Así se refieren todos los ocupantes de este barrio a la orden dictada por la ex alcaldesa local, Martha Bolívar, de borrar del mapa esta urbanización que, según ella, hace parte de los muchas urbanizaciones “piratas” que hay en los cerros de esta localidad.

–A nosotros nos estafaron. Nosotros compramos estos lotes, no somos invasores- asegura Jeimy Patiño.

Ahora, como los perros que llegaron después de la demolición, las familias que siguen viviendo aquí son calificadas de invasoras por los otros barrios de la localidad.

Los tierreros

Los lotes de 11 metros por 5  fueron vendidos a las 160 familias por una mafia de urbanizadores piratas conocidos como “los tierreros”. A punta de promesas sostenidas en documenntos falsos o incompletos montaron un barrio sobre tierras que no les pertenecían. En total, los tierreros querían conformar un barrio de 443 casas, y según Patiño, 160 familias pagaron por los lotes, cuyo precio osciló entre tres y doce millones de pesos cada uno. El precio subía en la medida en que más personas adquirían lotes, aseguró en una rueda de prensa el ex Secretario Distrital de Gobierno de la ciudad, Antonio Navarro Wolff. Con planos y maquetas, atrajeron la atención de los compradores, a quienes entregaban una falsa promesa de compra venta que hacían parecer legal mediante un proceso de autenticación de firmas en la Notaría 53 de Bogotá.

Pero la autenticación no es un acto jurídico de transmisión de dominio, ni de compraventa o posesión. Para que se concrete una acción legal de compraventa se requiere una escritura pública elaborada ante una notaría y registrada ante la Oficina de Instrumentos Públicos de la ciudad.

La mayoría de los propietarios de Bosques de los Molinos fueron engañados por un hombre llamado Felix Bermúdez Roldán, o al menos así aparece junto a la firma que respalda los documentos con las que estas familias creyeron estar cumpliendo el sueño de tener una casa. Hoy, esos documentos son las únicas pruebas que hay de la estafa. Esa tierra pertenecía en realidad a la familia Morales junto con la destartalada casona de la Hacienda Los Molinos y la Ladrillera Molinos del Sur, ambas localizadas también en el predio en disputa. Bermúdez Roldán logró falsear las escrituras de propiedad del predio, con la ayuda de complices entre los que hay arquitectos, abogados, notarios y hasta funcionarios del distrito, según una investigación realizada por Ariel Ávila para el Espectador.

Esta misma investigación afirma que “Los tierreros” es sólo una de las siete mafias que engaña a los habitantes más pobres de la ciudad en siete localidades. Los compradores pagan de contado los lotes ilegales y los supuestos vendedores se desaparecen con la plata. La mafia de urbanizadores ilegales aprovecha también las 3.466 hectáreas de terrenos que aparecen como baldíos en la ciudad, según El Espectador, y donde la autoridad competente, la Subsecretaría de Vigilancia y control de la Secretaría de Hábitat del Distrito ejerce controles mínimos para evitar las urbanizaciones ilegales o cualquier otra apropiación indebida. Actualmente, ese organismo distrital, calcula que en la ciudad hay más de 15.000 propiedades ilegales, dijo Navarro Wolff.

Aunque la policía y el gobierno distrital aseguran haber identificado a ocho miembros de esta banda, incluido Bermúdez, que fue capturado y acusado de estafa. Sin embargo, Bermúdez fue dejado en libertado porque este delito es excarcelable, es decir, la pena no se paga con tiempo en prisión.

Ruinas de cuarenta millones

Luz Mary Ramírez, su marido Alexánder y sus cinco hijos duermen desde hace siete meses en una habitación de nueve metros cuadrados que ni siquiera es de ellos. En la diminuta habitación sólo hay dos camas. Los dos hijos mayores deben esperar a que caiga la tarde y Luz Mary ponga dos delgadas colchonetas en el suelo de cemento. Su casa, en la que vivieron durante tres años, fue demolida la mañana del miércoles 18 de enero.

–La alcaldesa nos dijo que, hubiera sangre o no hubiera sangre, ella tenía que desocupar este terreno, tumbar todo para entregarlo limpio al otro día- recuerda Luz Mary Ramírez sentada sobre la cama sencilla donde se acuestan sus tres hijos más pequeños.

Como si fuera un mal chiste, Luz Mary Ramírez, una reconocida tarotista, nunca divisó lo que el futuro le depararía. Llegó aquí huyendo de Cabrera, Cundinamarca, luego de que su primer esposo amaneciera calcinado sobre su cama. Las amenazas en su contra no tardaron en aparecer: si no se iba, le cortarían la lengua y matarían a sus dos pequeños hijos. Entonces ella enterró a su marido y pidió ayuda en la Defensoría del Pueblo, que la remitió a la sede de la capital. Una vez aquí, se dedicó a perfeccionar las técnicas de lectura de naipes y hoy es famosa por leerle el tarot a militares, coroneles de la Dijin y oficiales de policía. Se casó con Alexánder hace cuatro años y juntos sumaron los ahorros para construir la casa en este lote, de la que no queda más que el amargo recuerdo. No importó que Luz Mary Ramírez tuviera hijos pequeños. Tampoco que mostrara su certificado de desplazada.

–El Estado fue el que me tumbó la casa– dice Luz Mary mientras se seca las lágrimas que escurren por sus rojizas mejillas. –¿Por qué nos hicieron eso, si se supone que ellos son los buenos?- reclama desconsolada.

Lo único que queda en este barrio de ese Estado al que se refiere Luz Mary, son tres policías que están permanentemente en el terreno. Su refugio es la casa –o mejor, lo que iba a ser la casa– de Carlos Herrera. Su misión es custodiar el barrio, pero no de los ladrones, como los que se llevaron los tenis de José Wilson Cuesta, sino para evitar que la gente que vive aquí siga construyendo o, en palabras más técnicas, mantener el status quo que ordenó la Corte. Herrera me cuenta, desde lo que iba a ser una ventana en el segundo piso de su casa, que los policías llegaron a instalarse a su casa “sin siquiera” pedirle permiso.

Carlos Herrera viene, siempre que su salud se lo permite, a visitar lo que quedó de su propiedad, como quien visita la tumba de un ser querido en el cementerio. Aquí están enterrados los ahorros de toda su vida, casi 40 millones de pesos. A sus 73 años, Herrera no tiene ninguna fuente de ingresos: no tiene pensión ni trabajo, todo lo que le queda está pudriéndose a la intemperie.

Tardó seis meses construyéndola, poniendo las bases para hacerla de dos pisos, tratando de sumarle a su vivienda un “negocito”. Su casa es la única estructura que quedó en pie de las que estaban contra el muro e iba a ser una de las pocas viviendas de dos pisos. Para algunos, este tipo de obras tienen su parte en esta tragedia.

–Para mí, construcciones grandes (como la de don Carlos) fueron las que llamaron la atención al barrio.– comenta José Wilson Cuesta mientras recorremos el lote– Esos lotes, a ese precio, resultaron muy atractivos y todo el mundo vino y compró. Pero si sólo nos indemnizan lo de los lotes ¿yo qué hago con esos tres millones? Comérmelos. Lo grave es el dinero que uno enterró en la construcción.

Por eso los residentes del barrio se niegan a marcharse y más bien intentan a toda costa desafiar a la autoridad y seguir construyendo sobre sus lotes demolidos. Así lo ha intentado varias veces José Wilson, que trabajó en buses y vendió periódicos, pendiente de meter todo su dinero en el Fondo Nacional del Ahorro para hacerse a la cuota inicial que finalmente invertiría en este proyecto. Después de la demolición se negó a salir de aquí. Trabajó en jornadas de 20 horas durante tres días para levantar las dos habitaciones donde duermen “unos encima de otros”, su mamá de 61 años, su hermano Ismael y sus dos sobrinas.

Pero los policías impidieron que siguiera construyendo y lo poco que iba armando se lo tumbaban a patadas. Esto sucedió con el baño y con la cocina, aunque José Wilson asegura que prefiere que le vean las ollas en vez del cuerpo.

-Uno puede dormir en una pieza no tan terminada, pero sin un baño o con uno sin piso o donde lo estén mirando a uno, da asco- asegura consternado.

Ocho meses de espera

La familia Morales, dueña de la ladrillera Molinos del Sur y del terreno donde se construyó este barrio, puso una demanda contra la ocupación ilegal de su predio. Amparados en el artículo 952 del código civil, pidieron que la policía interviniera para sacar a las familias poseedoras. “La diligencia” fue la respuesta de la Alcaldía Local y de la policía a esta exigencia legal de los propietarios.

Las 160 familias pusieron tutelas en contra de “la diligencia”, indicando que se les estaba violando el derecho a la vivienda digna y que son compradores de buena fe. Las promesas de compraventa –aunque pudieran ser falsas- son algún tipo de título de propiedad por lo que se debe investigar si ellos realmente actuaron de buena fe y fueron engañados o no.

La tarde del 19 de enero, la Corte Constitucional emitió una orden para suspender temporalmente “la diligencia”, ante la necesidad de revisar estas tutelas. Esta decisión implica que el predio debe quedar tal cual está –status quo- y que las autoridades no pueden terminar de demoler las pocas casas que siguen en pie o dejar construir sobre los escombros.

Aunque se esperaba que el asunto se resolviera en máximo tres meses –según los habitantes del barrio-, ya lleva más de ocho y las familias que aún viven aquí siguen esperando –con una paciencia obligada –que alguien les brinde una solución, ya sea que los reubiquen o les reintegren los ahorros que invirtieron en sus viviendas.

Una chamba en la tierra

Dos baños móviles de color azul, a lado y lado de la trocha, interrumpen el paisaje del barrio. Un hombre sale cubierto únicamente con una toalla de colores y se mete rápidamente a su casa.

-Es que hoy esos baños están limpios porque iba a haber junta. Pero entre semana no los limpian y después de dos días eso es “inentrable”– comenta José Wilson.

Los baños móviles, iguales a los que se usan en conciertos y otros eventos, que dispuso la alcaldía local después de “La diligencia” permanecen desocupados durante casi toda la semana. La falta de aseo obligó a los residentes a contrabandear, a cómo diera lugar, inodoros dentro de sus viviendas.

Al drama del baño se suma la imposibilidad de contar con el servicio permanente de agua. Hoy, las 33 residencias se surten de carrotanques contratados por la administración local que llenan, cada tres o cuatro días, los dos tanques de 5.000 litros dispuestos en el campo arrasado. Los vecinos esperan los carrotanques armados con baldes y canecas que luego cargan a cuestas hasta sus casas.

Gina Eslava ha llevado hoy en sus únicos “tres tumbilitos” (baldes) el agua para los próximos cuatro días. Con estos, Gina se da mañas para cocinar, lavar y bañar a su familia de seis personas.

A su casa llega un “chorrito” casi imperceptible de agua por una manguera de lo que fue el improvisado acueducto que construyeron los habitantes de este barrio antes de la demolición. Ella ha trabajado con una pica durante toda la mañana, intentando abrir “una chamba en la tierra” para pasar una manguera más gruesa y recibir agua con algo de presión.

Mientras se seca el sudor que corre por su frente, Gina Eslava señala los vestigios del antiguo acueducto: entre la tierra se ven pedazos de manguera negra que brotan a la superficie como gusanos. Por este sistema recibían agua potable directamente del tubo madre del acueducto que surte a toda la localidad.

“La diligencia” también acabó con el sistema de cables y postes traían la electricidad. Carlos Herrera explica que fue gracias a un ex empleado de la Empresa de Energía de Bogotá, que también posee un lote en este barrio, que lograron conectar la luz en las casas. Cuando la empresa descubrió que la conexión era fraudulenta, el empleado fue despedido e incluso, lo amenazaron con mandarlo a la cárcel. Aunque se supone que este personaje tiene todavía una vivienda aquí, nadie quiere hablar del tema y evaden mis preguntas.

–Ahorita hay luz pero ya no se paga. CODENSA –la empresa de energía de Bogotá– nos la regala porque si nos cobran, se podría decir que esto ya se estaba legalizando – afirma José Wilson Cuesta.

Como en muchos barrios de invasión en la ciudad, los ocupantes de Bosques de los Molinos estaban iniciando las negociaciones para hacer llegar los servicios públicos. Los prestadores de esos servicios tienen la obligación constitucional de proveerlos y garantizar el derecho a la vivienda digna. Cuando entran los servicios públicos, un barrio ilegal comienza la transición hacia la legalidad.

Como vampiros

Los ojos negros de Lucero Eslava se esconden bajo una gruesa capa de maquillaje que no logra disimular su cansancio. Hoy le ha tocado levantarse temprano para ir a buscar el almuerzo de sus cuatro hijos que vinieron a visitarla como todos los fines de semana.

A Lucero la policía no sólo le tumbó su casa dos veces, también la obligaron a separarse de su familia.

A la brava, su hermana Gina Eslava, logró que la policía la dejara instalarse o, en este caso, “encambucharse” junto a su vivienda. Viven como vampiros, sumidos en la oscuridad, bajo un plástico negro y tejas de zinc agujereadas por las que se cuela el agua y unos pocos rayos de sol. Allí Lucero y su esposo José Fernando Montoya se acomodan en dos sofás que rescataron de la basura. Ahora, sobre estos dormitan tres perros en forma de ovillo de los que se desprende un olor penetrante a humedad y mugre.

Cuando vienen de visita, los hijos de Lucero deben acomodarse en la casa de Gina, que vive además con su marido y sus 4 hijos. Se reparten “como pueden” en las cuatro improvisadas camas con colchones viejos, que como todo lo que poseen estas dos familias, tuvieron que ser reciclados de la basura porque en la demolición se perdieron los suyos. El resto de la semana los niños de Lucero viven en Bosa en la casa de sus abuelos paternos.

–No podíamos dejar que vivieran ahí, en esa ratonera-, dice Gina, que revuelve la carne con verduras que servirá de almuerzo para los 12 comensales del hogar.

Al igual que Lucero, José Wilson Cuesta perdió más que su casa en este barrio. Su esposa lo abandonó y se llevó a sus dos hijas pequeñas porque no soportó la idea de vivir aquí. Se fue a la casa de su suegra y él debe entregarle semanalmente 50.000 pesos para el arriendo. No ha vivido con su hija más pequeña, Evelyn, desde que nació, el día mismo de “la diligencia”.

–Yo no me fui porque no me la llevo bien con mi suegra. Preferí quedarme con mi mamita y con la familia de mi hermano con tal de no tener que aguantar sus burlas. Mi esposa me reclama, me dice que como pretendo meterla a vivir aquí como un desechable, como un ñero- comenta con la mirada clavada en el piso de tierra.

La separación de su familia y la pérdida de su casa terminaron por acabar con su ilusión de tener su casa propia. Él alcanzó a sentirse tranquilo, tres o cuatro meses antes de “la diligencia” cuando vio terminada su vivienda. Pero hoy lo invade un sentimiento de zozobra y desesperanza que lo ha hecho pensar incluso, en la posibilidad de acabar con su vida.

–Todo esto, no saben el daño psicológico tan grande que le hacen a uno. Me atrevería a decir que nosotros necesitamos orientación médica, yo lo digo porque yo lo siento. A veces me siento tan mal, como sin ganas de seguir viviendo. Es que esto aquí fue vendido, no fue invadido. La diferencia es muchísima- me recuerda cuando nos despedimos.

Mientras me retiro, intentando no resbalar entre los pedazos de ladrillo, pienso que estas familias no estaban acostumbrados a la miseria a la que les toca acomodarse ahora. Ellos llegaron aquí con la ilusión de tener una casa propia en la que invirtieron todos sus ahorros. Hoy, se siguen aferrando a sus lotes porque en muchos casos es lo único que tienen y porque se aferran a la esperanza de retornar a una vida digna.

*Natalia Arenas es egresada de Ciencia Política de la Universidad de los Andes y está haciendo la maestría en periodismo del CEPER. Este reportaje fue hecho en la clase Seminario de géneros.  

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