Nunca darle la espalda al Esmad.
Nunca echarse agua en el rostro tras el estallido de una aturdidora.
No separarse de la tríade.
No recibir nada de desconocidos.
De ser marcado, no deambular por las calles ni utilizar el transporte público.
Tienes derecho a guardar silencio y a llamar a un conocido en caso de que la Fuerza Pública te detenga.
Los defensores de derechos humanos y los líderes estudiantiles de la Universidad de los Andes repetían esas recomendaciones a los estudiantes antes de empezar la marcha el pasado 10 de octubre. Un francés de vientipico, flaco como un lápiz, que estaba sentado al lado mío no entendía por qué tanta precaución. «Ni que estuviéramos yendo a la guerra», le susurró a su compañero en francés.
Era una marcha en solidaridad con las universidades públicas, en especial la Distrital: el exdirector del Instituto de Extensión de esa universidad, William Muñoz, presuntamente se robó unos once mil millones de pesos, alrededor del 3,5% del presupuesto total de la institución en 2019. Era, también, una marcha en protesta contra el uso desmedido de la fuerza por parte del Esmad –Escuadrón Móvil Antidisturbios– en las últimas manifestaciones estudiantiles. Y era, asimismo, la materialización del derecho fundamental a la protesta social. Una protesta que, desde su misma esencia, es disruptiva e incómoda.
Los estudiantes de Los Andes bajamos por el parque Espinosa donde nos unimos con las demás universidades privadas en el parque de los periodistas. Juntos, nos dirigimos hacia la 45 con Caracas, en donde nos sumamos al resto. Dimos media vuelta, en dirección a la Plaza de Bolívar. Los dos costados de la Caracas estaban repletos de estudiantes. Había música. Había tambores. Había gente en zancos y tomando cerveza. Desde las ventanas de los edificios recibíamos gritos de apoyo y de rechazo. En el tramo entre la 45 y la Plaza de Bolívar reinó la calma. Yo caminé tranquilo con mis tres amigos, mi tríade.
Hacia las cinco de la tarde llegamos a la Plaza de Bolívar donde ya estaban la Policía y el Esmad. Un puñado de policías se encontraba justo enfrente del Palacio de Justicia, detrás de una suerte de barricada que los separaba de los manifestantes. De un momento a otro, algunos encapuchados les lanzaron piedras y ladrillos. Los policías, en una pirueta táctica digna de una legión romana, levantaron sus escudos hacia arriba y hacia el frente, cubriéndose como si tuvieran un caparazón. Los capuchos, pues, procedieron a tumbar la barricada y a lanzar cada vez más piedras, cada vez más cerca. El escudo de un policía se reventó con la fuerza de una de las rocas. Los demás se vieron obligados a meterse en el Palacio de Justicia. Los encapuchados dieron media vuelta y, con los brazos arriba, como si acabaran de ejecutar una victoria (¿de qué?), regresaron al centro de la plaza.
El Esmad sacó unas pistolas de pintura, como las que se usan en paintball, que llaman ‘marcadoras’, y las disparó a los manifestantes. Más que el dolor, lo que realmente aterra de recibir un pepazo es quedar 'marcado'.
Dicen que el momento más peligroso de un incendio es cuando alcanza su punto de combustión. Los bomberos lo llaman «combustión súbita generalizada»: repentinamente todas las superficies combustibles que hasta ese momento no estaban prendidas, se encienden con la potencia de la radiación de las llamas, provocando que todo el recinto quede enardecido. Era justo lo que estaba a punto de pasar.
De repente, de la retaguardia de los policías emergieron algunos agentes del Esmad, que se agruparon en el nivel donde antes se encontraba la barricada, ahora destruída. Los estudiantes que se hallaban enfrente, naturalmente, retrocedieron. El ambiente se calentó. La angustia y la tensión se podían oler. Llovían insultos. El Esmad sacó unas pistolas de pintura, como las que se usan en paintball, que llaman «marcadoras», y las disparó a los manifestantes. Más que el dolor, lo que realmente aterra de recibir un pepazo es quedar «marcado». Los líderes estudiantiles nos advirtieron que los policías y los agentes del Esmad patrullan las calles y las estaciones de Transmilenio buscando ‘marcados’ que pueden terminar en paraderos inciertos.
Ante las ráfagas de pintura del Esmad, los manifestantes, en su mayoría encapuchados, respondieron con más piedras. Resulto evidente, en todo caso, que sus brazos, por musculosos que fueran, nunca tendrían la misma potencia y alcance que una «marcadora».
Yo estaba con mi triada en la esquina nororiental de la plaza. Nos rodeaba un fuerte sentimiento de solidaridad. Nos percatamos de que un miembro del Esmad señaló el lugar donde nos encontrábamos. El lenguaje es claro: donde apunta la mirada estalla la aturdidora. Corrimos hacia la Catedral, en el lado oriental de la Plaza, y segundos después escuchamos la detonación.
Es curioso lo que sucede cuando comienzan los estallidos. Al principio nadie sabe muy bien qué pasa, tal es la potencia y ruido de estas armas de “letalidad reducida” (como se lee en una resolución del 2012 del director de la Policía) que durante dos o tres segundos todos nos miramos desconcertados. Al cabo de ese instante los estudiantes corremos como gallinas sin cabeza. Se grita y se empuja y se codea: lo importante es alejarse de la explosión. El gas que suelta se expande velozmente y es atroz: quema los ojos, provoca una tos insufrible y seca y dan ganas de vomitar.
Relatar lo que pasó después con precisión es difícil porque el aturdimiento alborota a la memoria y porque todo sucedió en segundos. La adrenalina estalla con cada latido. Pero recuerdo ver a otro grupo de integrantes del Esmad, quizá unos veinte o treinta agentes, subir la escalinata noroccidental de la plaza, y abrirse paso entre la multitud a punta de aturdidoras. Emplearon, de nuevo, una técnica bélica romana: los que tienen el cañón de las aturdidoras se sitúan en el centro de la formación de flecha invertida mientras que quienes disparan las marcadoras se colocan en las laterales. Así, quien está en el centro queda totalmente protegido por sus pares y tiene el tiempo y la tranquilidad necesaria –la tranquilidad y el tiempo de estar en el ojo del huracán- para apuntar y descargar su poder.
En formación tortuga, que parecen dominar a la perfección, los del Esmad nos obligaron a seguir subiendo la calle décima hacia los cerros. Parecíamos un tropel de cabras ciegas, tropezándonos, gritándonos, con el Esmad pisandonos los talones.
La sincronización fue perfecta. Mientras que una cuadrilla del Esmad rompía en diagonal por la plaza, la otra bordeaba el lado oriental para arrinconarnos en la esquina suroriental. El paso hacia el sur, claro, estaba cerrado y nos vimos obligados a subir por la estrechísima calle décima. Ambos grupos del Esmad se juntaron a escasos metros de nosotros. Disparaban a mansalva, tanto marcadoras como aturdidoras. Los defensores de Derechos Humanos, que portaban un chaleco rojo, se interpusieron entre los manifestantes y la Fuerza Pública para intentar calmar los ánimos, pero recibían, de parte del Esmad, empujones y bolillazos. Una mujer de unos sesenta años cayó al piso, hiperventilando y pálida. El Esmad siguió avanzando. Desconozco el paradero de la mujer, pero fui testigo de la indiferencia del Esmad ante su evidente vulnerabilidad.
En la calle décima todo pasó muy rápido. Se escucharon los gritos, los insultos, alguna que otra piedra pasaba encima de nuestras cabezas e iba a parar en los escudos del Esmad. En formación tortuga, que parecen dominar a la perfección, los del Esmad nos obligaron a seguir subiendo la calle décima hacia los cerros. Parecíamos un tropel de cabras ciegas, tropezándonos, gritándonos, con el Esmad pisándonos los talones. Es difícil correr mientras se tose como un perro enfermo, con balas de pintura que te rozan las orejas.
Darle la espalda al Esmad es quedar a su merced. Darles la cara los obliga a disparar al torso, pero, de espaldas, parecen apuntar a la cabeza y a las piernas en un intento por desestabilizar los cuerpos que corren. Nosotros seguimos hacia los cerros. Las botellas de plástico crujían bajo la estampida de estudiantes y las detonaciones de las aturdidoras nos pusieron la piel de gallina. De pronto me di cuenta que había perdido a mis amigos.
Como pude, alcancé la carrera sexta y doblé hacia el norte. Unos siguieron por la décima. Otros se fueron hacia el sur. Debían de ser las seis y cuarto. Era inverosímil: la huida no había durado más de unos minutos.
Alcé la vista y vi, delante de mí, a mi tríada. Dos de mis tres amigos estaban «marcados». Todos teníamos los ojos llorosos y, presas del miedo, decidimos empaparnos la cara con el agua que teníamos, y con otra botella que nos ofreció un joven que pasó corriendo por nuestro lado derecho. Pensamos que cualquier cosa era mejor que aquel ardor en los ojos. Pero ocurrió todo lo contrario: el agua intensificó el ardor. Cuando por fin nos sentimos lejos del Esmad, nos detuvimos. Nos revisamos. Ninguno estaba herido. Llamé al resto de mis amigos para confirmar que estuvieran a salvo. Decidimos devolvernos a la Universidad de los Andes para limpiarnos las balas de pintura, para ‘desmarcarnos’, y para llamar a nuestras casas.
Fue solo hasta ese momento que me di cuenta: le habíamos dado la espalda al Esmad, nos echamos torrentes de agua tras los estallidos de las aturdidoras, nos separamos los unos de los otros, caminamos «marcados» por las calles, le recibimos algo a un desconocido. Habíamos roto casi todas las advertencias. Sin siquiera darnos cuenta.
Y qué paradoja: era una marcha motivada en buena parte contra el uso desmedido de la fuerza del Esmad.