El paro también es fiesta: entre lo crítico y el peligro de lo banal

El paro se volvió fiesta. Y mientras algunos quieren verlo como una banalizacion, Juan Ricardo Aparicio, profesor de estudios socioculturales de la Universidad de los Andes, nos recuerda el origen de la palabra carnaval como espacio de confrontación a las élites.

por

Juan Ricardo Aparicio

Profesor del Departamento de Lenguas y Cultura de la Universidad de los Andes.


08.12.2019

Foto original: lauracastrodj

Desde el primer llamado, el 21 de noviembre, han sido 18 días de paro continuo. Unos de grandes convocatorias, como el pasado 4D o el anterior 27N y otros menos masivos pero en los que, en todo caso, la gente salió a la calle. Y por supuesto, el de hoy 8D con las imágenes del concierto y las caravanas. Pero en general, han sido 18 días en los que se han mantenido los plantones, las marchas y otras actividades que han ocupado el espacio público en varias ciudades del país. Con cada día de encuentro palpita con un poco más de fuerza una tensión: un paro que se convierte en fiesta y un par de voces que señalan la fiesta como la pérdida del sentido del paro: su perversión. 

La discusión se repite entre amigos y amigas, entre marchantes y entre usuarios de redes sociales: el paro puede ser fiesta, dicen unos; salir a tener una fiesta en la calle, dicen los otros, le quita la seriedad y la solemnidad que el paro necesita.

En esa discusión, lo primero que hay que pensar es qué se define como fiesta. Si se sigue el trabajo clásico del pensador ruso Mikhail Bakhtin sobre el carnaval, la fiesta es el lugar donde se activa la polifonía frente al monólogo del poder, un espacio en el que tienen voz los que usualmente no la tienen. Donde cuentan los que no cuentan: el baile de los que sobran. Esa fiesta, que es un carnaval subalterno, es necesariamente contestatario y absolutamente antagónico con el poder. 

Hay ejemplos en la historia: no es casualidad que Mussolini viera en la fiesta un peligro y que cancelara el Carnaval de Venecia por muchos años. Otro ejemplo más local: el picó (aquel soundsystem de los barrios populares de la costa del país), fiestas que en parte se han armado como el espacio de las personas a quienes no dejan entrar a las otras fiestas, tan de elites y excluyentes. El planteamiento del picó es: si no soy bienvenido, si no me dejan entrar, pues voy a hacer una fiesta en la calle, voy a ocupar la calle. 

En esos dos casos se percibe una fiesta, o un carnaval, que tiene un potencial de desestabilización y de burla al poder. Un potencial llamativo. Desde ese punto de vista, la fiesta es un espacio de crítica y de cuestionamiento y por eso, lejos de condenarla, creo que habría que celebrarla. 

El carnaval es un espacio donde se expresan los desacuerdos, donde es posible burlarse del poder y de la verticalidad de ese poder, burlarse del cinismo y de la farsa

El carnaval es un espacio donde se expresan los desacuerdos, donde es posible burlarse del poder y de la verticalidad de ese poder, burlarse del cinismo y de la farsa. Esas características convierten la fiesta en un espacio pagano y plebeyo que busca plantear un mundo al revés, un mundo donde los que en teoría están en el poder en el momento de la fiesta pasan a un espacio horizontal con todo el pueblo.

Sin embargo, está la otra noción: la fiesta como banalización de las protestas. Esa forma de ver la fiesta tiene que ver con ciertas apropiaciones del carnaval que lo han convertido en un producto, en capital social y cultural y que en últimas deviene en una mercancía de acumulación. Cuando eso pasa, la fiesta termina decodificando la protesta y desde ese punto de vista, por supuesto, sí habría que preocuparnos si lo que está pasando en el país toma esa dirección.

Pero tal vez lo que puede sobre todo verse en esa doble cara con la que se está leyendo la fiesta en el paro en Colombia, es el de esa actitud tradicional que tiende a moralizar la fiesta, una postura que en la historia ha sido muy común de un tipo de izquierda. Basta pensar en el famoso debate entre Lenin y Trotsky: el primero planteaba una izquierda mucho más dirigista y vertical que, justamente, ve en la fiesta un elemento sospechoso que puede eliminar y confundir los auténticos móviles de una lucha; Trotsky, por su parte, apuntaba a la importancia de ganarse la gente, un trabajo mucho más jacobino, más afectivo y emocional.

Hay además otras cosas interesantes que están sucediendo y que reivindican la fiesta como forma importante de protesta. Pensar la fiesta, por ejemplo, también significa pensar la importancia del cuerpo y del ritmo como matrices de sentidos subterráneos que evocan una tradición de protesta popular plebeya que se activa en momentos de insurrección. En la misma idea de Angel Rama, del encuentro entre la Ciudad Letrada y la Ciudad Real. Esa presencia de los cuerpos en la calle hace que la protesta adquiera elementos sensuales con los que se ponen en juego otras subjetividades, otros cuerpos y otro ritmo. Desde ese punto de vista ocupar la calle, y ocuparla inclusive para el deseo y el erotismo —como lo plantea Carolina Sanín con el concepto de la República erótica—, significa una ocupación que le da espacio a otro tipo de encuentros que seguramente no tienen lugar en otras fiestas, en las fiestas normalizadas.

Tal vez una de las formas más claras de entender esos nuevos encuentros, que no son posibles en otras fiestas, es el hecho de que este carnaval sucede entre desconocidos. Esta no es una fiesta entre personas iguales que usualmente se encuentran, sino entre personas que desconocemos y que de pronto no se encontrarían de otra manera. Si se sigue a Larry Grossberg en ese sentido, quien estuvo presente en Bogotá en N21, habría que alejarse de la idea de un partido político homogéneo o de una única consigna; sucede todo lo contrario para celebrar el encuentro en la diferencia. Esta fiesta en la calle no es homogénea: crea y se sostiene sobre una unidad en la diferencia. Como lo expresaba un cartel que llamó su atención en ese día: “La marcha no es contra todo, es con todos”

El ejemplo más poderoso de eso creo que es el performance de “Las Tesis” (también conocida como “Un violador en tu camino”): ahí hay cuerpos singulares que se encuentran en lo común, que gozan y que al mismo tiempo expresan la denuncia frente a un violador que es la sociedad en sí misma. Ese es un buen ejemplo de la potencia de un momento crítico que se articula con el cuerpo, con el ritmo y con la noción de comunidad para hacer una denuncia.

Lo que está haciendo el carnaval del paro es justamente crear la memoria de una movilización absolutamente fascinante, única y acontecimental en la historia de Colombia.

Tampoco se trata de romantizar ni de descartar nuevas contradicciones, jerarquías o desigualdades en la fiesta en la calle. Como también lo recuerda José Antonio Figueroa en su brillante libro “Realismo mágico, vallenato y violencia política en el Caribe colombiano “(2009), los carnavales también son lugares donde se afirma y se afianza una hegemonía cultural. La pregunta clave es: ¿cuál es la frontera entre la fiesta como espacio crítico y la banalización de la fiesta o su articulación con la legitimación del status quo? ¿En qué momento la rebeldía deja de ser antagónica y se convierte en algo banal? Por supuesto no hay respuesta universal ni absoluta a esa pregunta. La clave es que el carnaval logre marcar unos antagonismos, unos conflictos y unas tensiones. La fiesta y el carnaval seguirán siendo lugares de experimentación de subjetividades políticas, que están intentando denunciar y cuestionar, por un lado, y proponer un cambio en el reparto de la democracia, por el otro. Y ahí está la clave de leer la fiesta no como expresión de la cultura del emprendimiento, sino de una cultura popular que pone de manifiesto el desacuerdo. La banalización de la fiesta llega cuando los antagonismos desaparecen y en ese punto se pierde el horizonte de los cuerpos que se han asociado para, justamente, pensar un mundo mejor.

La fiesta se vuelve banal en el punto en que no se logra mantener un horizonte crítico que esté discutiendo y poniendo en cuestión sus antagonismos. 

De acá en adelante toca ver hacia dónde se va la protesta y la fiesta en el país. Por el momento parece que algo que vale la pena resaltar de lo que ha pasado hasta ahora y justo con las imágenes del domingo 8 de diciembre de cuerpos gritando “El pueblo no se rinde carajo” (famoso clamor del paro de Buenaventura), o el famoso “Baile de los que Sobran” (hoy himno latinoamericano de la indignación) es que ha habido una perseverancia en los 18 días de protesta que llevan a pensar que el carnaval, más que llevarnos a un resultado preciso —como el cambio de unas leyes—, lo que hace es marcar un momento. La fiesta en la calle está marcando una discontinuidad frente a la normalidad. Y esa discontinuidad queda en la memoria. Esa memoria es clave porque potencializa justamente el desacuerdo y permite pensar no tanto en un futuro determinado sino, como decía Jesús Martín Barbero, pensar en un futuro que (ya) habita en la memoria. 

Lo que está haciendo el carnaval del paro es justamente crear la memoria de una movilización absolutamente fascinante, única y acontecimental en la historia de Colombia.

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Juan Ricardo Aparicio

Profesor del Departamento de Lenguas y Cultura de la Universidad de los Andes.


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