El Antiguo Cementerio de Pobres, una herida abierta en la memoria de Bogotá
La Alcaldía de Bogotá anunció la restauración de cuatro columbarios del Cementerio Central en Bogotá como un homenaje a la maestra Beatriz González. La antropóloga y escritora Eloisa Lamilla analiza este anuncio como una iniciativa del distrito que ignora las múltiples memorias que habitan dicho lugar más allá de la obra.
por
Eloísa Lamilla Guerrero
Antropóloga y escritora
27.02.2025
El pasado viernes 14 de febrero, el alcalde Carlos Fernando Galán publicó un video en su cuenta de instagram y en cuatro cuentas más de la alcaldía local de Bogotá donde anunció:
[…] Comohomenaje a la maestra Beatriz González y también como una reflexión sobre la historia del país destinaremos los recursos necesarios para restaurar los cuatro columbarios del Cementerio Central, esto implica preservar las lápidas de los 8957 nichos que constituyen Auras Anónimas.
En principio esta pareciera una noticia alentadora, pues busca dar continuidad a un proyecto urbanístico instaurado desde la administración anterior para recuperar un espacio público que lleva años sumido en el deterioro y la ruina. Pero los entramados discursivos que sustentan dicha intervención le dan el protagonismo a una artista y, a su obra, y no al lugar en sí, ni a la vocación funeraria de casi 150 años del llamado Antiguo Cementerio de Pobres. Un espacio que es mucho más que una galería de arte, pues contiene miles de historias de las clases trabajadoras y vulnerables que padecieron la desigualdad, pobreza y exclusión sistemática en la ciudad, tanto en vida como luego de su muerte.
¿De qué hablamos cuando hablamos de (nuevos) fascismos?
Conceptos como el de ‘populismo’ no logran captar la singularidad de la nueva ultraderecha que se está apropiando del sentido común en nuestro presente.
Hace unos años se realizó un importante proceso investigativo para la historia de la capital colombiana centrado en este espacio, cuya importancia histórica y cultural no había sido suficientemente reconocida. Este formó parte del Cementerio Central, pero fue arrasado, olvidado y amputado de la ciudad al punto de casi hacerlo desaparecer para siempre.
Sin embargo, tras cuatro años de investigación histórica y antropológica realizada por Ana Margarita Sierra Pinedo, Javier Ortíz Cassiani y por mi, con la asistencia investigativa de Yesid Humberto Hurtado, se logró revelar su pasado oculto a través de la exploración documental, la observación detenida de las huellas que aún conserva el espacio y las reflexiones críticas sobre las tensiones y contradicciones subyacentes a este, las cuales se recogen en el libro La Bogotá de los muertos: borraduras y permanencias en el Antiguo Cementerio de Pobres –insumo principal de este artículo–.
El Antiguo Cementerio de Pobres fue la última morada de campesinos, obreros, artesanos, soldados, empleadas domésticas, lavanderas, entre muchas otras mujeres, niños y trabajadores que con sus oficios y luchas moldearon la ciudad que conocemos. Además, representaba un nodo crucial dentro de la gramática urbana para el duelo, la conmemoración y el encuentro durante casi siglo y medio de las grandes mayorías que habitaron Bogotá, donde la devoción y el ritual hacia los muertos eran parte fundamental de la práctica social y económica de los ciudadanos.
Intimidades del Cementerio de Bogotá. Cromos 30-10-1948
Ubicado sobre la Avenida El Dorado, entre la calle 19 y la 19B, aún subsisten las huellas de sus usos y las marcas de sus moradores, los vestigios del conjunto edificado y las cuatro primeras galerías funerarias (columbarios) construidas. Aún permanecen, bajo tierra, los restos de innumerables personas pertenecientes a las clases populares, además de capas y capas de grafías provenientes de los últimos habitantes de esta necrópolis: nombres, fechas, decoraciones y fragmentos de epitafios en las paredes de los columbarios. Hoy, el lugar aún conserva rastros de ese pasado, pero también muestra las cicatrices de su borradura.
Por tratarse del lugar de la muerte de los pobres, la piel del cementerio no fue de mármol, piedra o cobre, sino de tierra anegada. Los restos de sus muertos no fueron resguardados por féretros exquisitos, sino por ataúdes sencillos, cuando no únicamente por el calor del lodo. Sus formas no fueron exaltadas, ni sus predios y usos protegidos por las políticas del patrimonio; en vez, fueron irrumpidos por avenidas que lo fracturaron y que arrastraron sus cuerpos desenterrados a las escombreras. Su vocación tampoco fue considerada perenne, sino que fue varias veces amenazada y alterada por propósitos urbanísticos pretendidamente más nobles o necesarios. Y las cavidades de sus nichos no fueron infranqueables, sino que fueron accedidas para despojarlas de sus cuerpos cuando la Administración de la ciudad decidió que el espacio ya no sería más un cementerio público, sino un parque recreativo (Sierra, 2023: 170).
El Cementerio de Pobres, que había sobrevivido a años de desidia, falta de inversión y a la amputación de parte de sus terrenos, fue finalmente cerrado por la administración de Enrique Peñalosa a principios de los años 2000. La decisión, que ignoraba la importancia histórica y afectiva del lugar para la ciudad, buscaba construir un parque deportivo sobre el suelo donde descansaban los restos mortales de miles de personas. La ironía no podía ser más cruel: el lugar destinado a honrar la memoria de los difuntos sería convertido en un espacio de ocio y recreación; transformado en cemento y olvido.
Pero, ¿por qué se ha querido borrar este antiguo espacio funerario y por qué, incluso hoy, después de tener información al respecto, sigue siendo un lugar desconocido y menospreciado para la administración pública y los relatos de la ciudad? La razón es que el estigma de la pobreza y la desigualdad social han condenado al espacio y a sus antiguos habitantes a seguir siendo una presencia que no quiere ser vista, y que por el contrario, busca ser silenciada y tratada como escombro.
Un espacio que es mucho más que una galería de arte, pues contiene miles de historias de las clases trabajadoras y vulnerables que padecieron la desigualdad, pobreza y exclusión sistemática en la ciudad, tanto en vida como luego de su muerte
El intento de borrar la muerte de estas poblaciones, a través del ultraje al lugar que acogió sus memorias y sus huesos, revela que la lógica de exclusión de nuestra sociedad se extiende más allá de la vida, alcanzando también la muerte.
A pesar de no haber logrado su objetivo por completo, esta iniciativa dejó una profunda herida física y simbólica en el lugar. La galería funeraria perimetral fue parcialmente destruida, las más recientes demolidas por completo, y sobre la tierra de aquellos que fueron excluidos incluso en la muerte (ateos, suicidas y proscritos) se erigió el parque El Renacimiento. Tras el cierre del cementerio y el suspenso por la construcción del parque recreativo, el espacio quedó «vacante», a la espera de ser ocupado por otras narrativas.
Quedó disponible para escenificar en él pronunciamientos o demandas sociales acordes con el nuevo imaginario de verdad y justicia histórica ambientado por los procesos de esclarecimiento de los hechos ocurridos en el marco del conflicto armado reciente y la reparación a las poblaciones afectadas en el contexto de la guerra. Desde este momento, una particular concepción de la memoria comienza a enlazarse discursivamente con el Cementerio de Pobres (Sierra, 2023: 175-176).
A principios del nuevo milenio, tras su clausura, el Cementerio de Pobres adquirió un nuevo valor, más allá de su condición de espacio «vacante». Se afirmó que allí yacían las víctimas del Bogotazo (se realizaron prospecciones arqueológicas en el 2003 y entre el 2009 y 2012 pero no se pudieron encontrar dichos muertos ni precisar el lugar exacto donde reposan en el Antiguo Cementerio de Pobres, para más información revisar Salas, 2006 y Rojas, 2020) un episodio que encajaba perfectamente con el discurso político sobre el conflicto armado y el posconflicto. De esta manera, el cementerio se convirtió en un símbolo dentro de un esquema específico de reconocimiento de ciertas victimizaciones.
De modo que, se llevaron a cabo acciones para acomodar el espacio a las lógicas discursivas y performáticas sobre la memoria del conflicto armado, pero evitando las grietas y los olvidos históricos de unas poblaciones que alberga el cementerio, convirtiendo su memoria en errante y residual.
La excavación arqueológica para ¨encontrar la fosa común más grande de América Latina¨, la construcción del Centro de Memoria, Paz y Reconciliación, CMPR, y la instalación de la obra Auras Anónimas de Beatriz González fueron operaciones que contribuyeron a desaparecer al Cementerio de Pobres de manera similar a la forma en la cual, en el pasado, se trató urbanísticamente el espacio.
Cada una de estas intervenciones ha desterrado a los muertos pobres que eran de ahípara dar lugar a la representación de otros muertos, como si el lugar mismo no tuviera ya los suyos, como si la pobreza fuera maltrato insuficiente, y como si entre unos y otros no existiera, a gritos, un hilo lógico y dramático que los une: los mecanismos de exclusión como matriz de la pobreza y la guerra. Valga la reiteración, los muertos del cementerio fueron dejados sin tierra: una especie de metáfora extemporánea del conflicto armado (Sierra, 2023: 178).
El cementerio, que había sido lugar de sepultura para miles de personas, se convirtió en escenario de dos proyectos que, de manera diferente, parecían negar su historia. Por un lado, el CMPR gestionaba el espacio sin reconocer su pasado. Por otro lado, la obra de Beatriz González, «Auras Anónimas», requería borrar las huellas de los difuntos, sus nombres y las marcas que habían dejado en los nichos para cumplir con su concepto de anonimato. La paradoja era evidente: el lugar de la memoria se transformaba en un espacio donde la memoria era usurpada y silenciada.
Se borraron los nombres de unas personas, a quienes se les ha negado su nombre en la historia, en nombre del nombre de una obra de arte, y de su causa (Sierra, 2023: 181).
El propósito de plantear este conflicto no es su resolución, ni mucho menos insistir que hay unos muertos más valiosos que otros en la historia del país, sino abrir la discusión sobre las formas como se escenifican u ocultan ciertas memorias en contraste con otras. La interpretación de la obra de Beatriz González ha sido manipulada políticamente, creando una imposición ideológica que ha limitado el debate. La adhesión a un discurso ético dominante en las políticas de la memoria ha generado una suerte de dogma moral. Ante la tragedia de la guerra, las denuncias sobre sus efectos parecen incuestionables, lo que dificulta la visibilización de conflictos y la comprensión de cómo «Auras Anónimas» añadió una nueva capa de olvido a la exclusión y la pobreza que alimentan la guerra.
La contradicción es evidente. La guerra, en tanto conjunto de episodios que pueden ser narrados y delimitados, es denunciable; en cambio, la pobreza y la marginación, en tanto sustrato y condición estructural para la aparición de esos «episodios», no lo son ni lo han sido con la misma vehemencia ni protagonismo (Sierra,2023: 181-187).
El Cementerio de Pobres es un sobreviviente. Su presencia persiste, dislocada del tiempo y a contratiempo, como un recordatorio de lo no resuelto (Sierra, 170). Una presencia inaparente, pero permanente: un espectro (193).
Así nos incomode, no se puede homenajear una memoria inscrita en el reconocimiento que, en los últimos años la nación ha venido haciendo a las víctimas del conflicto armado, ignorando el valor histórico de un lugar donde brotan nuevas capas, perspectivas y matices que enriquecen nuestra comprensión del pasado y de la guerra misma. No podemos seguir negando y queriendo desaparecer un lugar que se alza como un recordatorio de una herida latente: la de la desigualdad estructural que atraviesa y determina tanto nuestra cotidianidad como nuestras maneras de elaborar la muerte y de construir memoria.
No sabemos historiar la paradoja. Mucho menos las incoherencias. Nos gusta ver todo sin fisuras y asépticamente definido en primer plano. No somos capaces de asumir la memoria como un juego de capas en el que una deja ver parte de la otra, y la otra a la que sigue, y la que sigue a la que viene, y la que viene a la próxima, y la próxima a la que… Los ejercicios de memoria deberían abrir, no sellar (Ortiz. 2023: 169)