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EDITORIAL | A propósito del suicidio y la residencia médica

Aunque sea complejo, hay que cambiar una cultura donde las jerarquías, el sufrimiento y el silencio están así de arraigados y donde los victimarios tienen tanto poder.

por

Isabella Mejía Michelsen

Médica de la Universidad de los Andes y experiodista de salud y ciencia de La Silla Vacía


30.07.2024

La semana pasada, Catalina Gutiérrez Zuluaga, residente de cirugía general de la Universidad Javeriana, se suicidó. Dejó atrás una nota para sus compañeros de residencia, agradeciéndoles por las enseñanzas y dándoles ánimo para continuar con su especialización: “Ustedes sí pueden”, escribió.

La muerte de Catalina evidencia el impacto desastroso en la salud mental de los médicos que puede tener la residencia, que es como se denomina el proceso de formación para que un médico se convierta en especialista. En Estados Unidos, aproximadamente uno de cada cuatro médicos residentes sufre depresión o síntomas depresivos. Los residentes deben sobrellevar una carga asistencial elevadísima, una alta presión académica, turnos extensos y horas de sueño muy escasas, todo esto mientras reciben maltrato psicológico, verbal y, en ocasiones, físico, por parte de los especialistas encargados de educarlos. A esto se suman, claro, la misoginia y el ocasional acoso sexual en el caso de las residentes mujeres.

Hay que aclarar que el maltrato no sucede en todos los programas ni en todas las especialidades por igual; se concentra en especialidades quirúrgicas, y sucede en mayor grado en determinados hospitales, donde estas situaciones suelen ser vox populi y tácitamente permitidas por las directivas. El programa de cirugía general al que pertenecía Catalina parece ser uno de estos lugares, según los testimonios que han surgido en redes sociales (acá, acá y acá) detallando el maltrato vivido por varios exresidentes.

Hace tres años participé en una investigación del periódico estudiantil El Uniandino sobre maltrato y acoso a personal médico en formación en diferentes hospitales universitarios y facultades de medicina de Bogotá, Cali y Medellín. Encontramos que esta es una problemática ampliamente reconocida por profesores y directivas, pero los sistemas (cuando los hay) para prevenir, denunciar y tratar estos casos son inadecuados o insuficientes. Denunciamos varios casos, nombrando universidad y hospital, evidenciamos respuestas insatisfactorias e incluso negligentes frente a algunos, y hasta propusimos un hashtag para mover el tema en redes sociales: #MedToo. Al publicar vimos, al menos en nuestro pequeño rincón de las redes, una avalancha de denuncias (como esta y esta) usando nuestro hashtag, y recibimos decenas de mensajes de personas que vivieron situaciones como las que denunciamos y nos agradecían por darles voz. Sentí que estábamos haciendo una diferencia.

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Ahora, con tres años de distancia y quizás algo de pesimismo dadas las circunstancias, no siento que hayamos logrado ningún cambio, o por lo menos no uno lo suficientemente grande o lo suficientemente rápido. Se necesita más. ¿Cuánto más? Ni idea. Tiempo, quizás. Un relevo generacional, o varios. Las personas correctas en posiciones de poder. Más quejas de valientes que se enfrenten a las consecuencias que trae denunciar (que no son pocas). Más casos mediáticos. Puede que todo sea parte de una bola de nieve que incluso ahora sigue creciendo lentamente. No sé.

Es muy complejo cambiar una cultura donde las jerarquías, el sufrimiento y el silencio están tan arraigados, y donde los victimarios tienen tanto poder. Algunos pensarán que el suicidio de una residente será la gota que rebose el vaso; pensarán que es imposible que no haya un cambio, que no haya una reflexión, que no haya reconocimiento del error. Imposible que no pase nada.

Pero es más que posible: es probable. La misma Universidad Javeriana ya reiteró, en su comunicado tras el suicidio de Catalina, una de las normas más antiguas de este sistema de maltrato. “Queremos pedir a la comunidad el mayor cuidado y respeto en el uso de la palabra en estos momentos”. A todos los que están sacando los trapitos al sol, la universidad les recuerda que la ropa sucia se lava en casa. Cómo le cabe en la cabeza a alguien que un mensaje como este puede venir de la mano de unas condolencias, no lo sé. Igual, tampoco sorprende. De manera similar, la Asociación Colombiana de Cirugía hizo “un llamado a la mesura y a la solidaridad colegial” e invitó a no difundir “información no verificada”. Ellos ni se molestaron con condolencias. 

En fin. He pensado mucho en qué conclusión puedo darle a este texto, ¿con qué propuesta para el cambio o con qué frase esperanzadora puedo terminar? Pero la conclusión es que no tengo ninguna. Ahorita no hay ideas ni esperanzas ni luces al final del túnel. Ahorita solo estamos de luto. 

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Isabella Mejía Michelsen

Médica de la Universidad de los Andes y experiodista de salud y ciencia de La Silla Vacía


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