Pero no se trata de hacer grandes pintores, se trata de hacer emancipados, hombres capaces de decir yo también soy pintor, fórmula donde no cabe orgullo alguno sino todo lo contrario: el sentimiento justo del poder de todo ser razonable. «No existe orgullo en decir bien alto: ¡Yo también soy pintor! El orgullo consiste en decir en voz baja de los otros: Y ustedes tampoco, ustedes no son pintores.»
En el año 1818,
Joseph Jacotot, revolucionario exiliado y lector de literatura francesa
en la universidad de Lovaina, comenzó a difundir el pánico en la Europa
erudita. No conforme con haber enseñado francés a estudiantes flamencos
sin impartirles ningún curso se puso a enseñar lo que ignoraba y a
proclamar la consigna de la emancipación intelectual: todos los hombres
tienen igual inteligencia. Se puede aprender solo, sin maestro
explicador, y un padre de familia pobre e ignorante puede ser el
instructor de su hijo. La instrucción es como la libertad: no se da,
sino que se toma. Se arrebata a los monopolistas de la inteligencia
sentados en el trono explicador. Basta con reconocerse y reconocer en
cualquier otro hablante el mismo poder.
El maestro ignorante no es un libro de pedagogía divertida, sino de filosofía y, si se quiere, de política. La razón sólo se nutre de igualdad. Pero la ficción social sólo se nutre de rangos y de su infatigable explicación. A aquel que habla de emancipación e igualdad de inteligencias, ésta responde prometiendo el progreso y la reducción de las desigualdades: todavía faltan un poco más de explicaciones, comisiones, informes y reformas, y lo conseguiremos. La sociedad pedagogizada está delante de nosotros.
[un fragmento]
Y yo
también, ¡soy pintor!
De ahí el extraño método por el cual el Fundador, entre otras locuras, obliga a aprender dibujo y pintura. En primer lugar, le pide al alumno que hable de lo que va a representar. Por ejemplo un dibujo para copiar. Será peligroso dar al niño explicaciones sobre las medidas que debe adoptar antes de empezar su obra. Ya se sabe la razón: el riesgo de que el niño sienta por ahí su incapacidad. Se confiará pues en la voluntad que tiene el niño de imitar. Pero esa voluntad se comprobará. Algunos días antes de darle un lápiz se le dará el dibujo para que lo mire y se le pedirá que nos lo explique. Quizá en un primer momento no dirá más que pocas cosas, como por ejemplo: «Esta cabeza es bonita.» Pero repetiremos el ejercicio, le presentaremos la misma cabeza y le pediremos que la vuelva a observar y que hable de nuevo, sin que repita lo que ya dijo. Así se volverá más atento, más consciente de su capacidad y más capaz de imitar. Sabemos que la causa de este efecto es otra muy distinta que la de la memorización visual y la del adiestramiento gestual. Lo que el niño ha comprobado con este ejercicio es que la pintura es un lenguaje, que el dibujo que le pedimos imitar le habla. Más tarde, le colocaremos delante de un cuadro y le pediremos que improvise sobre la unidad de sentimiento presente por ejemplo en esa pintura de Poussin que representa el entierro de Focion. El experto, sin duda, se indignará. ¿Cómo pretenden saber qué es lo que Poussin quiso poner en su cuadro? ¿Y qué relación tiene este discurso hipotético con el arte pictórico de Poussin y con el que el alumno debe adquirir?
Se responderá que no se pretende saber lo que quiso hacer Poussin. Nos ejercitamos solamente en imaginar lo que pudo querer hacer. Así se comprueba que todo querer hacer es un querer decir y que este querer decir se dirige a todo ser razonable. En definitiva, se verifica que ese ut poesis pintura que los artistas del Renacimiento habían reivindicado invirtiendo el proverbio de Horacio, no es el saber reservado únicamente a los artistas: la pintura, como la escultura, el grabado o cualquier otro arte es un lenguaje que puede ser entendido y hablado por cualquiera que tenga la inteligencia de su propio lenguaje. En cuanto al arte, como se sabe, «no puedo» se traduce de buen grado por «eso no me dice nada». La comprobación de la «unidad del sentimiento», es decir, del querer decir de la obra, será así el medio de la emancipación para el que «no sabe» pintar, el equivalente exacto de la comprobación sobre el libro de la igualdad de las inteligencias.
Sin duda, eso esta lejos de hacer obras maestras. Los visitantes que valoran las redacciones literarias de los alumnos de Jacotot hacen a menudo muecas ante sus dibujos y sus pinturas. Pero no se trata de hacer grandes pintores, se trata de hacer emancipados, hombres capaces de decir yo también soy pintor, fórmula donde no cabe orgullo alguno sino todo lo contrario: el sentimiento justo del poder de todo ser razonable. «No existe orgullo en decir bien alto: ¡Yo también soy pintor! El orgullo consiste en decir en voz baja de los otros: Y ustedes tampoco, ustedes no son pintores.» Yo también soy pintor significa: yo también tengo un alma, tengo sentimientos para comunicar a mis semejantes. El método de la enseñanza universal es idéntico a su moral: «Se dice en la Enseñanza universal que todo hombre que tenga un alma nació con el alma. Se cree en la Enseñanza universal que el hombre siente el placer y el dolor, y que sólo en sí mismo puede encontrar el cuándo, el cómo y el porqué cúmulo de circunstancias ha experimentado ese dolor o ese placer (…) Más aún, el hombre sabe que existen otros seres que se le asemejan y a los cuales podrá comunicar los sentimientos que experimenta con tal que los coloque en las mismas circunstancias a las que él debe sus dolores y sus placeres. En cuanto conoce lo que le ha conmovido a él, puede ejercitarse en conmover a los otros si estudia la elección y el empleo de los medios de comunicación. Es un lenguaje que debe aprender.»