«El impetuoso desarrollo del socialismo enviaría a todos los burócratas y a su lógica diabólica al «basurero de la historia», como se decía entonces, usando una metáfora más bien maloliente.»
«Decidí hacer la película a partir de una experiencia personal. Puede sucederle a cualquiera. Me vi de pronto atrapado en los laberintos de la burocracia a partir de unos problemas muy simples y elementales que quise resolver. Perdí mucho tiempo en eso y decidí hacer justicia por mis propias manos. «Pensándolo bien ―me dije― mejor hago una película y así me evito líos con la policía». De esa resolución salió una comedia, porque ¿no es ese el tono más apropiado para expresar el carácter absurdo que adquieren las deformaciones burocráticas, los formalismos y los formulismos vacíos que no tienen nada que ver con la práctica revolucionaria? […] Sería mucho pedir a una comedia como esta que provocara una toma de conciencia en el espectador burócrata. Creo que muy pocos burócratas se reconocieron como tales ante el filme. Seguramente se reían, eso sí, de los otros burócratas, los que ellos mismos han tenido que padecer en alguna ocasión. El efecto positivo del filme está en que brinda apoyo moral a las víctimas del burocratismo.» ―Tomás Gutiérrez Alea: «Un apoyo moral a las víctimas del burocratismo», entrevista de Gary Crowdus, en la revista Cineaste, Nueva York, 1979
Paulo Paranagua ha sugerido la existencia de un esbozo de parábola trazado por Tomás Gutiérrez Alea entre sus filmes Memorias del subdesarrollo (1967) y Fresa y chocolate (1993). Como toda sugerencia lúcida, ésta abre una puerta a nuevas reflexiones. Anoto las siguientes. La acción de Memorias del subdesarrollo tiene lugar en 1962, el año más álgido del primer periodo de la revolución cubana, en el que ocurrió la crisis de los cohetes, que puso al mundo al borde de la guerra nuclear y que se cita explícitamente en la película. Sergio, el intelectual marginal protagonista del filme, se mueve en un universo sujeto a brutales transformaciones, cuyo alcance y consecuencias no logra entender, y se pregunta si esa «aceleración de la historia será capaz de sacar a la isla del círculo vicioso en que se mueve». Ante la duda, y contra la opción de exiliarse por la que se decanta la clase social a la que pertenece, Sergio decide permanecer en Cuba y consigue hacerlo, si bien a un precio decididamente excesivo.En Fresa y chocolate, filme realizado 26 años más tarde y cuya acción transcurre en 1979, 17 años después de la de Memorias del subdesarrollo, David, el intelectual marginal homosexual protagonista, se mueve en un mundo de asfixiantes carencias cuyo origen entiende muy bien. No estamos ya ante las gigantescas transformaciones que sufrió Sergio, sino ante su resultado; un universo paupérrimo, gris, rígido, presidido por el dogma, la prostitución jineteril y la omnipresencia de la Seguridad del Estado.
No obstante, por amor a Cuba y a su cultura, David da por hecho que la isla es su mundo y ni siquiera se plantea abandonarla; sin embargo, al final del filme es obligado por el poder a marchar al exilio. La intuición de Paranagua se confirma. Más que un esbozo, la parábola que va de Memorias del subdesarrollo a Fresa y chocolate es una evidencia; su arco se cierra -26 años después, con arreglo a la cronología fílmica; 17, de acuerdo al tiempo fabular- con la respuesta a la crucial pregunta de Sergio en el primero de estos filmes. No, «la aceleración de la historia» -léase la revolución- no ha sido capaz de sacar a la isla del círculo vicioso en que se mueve; de hecho, la ha hundido más profundamente en él.
Por mi parte, anoto la existencia de una segunda, definitiva, virtualmente perfecta parábola en la obra de Alea. La que tensa su arco entre La muerte de un burócrata (1966), una de sus primeras películas, y Guantanamera (1996), la última. Entre ambos filmes media una cifra redonda, 30 años, lo que en este caso implica además el hecho estremecedor de que, mientras La muerte de un burócrata fue dirigida por un realizador todavía joven, Guantanamera lo fue por un hombre que se sabía condenado y que, efectivamente, murió poco después de terminarla. De modo que estamos también ante el arco trazado por la vida del autor.
Las resonancias entre estas dos películas son tantas y tan evidentes que sería excesivo enumerarlas. Baste decir que ambas son comedias y que se ríen de las mismas cosas, la muerte y la burocracia. En La muerte de un burócrata, el administrador del cementerio es un representante del ancien régime, alguien que no está ligado a las señas de identidad del entonces naciente socialismo cubano. En efecto, este hombre actúa de acuerdo a razones burocráticas puras. No es su culpa que el tío del protagonista haya sido enterrado con el carné, que la viuda no pueda cobrar la pensión debido a este hecho, que el cadáver no pueda exhumarse, justamente para recuperar el dichoso carné, hasta después de dos años del entierro, ni mucho menos que cuando la familia, desesperada, se roba al muerto, éste deba permanecer insepulto, pues una misma persona no puede bajar dos veces a la tumba.
Las razones de este burócrata responden a la lógica kafkiana de su oficio; hubiesen podido ser muy semejantes en un filme de Luis Buñuel o Billy Wilder, maestros de quienes Alea aprendió tanto. La particularidad de La muerte de un burócrata reside en que en el marco del devenir cubano de mediados de los sesenta se podía pensar -o, por lo menos, algunos ingenuos pensamos- que en un futuro próximo películas así quedarían para solaz e instrucción de las nuevas generaciones de cubanos, como un testimonio del pasado. El impetuoso desarrollo del socialismo enviaría a todos los burócratas y a su lógica diabólica al «basurero de la historia», como se decía entonces, usando una metáfora más bien maloliente.
Pero he aquí que a lo largo de los 30 años de «socialismo» que median entre La muerte de un burócrata y Guantanamera -un tiempo equivalente nada menos que a siete periodos y medio de los antiguos mandatos presidenciales de la República cubana-, la burocracia castrista, particularmente arbitraria y miserable, había echado profundas raíces y gozaba de perfecta salud en Cuba. Así que Tomás Gutiérrez Alea, fiel a sí mismo hasta el final, cerró la parábola de su vida con Guantanamera, otra comedia en que aborda la muerte y la burocracia.
Guantanameranarra el traslado del cadáver de upa mujer que muere casualmente en Guantánamo y debe ser enterrada en La Habana, en el otro extremo de la isla. Sus restos tienen que ser cambiados de coche fúnebre en cada provincia, pues ninguna empresa estatal dispone de gasolina suficiente como para asumir el traslado en solitario, carencia típicamente «socialista». (Todavía las empresas extranjeras que operan en Cuba y que disponen de cuanta gasolina necesiten no han invertido en funerarias, y previsiblemente no lo harán hasta que un número suficiente de indígenas pueda financiar su entierro en dólares).
El jefe de la expedición estatal de Guantanamera es un burócrata de nuevo cuño, que dirige manu militari el macabro traslado. De pronto, en medio de un descomunal aguacero, una voz en off narra una fábula yoruba que, a mi juicio, revela las intenciones profundas de Alea. Hubo un tiempo, nos cuenta la fábula, en que nadie moría, los viejos no cedían el mando y los jóvenes vivían asfixiados. Fue entonces que se desató el diluvio; el agua cubrió la tierra; los viejos, más débiles, no tuvieron fuerzas para subir a los árboles y se ahogaron. Los jóvenes salvaron sus vidas y tomaron el mando de la sociedad. El mundo cambió por fin. Este apólogo sobre las funciones regeneradoras de la muerte cierra la parábola, la obra y la vida de Tomás Gutiérrez Alea. Deseemos que se cumpla, que tal y como querían él y los fabuladores yorubas llueva mucho, interminablemente, pacíficamente, sobre Cuba.