Mi encierro hace tiempo que había empezado, dolores constantes en la boca del estómago, vacíos inexplicables que atribuía a cafés matutinos o a lagrimitas nocturnas de las que no conocía procedencia alguna o el porqué salían a borbotones. Hace ya mucho un germen se había incubado en mi tren superior, en mis piernas, especies de temblores, de desganes, como los llamé siempre. Esos que me tumbaban en la cama, que me decían como susurros la palabra miedo, una vez y otra. Mi enfermedad había empezado hacía tiempos, años atrás se dibujaban círculos pequeños que iban conquistando cada día dos centímetros más de mi ya desgastado cuerpo, a la larga me habían dejado llena hasta el tope, conquistado incluso rincones remotos que ni yo reconocía.
Fue así que me reduje a una mujer llena de circulitos, de añoranzas, de futuros, de pasados, de muchos recuerdos. Me dije ingenua que solo era una nostálgica, que no podía ser otra cosa si lloraba tan solo por recordar un pedacito de flor sobre el carril del tren o porque ese día justo había amanecido nublado, que eso solo lo hacían los nostálgicos, que yo lo era desde chiquita, que no era posible que una niña se aguantara semejantes nudos en la garganta sin ser una nostálgica.
La verdad era un poco más simple, lo que me enfermaba no era nostalgia sino un manojo de sinsentidos, y es que yo estaba compuesta de ellos. Un sinsentido era por ejemplo poner libros debajo de las almohadas para recordar a un ser querido o voltear muñecos antes de dormir por miedo a sus ojos de plástico, caminar horas enteras sin rumbo aparente o no ser capaz de pasar bocado por dos días.
Total yo no tenía remedio, y un día no muy lejano, aparecería un titular imaginario con mi motivo de defunción: se la comieron viva los sinsentidos.
Nos gustaba la casa porque aparte de espaciosa y
antigua (hoy que las casas antiguas sucumben a la más ventajosa
liquidación de sus materiales) guardaba los recuerdos de nuestros
bisabuelos, el abuelo paterno, nuestros padres y toda la infancia.
Nos habituamos Irene y yo a persistir solos en ella,
lo que era una locura pues en esa casa podían vivir ocho personas sin
estorbarse. Hacíamos la limpieza por la mañana, levantándonos a las
siete, y a eso de las once yo le dejaba a Irene las últimas habitaciones
por repasar y me iba a la cocina. Almorzábamos al mediodía, siempre
puntuales; ya no quedaba nada por hacer fuera de unos platos sucios. Nos
resultaba grato almorzar pensando en la casa profunda y silenciosa y
cómo nos bastábamos para mantenerla limpia. A veces llegábamos a creer
que era ella la que no nos dejó casarnos. Irene rechazó dos
pretendientes sin mayor motivo, a mí se me murió María Esther antes que
llegáramos a comprometernos. Entramos en los cuarenta años con la
inexpresada idea de que el nuestro, simple y silencioso matrimonio de
hermanos, era necesaria clausura de la genealogía asentada por nuestros
bisabuelos en nuestra casa. Nos moriríamos allí algún día, vagos y
esquivos primos se quedarían con la casa y la echarían al suelo para
enriquecerse con el terreno y los ladrillos; o mejor, nosotros mismos la
voltearíamos justicieramente antes de que fuese demasiado tarde.
Irene era una chica nacida para no molestar a nadie.
Aparte de su actividad matinal se pasaba el resto del día tejiendo en el
sofá de su dormitorio. No sé por qué tejía tanto, yo creo que las
mujeres tejen cuando han encontrado en esa labor el gran pretexto para
no hacer nada. Irene no era así, tejía cosas siempre necesarias,
tricotas para el invierno, medias para mí, mañanitas y chalecos para
ella. A veces tejía un chaleco y después lo destejía en un momento
porque algo no le agradaba; era gracioso ver en la canastilla el montón
de lana encrespada resistiéndose a perder su forma de algunas horas. Los
sábados iba yo al centro a comprarle lana; Irene tenía fe en mi gusto,
se complacía con los colores y nunca tuve que devolver madejas. Yo
aprovechaba esas salidas para dar una vuelta por las librerías y
preguntar vanamente si había novedades en literatura francesa. Desde
1939 no llegaba nada valioso a la Argentina.
Pero es de la casa que me interesa hablar, de la casa
y de Irene, porque yo no tengo importancia. Me pregunto qué hubiera
hecho Irene sin el tejido. Uno puede releer un libro, pero cuando un
pullover está terminado no se puede repetirlo sin escándalo. Un día
encontré el cajón de abajo de la cómoda de alcanfor lleno de pañoletas
blancas, verdes, lila. Estaban con naftalina, apiladas como en una
mercería; no tuve valor para preguntarle a Irene qué pensaba hacer con
ellas. No necesitábamos ganarnos la vida, todos los meses llegaba plata
de los campos y el dinero aumentaba. Pero a Irene solamente la
entretenía el tejido, mostraba una destreza maravillosa y a mí se me
iban las horas viéndole las manos como erizos plateados, agujas yendo y
viniendo y una o dos canastillas en el suelo donde se agitaban
constantemente los ovillos. Era hermoso.
Cómo no acordarme de la distribución de la casa. El
comedor, una sala con gobelinos, la biblioteca y tres dormitorios
grandes quedaban en la parte más retirada, la que mira hacia Rodríguez
Peña. Solamente un pasillo con su maciza puerta de roble aislaba esa
parte del ala delantera donde había un baño, la cocina, nuestros
dormitorios y el living central, al cual comunicaban los dormitorios y
el pasillo. Se entraba a la casa por un zaguán con mayólica, y la puerta
cancel daba al living. De manera que uno entraba por el zaguán, abría
la cancel y pasaba al living; tenía a los lados las puertas de nuestros
dormitorios, y al frente el pasillo que conducía a la parte más
retirada; avanzando por el pasillo se franqueaba la puerta de roble y
mas allá empezaba el otro lado de la casa, o bien se podía girar a la
izquierda justamente antes de la puerta y seguir por un pasillo más
estrecho que llevaba a la cocina y el baño. Cuando la puerta estaba
abierta advertía uno que la casa era muy grande; si no, daba la
impresión de un departamento de los que se edifican ahora, apenas para
moverse; Irene y yo vivíamos siempre en esta parte de la casa, casi
nunca íbamos más allá de la puerta de roble, salvo para hacer la
limpieza, pues es increíble cómo se junta tierra en los muebles. Buenos
Aires será una ciudad limpia, pero eso lo debe a sus habitantes y no a
otra cosa. Hay demasiada tierra en el aire, apenas sopla una ráfaga se
palpa el polvo en los mármoles de las consolas y entre los rombos de las
carpetas de macramé; da trabajo sacarlo bien con plumero, vuela y se
suspende en el aire, un momento después se deposita de nuevo en los
muebles y los pianos.
Lo recordaré siempre con claridad porque fue simple y
sin circunstancias inútiles. Irene estaba tejiendo en su dormitorio,
eran las ocho de la noche y de repente se me ocurrió poner al fuego la
pavita del mate. Fui por el pasillo hasta enfrentar la entornada puerta
de roble, y daba la vuelta al codo que llevaba a la cocina cuando
escuché algo en el comedor o en la biblioteca. El sonido venía impreciso
y sordo, como un volcarse de silla sobre la alfombra o un ahogado
susurro de conversación. También lo oí, al mismo tiempo o un segundo
después, en el fondo del pasillo que traía desde aquellas piezas hasta
la puerta. Me tiré contra la pared antes de que fuera demasiado tarde,
la cerré de golpe apoyando el cuerpo; felizmente la llave estaba puesta
de nuestro lado y además corrí el gran cerrojo para más seguridad.
Fui a la cocina, calenté la pavita, y cuando estuve de vuelta con la bandeja del mate le dije a Irene:
―Tuve que cerrar la puerta del pasillo. Han tomado parte del fondo.
Dejó caer el tejido y me miró con sus graves ojos cansados.
―¿Estás seguro?
Asentí.
―Entonces ―dijo recogiendo las agujas- tendremos que vivir en este lado.
Yo cebaba el mate con mucho cuidado, pero ella tardó
un rato en reanudar su labor. Me acuerdo que me tejía un chaleco gris; a
mí me gustaba ese chaleco.
Los primeros días nos pareció penoso porque ambos
habíamos dejado en la parte tomada muchas cosas que queríamos. Mis
libros de literatura francesa, por ejemplo, estaban todos en la
biblioteca. Irene pensó en una botella de Hesperidina de muchos años.
Con frecuencia (pero esto solamente sucedió los primeros días)
cerrábamos algún cajón de las cómodas y nos mirábamos con tristeza.
―No está aquí.
Y era una cosa más de todo lo que habíamos perdido al otro lado de la casa.
Pero también tuvimos ventajas. La limpieza se
simplificó tanto que aun levantándose tardísimo, a las nueve y media por
ejemplo, no daban las once y ya estábamos de brazos cruzados. Irene se
acostumbró a ir conmigo a la cocina y ayudarme a preparar el almuerzo.
Lo pensamos bien, y se decidió esto: mientras yo preparaba el almuerzo,
Irene cocinaría platos para comer fríos de noche. Nos alegramos porque
siempre resultaba molesto tener que abandonar los dormitorios al
atardecer y ponerse a cocinar. Ahora nos bastaba con la mesa en el
dormitorio de Irene y las fuentes de comida fiambre.
Irene estaba contenta porque le quedaba más tiempo
para tejer. Yo andaba un poco perdido a causa de los libros, pero por no
afligir a mi hermana me puse a revisar la colección de estampillas de
papá, y eso me sirvió para matar el tiempo. Nos divertíamos mucho, cada
uno en sus cosas, casi siempre reunidos en el dormitorio de Irene que
era más cómodo. A veces Irene decía:
―Fijate este punto que se me ha ocurrido. ¿No da un dibujo de trébol?
Un rato después era yo el que le ponía ante los ojos
un cuadradito de papel para que viese el mérito de algún sello de Eupen y
Malmédy. Estábamos bien, y poco a poco empezábamos a no pensar. Se
puede vivir sin pensar.
Cuando Irene soñaba en alta voz yo me desvelaba en seguida. Nunca pude habituarme a esa voz de estatua o papagayo, voz que viene de los sueños y no de la garganta. Irene decía que mis sueños consistían en grandes sacudones que a veces hacían caer el cobertor. Nuestros dormitorios tenían el living de por medio, pero de noche se escuchaba cualquier cosa en la casa. Nos oíamos respirar, toser, presentíamos el ademán que conduce a la llave del velador, los mutuos y frecuentes insomnios.
Aparte de eso todo estaba callado en la casa. De día eran los rumores domésticos, el roce metálico de las agujas de tejer, un crujido al pasar las hojas del álbum filatélico. La puerta de roble, creo haberlo dicho, era maciza. En la cocina y el baño, que quedaban tocando la parte tomada, nos poníamos a hablar en voz más alta o Irene cantaba canciones de cuna. En una cocina hay demasiados ruidos de loza y vidrios para que otros sonidos irrumpan en ella. Muy pocas veces permitíamos allí el silencio, pero cuando tornábamos a los dormitorios y al living, entonces la casa se ponía callada y a media luz, hasta pisábamos despacio para no molestarnos. Yo creo que era por eso que de noche, cuando Irene empezaba a soñar en alta voz, me desvelaba en seguida.
Es casi repetir lo mismo salvo las consecuencias. De
noche siento sed, y antes de acostarnos le dije a Irene que iba hasta la
cocina a servirme un vaso de agua. Desde la puerta del dormitorio (ella
tejía) oí ruido en la cocina; tal vez en la cocina o tal vez en el baño
porque el codo del pasillo apagaba el sonido. A Irene le llamó la
atención mi brusca manera de detenerme, y vino a mi lado sin decir
palabra. Nos quedamos escuchando los ruidos, notando claramente que eran
de este lado de la puerta de roble, en la cocina y el baño, o en el
pasillo mismo donde empezaba el codo casi al lado nuestro.
No nos miramos siquiera. Apreté el brazo de Irene y
la hice correr conmigo hasta la puerta cancel, sin volvernos hacia
atrás. Los ruidos se oían más fuerte pero siempre sordos, a espaldas
nuestras. Cerré de un golpe la cancel y nos quedamos en el zaguán. Ahora
no se oía nada.
―Han tomado esta parte ―dijo Irene. El tejido le colgaba de las manos y las hebras iban hasta la cancel y se perdían debajo. Cuando vio que los ovillos habían quedado del otro lado, soltó el tejido sin mirarlo.
―¿Tuviste tiempo de traer alguna cosa? -le pregunté inútilmente.
―No, nada.
Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el armario de mi dormitorio. Ya era tarde ahora.
Como me quedaba el reloj pulsera, vi que eran las once de la noche. Rodeé con mi brazo la cintura de Irene (yo creo que ella estaba llorando) y salimos así a la calle. Antes de alejarnos tuve lástima, cerré bien la puerta de entrada y tiré la llave a la alcantarilla. No fuese que a algún pobre diablo se le ocurriera robar y se metiera en la casa, a esa hora y con la casa tomada.
46D.
«Los pequeños macabros: La pelona, la parca o simplemente la muerte, acompaña de la mano a cada uno de los veintidós niños sin que ellos lo sepan, ignorando que el destino y una letra del alfabeto llevan la última palabra: su fin.
¿Acaso Amy rodó accidentalmente por las escaleras, o por el contrario, fue arrojada por alguien más? ¡Que gran misterio!»