«Cuando el aburrimiento los golpee, entréguense a él. Que los aplaste, que los sumerja, toquen fondo. En general, con las cosas desagradables, la regla es: mientras más pronto toquen fondo más pronto volverán a flotar. La idea aquí, para parafrasear a otro gran poeta de la lengua inglesa, es mirar de frente a lo peor. La razón por la que el aburrimiento merece semejante escrutinio es que representa el tiempo puro, incontaminado, en todo su repetitivo, redundante y monótono esplendor.»
Una
parte sustancial de lo que les espera va a ser reclamada por el
aburrimiento. De ahí que hoy, en esta solemne ocasión, quisiera ponerles
el tema, porque creo que ninguna universidad de artes liberales los
está preparando para esa eventualidad; y Dartmouth no es la excepción.
Ni las humanidades ni la ciencia ofrecen cursos sobre el aburrimiento.
En el mejor de los casos, es posible que los familiaricen con la
sensación al infringírselas. Pero ¿qué es un contacto casual frente a
una enfermedad incurable? El más monótono susurro proveniente de una
cátedra o el texto que hiere los ojos en un idioma pomposo no
representan nada en comparación con el Sahara psicológico que comienza
directamente en el dormitorio y desprecia el horizonte.
Conocido
bajo diversos alias —angustia, ennui, tedio, murria, jartera, apatía,
desgano, estolidez, letargo, languidez, acidia—, el aburrimiento es un
fenómeno complejo y en general producto de la repetición; parecería así
que el mejor antídoto en su contra sería la constante inventiva y
originalidad. Es lo que ustedes, jóvenes y despiertos, esperarían. Ay,
pero la vida no va a darles tal opción, porque el medio principal de la
vida es precisamente la repetición.
Se
puede alegar, por supuesto, que los intentos repetidos de originalidad e
inventiva son el vehículo del progreso y —por ahí derecho— de la
civilización. Pero si lo miramos en retrospectiva, tal intento no es de
los más valiosos. Porque si dividiéramos la historia de nuestra especie
según los descubrimientos científicos, para no mencionar los conceptos
éticos, el resultado no estará a nuestro favor. Conseguiríamos, hablando
técnicamente, siglos de aburrimiento. La sola noción de originalidad o
innovación plantea la monotonía de la realidad corriente de la vida,
cuyo medio —no cuyo idioma— principal es el tedio.
En
eso la vida difiere del arte, cuyo peor enemigo, como probablemente lo
sepan, es el cliché. No es de extrañarse, pues, que el arte tampoco
sirva para instruirlos en cómo manejar el aburrimiento. Hay pocas
novelas sobre este tema; los cuadros son todavía más escasos, y en
cuanto a la música, es principalmente no semántica. En conjunto, el arte
trata al aburrimiento de una manera defensiva, satírica. La única forma
como el arte puede convertirse para ustedes en un solaz contra el
aburrimiento, contra el equivalente existencial del cliché, es si
ustedes mismos se vuelven artistas. Dado su número, sin embargo, la
perspectiva es tan poco halagadora como improbable.
Pero
incluso si todos ustedes salen en masa de esta inauguración en busca de
máquinas de escribir, caballetes y Steinways de cola, ello no los
preservará por completo del aburrimiento. Si la repetición es la madre
del aburrimiento, ustedes, jóvenes y despiertos, pronto se verán
abrumados por la falta de reconocimiento y la mala paga, ambas crónicas
en el mundo del arte. En estos aspectos, escribir, pintar y componer
música son evidentemente ocupaciones inferiores a trabajar para una
firma de abogados, un banco e incluso un laboratorio.
Y
es aquí, por supuesto, donde reside la gracia salvadora del arte. Al no
ser lucrativa, es más bien difícil que caiga víctima de la demografía.
Porque si, como hemos dicho, la repetición es la madre del aburrimiento,
la demografía (que va a desempeñar en sus vidas un papel mucho mayor
que cualquier disciplina que hayan aprendido aquí) es el padre. Esto
puede sonar misantrópico, pero tengo más del doble de su edad y he
vivido para ver duplicarse la población de nuestro globo. Para cuando
ustedes tengan mi edad, se habrá cuadruplicado, y no exactamente de la
manera en que lo esperan. Por ejemplo, para el año 2000 serán tales las
modificaciones culturales y étnicas, que pondrán a prueba la noción de
su propia humanidad.
Esto
nada más reduce las perspectivas de originalidad e inventiva como
antídotos contra el aburrimiento. Pero incluso en un mundo más
monocromático, el otro problema con la originalidad y la inventiva es
que literalmente pagan. En la medida en que ustedes sean capaces de una
de las dos, podrían progresar con rapidez. Por deseable que esto pueda
parecer, la mayor parte de ustedes saben de primera mano que nadie se
aburre tanto como el rico, porque el dinero compra tiempo y el tiempo es
repetitivo. Suponiendo que no busquen la pobreza —pues de lo contrario
no hubieran entrado a la universidad—, es de esperar que el aburrimiento
los golpee tan pronto como dispongan de las primeras herramientas de
autosatisfacción.
Gracias
a la tecnología moderna, estas herramientas son tan numerosas como los
sinónimos de aburrimiento. A la luz de su función —hacerles olvidar la
redundancia del tiempo—, su abundancia es reveladora. Igualmente
reveladora es la función de su poder de compra, hacia cuyo aumento
ustedes van a salir de este salón con el repiqueteo de esos instrumentos
sostenidos fuertemente por sus padres y parientes. Es una escena
profética, señoras y señores de la promoción de 1989, porque ustedes
están entrando en un mundo en el que registrar un evento empequeñece al
propio evento: el mundo del video, del estéreo, del control remoto, del
vestido para trotar y de la máquina de ejercicios para mantenerlos
dispuestos a revivir su propio pasado o el de algún otro, éxtasis
enlatado que pide sangre fresca.
Todo
lo que muestra un patrón está impregnado de aburrimiento. Ello es
aplicable al dinero en más de una forma, tanto a los billetes como a su
posesión. No se trata, por supuesto, de promocionar la pobreza como una
escapatoria al aburrimiento, aunque san Francisco, al parecer, logró
exactamente eso. Pero a pesar de todas las privaciones que nos rodean,
la idea de nuevas órdenes monásticas no parece particularmente atractiva
en esta era de video-cristiandad. Además, jóvenes y despiertos, ustedes
están más ansiosos por hacer el bien en Sudáfrica o en algún lugar
parecido que en hacerlo en el vecindario, y antes dejarían de tomar su
marca favorita de gaseosa que aventurarse por el lado malo de la calle.
De modo que nadie les está recomendando pobreza. Todo lo que uno puede
sugerirles es que sean un poco más aprensivos con el dinero, porque los
ceros en sus cuentas pueden ser el preludio de los equivalentes
mentales.
En
cuanto a la pobreza, el aburrimiento es la parte más brutal de su
tortura, y el apartarse de ella adopta formas más radicales: de rebelión
violenta o de adicción a las drogas. Ambas son temporales, porque la
tortura de la pobreza es infinita y, ambas, debido a esa infinitud, son
costosas. En general, un hombre que se inyecta heroína en las venas lo
hace casi por las mismas razones por las que ustedes se compran un video
para eludir la redundancia del tiempo. La diferencia, sin embrago, es
que él gasta más de lo que tiene, y que su medio de escape se vuelve tan
redundante como aquello de lo que está escapando, sólo que a un ritmo
todavía más raudo que el de ustedes. En suma, la diferencia tangible
entre el extremo de una aguja y el botón de un estéreo corresponde a
grandes rasgos a aquella que existe entre la agudeza y la vacuidad de
impacto del tiempo entre los que no tienen y los que tienen. En resumen,
sean ricos o sean pobres, tarde o temprano se verán afligidos por esta
redundancia del tiempo.
Ricos en potencia, ustedes acabarán aburriéndose de trabajo, los amigos, los cónyuges, los amantes, la vista desde la ventana, los muebles o el papel de colgadura de la alcoba, los pensamientos o de ustedes mismos. En consecuencia, tratarán de buscar caminos de escape. Aparte de la autocomplacencia con los artilugios antes citados, pueden dedicarse a cambiar de empleo, residencia, compañía, país, clima; podrán ensayar la promiscuidad, el alcohol, los viajes, las lecciones de cocina, las drogas, el psicoanálisis.
De
hecho, pueden juntar todas estas cosas y por un tiempo funcionarán.
Hasta el día, por supuesto, en que se despierten en medio de una familia
nueva y un papel de colgadura diferente, en un estado y un clima
diferentes, con un cerro de cuentas del agente viajero y del analista,
pero con el mismo sentimiento rancio hacia la luz del día que se filtra a
través de las ventanas. Se pondrán los mocasines sólo para descubrir
que necesitarían de los cordones para sobreponerse a lo ya conocido.
Dependiendo del temperamento o de la edad, les dará pánico o bien se
resignarán a la familiaridad de la sensación; o se lanzarán una vez más
al galimatías del cambio.
La
neurosis y la depresión entrarán en sus léxicos; los gabinetes del baño
estarán llenos de píldoras. Básicamente, no hay nada de malo en
convertir la vida en una búsqueda constante de alternativas, en pasar
por encima de empleos, cónyuges, ambientes, etc., siempre que uno pueda
hacerse cargo de la pensión alimenticia y del enredo con los recuerdos.
Este tipo de situaciones, al fin de cuentas, ha sido suficientemente
idealizado en la pantalla y en la poesía romántica. El riesgo, no
obstante, es que en menos que nada la búsqueda se vuelva una ocupación
de tiempo completo, y que la necesidad de una alternativa acabe siendo
comparable a la dosis diaria de un adicto.
Pero
hay otra salida. No mejor, quizá, desde su punto de vista, y no
necesariamente segura pero recta y económica. Quienes entre ustedes
hayan leído el poema “Del sirviente a los sirvientes” de Robert Frost,
quizá recuerden un verso suyo: “La mejor manera de salir es siempre
atravesar”. Por eso lo que voy a sugerirles es una variante sobre el
tema.
Cuando
el aburrimiento los golpee, entréguense a él. Que los aplaste, que los
sumerja, toquen fondo. En general, con las cosas desagradables, la regla
es: mientras más pronto toquen fondo más pronto volverán a flotar. La
idea aquí, para parafrasear a otro gran poeta de la lengua inglesa, es
mirar de frente a lo peor. La razón por la que el aburrimiento merece
semejante escrutinio es que representa el tiempo puro, incontaminado, en
todo su repetitivo, redundante y monótono esplendor.
Para
decirlo de alguna manera, el aburrimiento es nuestra ventana sobre el
tiempo, sobre esas propiedades suyas que uno tiende a ignorar con
peligro probable del propio equilibrio mental. En suma, es nuestra
ventana sobre la infinitud del tiempo, es decir, sobre nuestra
insignificancia en él. Esto es lo que cuenta, tal vez, en nuestro horror
por los atardeceres solitarios y torpes, en la fascinación con la que a
veces miramos una mota de polvo florar en un rayo de sol, cuando en
alguna parte repica un reloj, hace calor y nuestra fuerza de voluntad es
nula.
Una
vez abierta esa ventana, no intenten cerrarla; déjenla, por el
contrario, de par en par. Porque el aburrimiento habla el lenguaje del
tiempo y va a enseñarles la lección más valiosa de la vida —la que no
obtuvieron aquí, en estos verdes prados—: la lección de su completa
insignificancia. Será valiosa para ustedes, así como para aquellos con
quienes se codeen. “Eres finito”, les dirá el tiempo con voz de
aburrimiento, “y hagas lo que hagas, desde mi punto de vista es fútil”.
Por supuesto que esto no será música para sus oídos; pero el sentido de
futilidad, de significación limitada incluso para las mejores acciones,
para las más ardientes, es mejor que la ilusión de sus consecuencias y
el consiguiente autobombo.
Pues
el aburrimiento es una invasión del tiempo en nuestro repertorio de
valores. Pone nuestra existencia en perspectiva, con un resultado neto
que siempre implica precisión y humildad. La primera, debe notarse,
engendra la segunda. Mientras aprendemos sobre nuestro propio tamaño,
más humildes y más compasivos nos volvemos con nuestros semejantes, con
ese polvo flotante en un rayo de luz o ya inmóvil sobre la mesa. ¡Ah,
cuánta vida hubo en esas motas! No desde nuestro punto de vista sino
desde el de ellas. Nosotros somos para ellas lo que el tiempo es para
nosotros; por eso es que parecen tan pequeñas. ¿Y saben lo que dice el
polvo cuando lo limpian de la mesa?
“Recuérdame”,
susurra el polvo.
Nada
podría estar más lejos de la agenda mental de ustedes, jóvenes y
despiertos, que el sentimiento expresado en estos dos versos por el
poeta alemán Meter Huchel, ya muerto.
Lo
he citado porque me gustaría inculcar en ustedes la afinidad con las
cosas pequeñas —semillas y plantas, granos de arena o mosquitos—,
pequeñas pero numerosas. Cité estos dos versos porque me gustan, porque
me reconozco en ellos y, si a ello vamos, en cualquier organismo vivo
que debe ser limpiado de la superficie disponible. “Recuérdame, susurra
el polvo”. Y lo que oímos es que si de vez en cuando aprendemos algo
sobre nosotros por cuenta del tiempo, quizás el tiempo pueda, a su vez,
aprender algo de nosotros. ¿Qué habría de ser? Que aunque inferiores en
significación, tenemos la ventaja de la sensibilidad.
Esto
es lo que significa ser insignificante. Si se necesita un aburrimiento
que paralice la voluntad, bienvenido el aburrimiento. Somos
insignificantes porque somos finitos. Pero mientras más finita es una
cosa, más cargada está de vida, emociones, dicha, temor, compasión. Pues
el infinito no es ni muy vivo ni muy emocional. Nuestro aburrimiento
nos enseña al menos esto, porque nuestro aburrimiento es el aburrimiento
del infinito.
Respétenlo,
entonces, por sus orígenes, como por los de ustedes mismos. Porque es
la anticipación de ese infinito inanimado la de que da cuenta de la
intensidad de los sentimientos humanos, que a menudo conducen a la
concepción de una nueva vida. Eso no quiere decir que ustedes hayan sido
concebidos en el aburrimiento, o que lo finito engendre lo finito
(aunque ambas cosas pueden resultar ciertas). Es más bien para sugerir
que la pasión es el privilegio del insignificante.
Por
lo tanto, traten de mantener la pasión, dejen la frialdad para las
constelaciones. La pasión es, ante todo, un remedio contra el
aburrimiento. Otra cosa, por supuesto, es el dolor —físico más que
psicológico—, que suele ser consecuencia de la pasión; aunque no les
deseo ninguno de los dos. Aun así, cundo sentimos dolor sabemos que al
menor no hemos sido engañados (por el cuerpo o por la psique). De ahí
que lo bueno del aburrimiento, de la angustia y del sentimiento de la
insignificancia de la existencia, de todas las existencias, sea que no
entrañan un engaño.
Pueden
ensayar también las novelas de detectives o las películas de acción
—algo que los deje donde no han estado antes verbal/visual/mentalmente—,
algo que se sostenga, aunque sólo sea durante un par de horas. Eviten
la televisión, especialmente el cambio de canales: es la redundancia
encarnada. Pero si fracasan estos remedios, déjenlo entrar, “arrojen su
alma a la creciente oscuridad”. Traten de abrazar, o déjense abrazar por
el aburrimiento y la angustia, que de todas maneras son más grandes que
ustedes. Sin duda les parecerá sofocante, pero traten de soportarlo
cuanto puedan, y a veces más. Ante todo, no piensen que se equivocaron
en algún momento, no traten de rehacer sus pasos para corregir el error.
Como dijo el poeta, “no crean en su dolor”. Este horrible abrazo del
oso no es un error. Nada de lo que los molesta lo es. Recuerden todo el
tiempo que en este mundo no hay un abrazo que finalmente no pueda
deshacerse.
Si
todo esto les parece sombrío, no saben lo que es lo sombrío. Si esto
les parece irrelevante, espero que el tiempo les dé la razón. Si lo
encuentran poco apropiado para tan solemne ocasión, estaré en
desacuerdo.
Convendría
en ello si esta ocasión fuera para celebrar su permanencia aquí; pero
marca su partida. Mañana estarán lejos de aquí, pues sus padres pagaron
sólo cuatro años, ni un día más. De modo que tienen que ir a alguna
parte para seguir sus carreras, para obtener dinero, para formar una
familia, para enfrentarse a sus destinos únicos. Y en lo que hace a esa
“otra parte”, ni en las estrellas ni en los trópicos ni al otro lado de
la frontera en Vermont se han enterado de que exista esta ceremonia en
el prado de Dartmouth. Uno ni siquiera apostaría que el sonido de la
banda llegue hasta White River Junction.
Están
a punto de abandonar su lugar, miembros de la generación de 1989. Están
entrando al mundo, un mundo que estará más densamente habitado que este
rincón de los bosques y en el que se les prestará menos atención que la
que les prestaron en estos cuatro años. Están por su cuenta sin
remedio. Hablando de la significancia de ustedes, pueden calcularla
rápidamente comparando los 1,100 que son contra los cuatro mil
novecientos millones que hay en el mundo. La prudencia, entonces, es tan
apropiada en esta ocasión como la fanfarria.
No
les deseo más que felicidad. Aun así, habrá muchas horas oscuras y, lo
que es peor, sosas causadas tanto por el mundo exterior como por sus
propias mentes. Tendrían que fortalecerse contra eso de alguna manera; y
es lo que he estado tratando de hacer con ésta, mi débil exposición,
aunque obviamente sepa que es insuficiente.
Pues el que les espera es un viaje notable pero fatigoso; hoy están abordando, por así decirlo, un tren fuera de control. Nadie puede decirles lo que les espera en adelante, mucho menos aquellos que quedan atrás. Hay algo, sin embargo, que pueden asegurarles, y es que no se trata de un viaje de ida y vuelta. Intenten, por lo tanto, extraer alguna comodidad de la noción de que por intragable que sea ésta o aquella estación, el tren no se quedará allí para siempre. Por consiguiente, nunca estarán varados, ni siquiera cuando así lo sientan; porque este lugar se convierte hoy en su pasado. De ahora en adelante se les irá perdiendo, ya que el tren se halla en constante movimiento. El lugar se irá desvaneciendo, incluso cuando sientan que están varados… De manera que échenle una mirada cuando todavía tiene su tamaño natural, mientras todavía no es una fotografía. Mírenlo con toda la ternura de que sean capaces porque están mirando su pasado. Extraigan, por decirlo así, la mejor mirada posible. Dudo que vayan a encontrar algo mejor que eso.
29A.
Canicas
Desearía… a veces esto todo lo que todos dicen y, como todos y todo a veces, palidece la realidad; aunque ahora la realidad que nos queda sea más un sueño en dónde el anhelo y el miedo a lo real es solo otro engaño que queremos creer, así como nos gustaría creer que cerrar los ojos y añorar la realidad pasada, o un futuro ideal, es menos engaño que lo que añoramos con los ojos abiertos. Ahora ya no sé lo que digo, ni si digo lo que creo o si creo decir algo, igual, como todos, desearía… no sé qué desearía… como todos. Querer desear, creer desear, desear, desear algo, o mejor no hacerlo. Cuando empezamos a contar, como cuentan los niños sus colecciones de canicas o de cartas, como ellos contamos y contamos de nuevo sólo para asegurarnos que no faltó algo o que no contamos de más. A veces contamos más lo que nos falta que lo que tenemos, a veces suma más lo que perdimos porque, aunque sólo sea una cosa, siempre pesa más la ausencia, siempre notamos más los espacios vacíos en los estantes de cualquier tienda porque inmediatamente deducimos que debe haber algo ahí, algo que ya compraron hace poco, seguro, y han olvidado poner un producto nuevo; o quizá sólo se agotó la mercancía, de cualquier manera, para qué tener un estante sin que algo lo ocupe, cuando nuestra función es llenarnos, nadie espera a que le sea arrebatada una pieza, menos cuando habíamos puesto ya más piezas encima y todo pierde su equilibrio. Bueno, no creo que nuestra función sea llenarnos pero, como las canicas de cualquier niño, cada experiencia, cada sensación suma y las guardamos como nuestros tesoros, pero el tiempo sigue jugando y, como en cualquier juego, nunca se gana tanto como se pierde.