La muerte violenta de un niño o una niña es legítima. Lo voy a escribir de nuevo: la muerte violenta de un niño o una niña es legítima. Si encontramos una justificación para esa oración, hemos fracasado éticamente como sociedad. Los argumentos que sigan después de tal afirmación nos irán restando, cada argumento proyectará una nueva sombra sobre nuestra humanidad hasta quedar en la penumbra, sin futuro.
“Merecer la muerte” es la premisa ética que rige el debate público en Colombia. Un asesino merece la muerte, un secuestrador merece la muerte, un narcotraficante merece la muerte, un excombatiente del conflicto armado merece la muerte, un reclutador de niños merece la muerte, un violador de niños merece la muerte, un niño reclutado merece la muerte. En este círculo perverso de descalificación de la humanidad del otro se tejen las relaciones políticas en nuestro país.
En Colombia los conflictos no son entre seres humanos, son entre “un grupo que merece la vida” y “otro que merece la muerte”. No hay diálogo posible cuando el interlocutor, por el hecho de existir, es un estorbo. La política de la muerte, la eliminación de la diferencia, la imposibilidad de imaginar las circunstancias del otro: la necropolítica.
Al borrar los matices de la historia de vida de una niña o un niño que termina en un campamento de un grupo armado ilegal, al decir que esa existencia ya no es humana, sino propia de una “máquina” diseñada para la guerra, la necropolítica ha triunfado. Lo más devastador de este truco mental de despojar de historias, relaciones, sueños y miedos a una niña o un niño para dibujarla en nuestras mentes como un fusil sin rostro, es que esa imagen se ha convertido en la base de nuestra frágil democracia. Un fusil sin rostro, una motosierra sin rostro, un líder social que es número, no rostro.
La necropolítica deriva en el necroniño: la imagen de un objeto tierno y sin agencia que hay que proteger de la muerte para obtener votos. La cadena perpetua para violadores de niños y niñas es un ejemplo punitivo de esta política electoral de la muerte. Basta arrojar a una sociedad sumida en una opinión pública deshumanizada la imagen de un niño violentado para que ésta se aferre irracionalmente a la idea de que la solución al niño muerto sea la muerte en vida de alguien más.
La imagen del niño que no es ciudadano, el niño pasivo y sin voz, es el vehículo más efectivo para conseguir votos. En este sentido, paradójicamente, el niño-violado que debe ser salvado a toda costa rápidamente se canjea por el niño-fusil que merece morir. El niño-fusil, la “máquina de guerra” que ya no importa si fue violada o reclutada forzadamente, ahora merece morir porque es parte de los otros: de los no-humanos que estorban. ¿Entonces cómo los matamos? dicen algunos, ¿ahora no podremos bombardear ningún campamento porque hay niños? ¿cómo ganaremos la guerra así? Estas preguntas vienen de las mismas mentes que ponen a los niños y niñas como principal argumento al momento de justificar la cadena perpetua para violadores.
En Colombia los conflictos no son entre seres humanos, son entre “un grupo que merece la vida” y “otro que merece la muerte”.
La política de las vidas dispensables termina por llevar al gobierno de turno a argumentos delirantes. La teleología de la guerra los hace acudir al Derecho Internacional Humanitario y ajustarlo a su acomodo. Comienzan a hablar de “blancos legítimos”, del principio de distinción y de proporcionalidad como si el punto de partida fuera el correcto: creen que el Derecho Internacional Humanitario le da a un gobierno licencia para matar.
Nada más alejado de la razón por la cual los convenios de Ginebra de 1949 y sus protocolos adicionales (1977) surgieron después de los horrores de la Segunda Guerra Mundial. Su propósito es balancear la ventaja militar con el principio de humanidad; sí, la humanidad, los derechos inalienables de todo ser humano a la vida, la integridad, la libertad. La ventaja militar siempre debe evaluarse a la luz de la humanidad. Nadie es “máquina de guerra” para el Derecho Internacional Humanitario. Las leyes de la guerra se crean para indicar que hay personas y bienes protegidos a los que es prohibido involucrar en las hostilidades. Aquellos que no estén participando directamente en las hostilidades están protegidos, esto incluye incluso a quien se ha rendido y, sobre todo, a niños que hacen parte de un grupo armado por coacción.
De acuerdo con la jurisprudencia de la Corte Penal Internacional, los niños y las niñas siempre entran a la guerra bajo algún tipo de coerción, esto quiere decir que gozan, en cualquier circunstancia, de especial protección tanto en el Derecho Internacional de los Derechos Humanos como en el Derecho Internacional Humanitario. Un niño o una niña alistado o reclutado es una persona protegida y no hay razón que justifique un bombardeo que ponga en riesgo su vida. Incluso si hay un objetivo de alto valor en la operación, quien toma la decisión de proceder debe apreciar que la protección de los niños es un principio fundamental que siempre vence frente a la lógica de la ventaja militar.
El Derecho Internacional Humanitario también indica que siempre es preferible capturar o herir antes que matar. La fuerza letal es un último recurso, máxime cuando hay niños involucrados en las hostilidades. Tal reclutamiento, efectuado por un grupo armado organizado, que es en sí mismo una grave infracción al Derecho Internacional Humanitario, no justifica una intervención por parte de un gobierno que sea, a su vez, una nueva infracción grave. Esta lógica responde al principio de no-reciprocidad, según el cual, que mi enemigo cometa un crimen de guerra no me faculta a mí para cometer otro crimen de guerra.
En otras palabras, arrojar bombas sobre niños reclutados ilícitamente, que descansan en un campamento, es un crimen de guerra.
Tres bombardeos efectuados por un mismo gobierno contra campamentos en donde sabía que había niños reclutados ilícitamente puede constituir responsabilidad penal individual de crímenes internacionales.
Dicha responsabilidad se puede imputar contra quienes dieron las órdenes de arrojar las bombas, bien porque sabían que había niños e igual prosiguieron o porque debieron haber sabido que así era con base en la disponibilidad de información de sus servicios de inteligencia.
“Los niños en Colombia entran a la guerra (bien sea por engaños o promesas falsas) para que los proteja, porque el Estado no pudo”
Entre los crímenes internacionales que suponen los bombardeos se puede incluir, al menos, homicidio en persona protegida y, quizá, teniendo en cuenta la repetición de las conductas, podría entenderse este proceder como un patrón, es decir, como un fenómeno planificado: sistemático. El ordenamiento jurídico colombiano cuenta con herramientas para juzgar tales acciones a la luz del Derecho Internacional Humanitario y el Estatuto de Roma de la Corte Penal Internacional.
Asimismo, bajo el principio de complementariedad, cuando un Estado no quiere, no puede o simula la investigación, juzgamiento y sanción de graves crímenes, dicha Corte puede aplicar su jurisdicción. La Corte Penal Internacional tiene hasta ahora una investigación preliminar sobre Colombia con respecto a otros temas y su discrecionalidad con respecto a aplicar su jurisdicción es bastante amplia y no depende de una denuncia específica. Sin embargo, dada la gravedad de las conductas señaladas, no existiría ninguna razón para no aplicar su jurisdicción si el Estado colombiano no cumple su deber.
Esta no es la primera vez que el Estado colombiano exhibe su incapacidad de proteger a los niños en el marco del conflicto armado. El caso 007 de la Jurisdicción Especial para la Paz (JEP) sobre reclutamiento, uso y utilización de niños en el marco del conflicto armado ya está tratando el fenómeno desde el punto de vista penal. En su ejercicio cuantitativo preliminar la JEP encontró un universo provisional de 18.667 hechos de reclutamiento ilícito que ahora investiga llamando a versiones voluntarias a 26 excombatientes de las FARC-EP. Esta investigación es el resultado del Acuerdo Final de Paz y se constituye como una oportunidad de entender cómo participaron los niños en la guerra y determinar responsabilidades al respecto.
Las investigaciones de la JEP pueden arrojar que una de las razones para que los niños y niñas ingresen a la guerra ha sido que no encuentran protección en sus familias y en las instituciones del Estado de derecho. Entran a las filas de grupos armados huyendo del hambre, el abandono o el maltrato, buscando protección, prestigio, estatus, identidad política o recursos. Si hay un responsable inicial del reclutamiento de niños es un Estado negligente con su infancia. Las contradicciones de buscar culpables aflorarán también cuando nos demos cuenta de que los excombatientes de las FARC-EP que fueron llamados a la JEP como comparecientes, también deben ser tratados como víctimas del fenómeno y podrían responder por su responsabilidad penal al mismo tiempo que son reparados simbólicamente por los daños sufridos cuando eran niños.
Quizá nos sorprendamos también si llegamos a conocer de agentes de la Fuerza Pública que utilizaron niños y niñas en operativos militares para infiltrar las filas de las FARC-EP o como informantes. En cualquier caso, el fracaso ético persiste en una contradicción: los niños en Colombia entran a la guerra (bien sea por engaños o promesas falsas) para que los proteja, porque el Estado no pudo.
A causa de un Estado que no cuida a la niñez, las imágenes instrumentales y electorales del niño-violado y el niño-fusil: la necropolítica de las “máquinas de guerra”, se han tomado el debate público y nos debilitan éticamente como sociedad, nos niegan una perspectiva de futuro.
Lo hacen porque hemos perdido la única perspectiva que deberíamos compartir: los niños no deben ser parte de la guerra y nada justifica su muerte violenta. Lo voy a escribir de nuevo: los niños no deben ser parte de la guerra y nada justifica su muerte violenta.