De cuando probé la leche de lobo

¿Qué pasa cuando vemos a las plantas como lo que son? Brujos que matan y que dan vida purgando, gente que sutura a sus pacientes desde la distancia. Cuento.

por

Santiago Gómez Lema


19.04.2025

San Juan Bautista de Leonardo Da Vinci

Entre todos las hiedras y palmas de espina, entre todas las solanáceas y bayas azules de vida húmeda, el que me vino a matar fue un cactus africano de vida seca. Una Euphorbia trigona. Tenía 18 años y miraba el mundo vegetal como miraba a los ancianos: seres resignados y sin conversación. Conocía su mundo desde afuera, había rayado algunas cortezas y sabía diferenciar un pino de una palma, pero nunca había cruzado la frontera del comercio personal.

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Esta euphorbia era diferente. Recuerdo cada detalle de su postura porque cuando la vi, solitaria en el centro de mesa de la casa de unos amigos, pensé de inmediato en un predicador del desierto. Brazo derecho alzado, apuntando hacia el cielo como quien advierte, para nadie que lo vea, que el único que sabe es el de arriba. Aunque con su brazo declaraba su ignorancia en materias del cielo, tampoco es que estuviera del todo resignado: su tronco era firme y sus espinas espatuladas y rojizas daban la impresión de alguien que sabe, al menos, defenderse en esta tierra. O pelear. Uno no se arma si no conoce la guerra. Era un privilegio ver tanta altanería en una planta.

Pensé de inmediato en una de las obras tardías de Leonardo en la que aparece un San Juan Bautista malicioso y creído, con el índice derecho levantado, brazo cruzado en gesto protector, y los ojos diabólicos del que sabe algo que nosotros no sabemos. Que el único que sabe es el de arriba. 

Estuve un rato largo al acecho de sus maneras humillantes, hasta que sentí que su agresividad me entraba en el cuerpo. No solo no me gustaban los predicadores sino que a los 18 años cualquier mano alzada representaba una invitación al duelo. La mejor forma de conocer a alguien, me había dicho mi padre, es entrando en batalla con él. Además, luego lo supe, no era un cactus propiamente. Sino un imitador. Había llegado, por un camino evolutivo semejante al de los cactus, sometido a las mismas presiones selectivas, a desarrollar una ruta fotosintética para evitar la sudoración diurna. No se puede confiar en alguien así, tan hermético, que no suda en pleno calor desértico, que solo abre los estomas cuando llega la noche.

Así que me propuse fracturar su soberanía de místico oscuro: acerqué mi dedo índice (derecho como el de San Juan), y con lo que tenía de uña abrí una herida de unos pocos milímetros en su tallo principal. A los pocos segundos me devolvió una leche blanca y envolvente como caucho fino. Una margarina. La leche de lobo. La acepté con mi dedo índice, hurgando bien en la base de la herida. 

Luego de extenderla por mis dedos para tomar nota de su textura, cogí otro par de gotas y las puse en contacto con la lengua. Un latigazo. Era como beberse el destilado crudo y astringente de todos los montes conocidos y sin conocer. Después de eso no hubo contragolpe. Mis ojos se empezaron a secar. Mi cuerpo, caliente, empezó a moverse involuntariamente y toda la piel se puso roja. Una posesión. Me escondí en un baño. Sentí vergüenza de mi debilidad. Había perdido en el primer round contra una planta. La pelea más corta de la historia. Ardiendo pero no inconsciente del todo, intenté gritar, rascarme, revolcarme en el suelo. Me metí a la ducha pero mi cuerpo seguía irradiando un calor sin centro. Después de un rato, de vuelta en el piso, una lágrima cayó por el lado derecho. Recuerdo muy bien los preludios de ese baile de la disolución: por los poros se van perdiendo las sales; el estómago se encoge y vuelve a la semilla. Lo último que se pierde es el olfato, decía una amiga experta en los bardos budistas. El bardo de la muerte no es la muerte, sino unos segundos antes de la muerte. Es lo que se llama el bardo dharmata, en el que los seres ordinarios suelen conocer el miedo y frenar la luminosidad del tránsito consciente a otro vientre. No hay que temer, me decía ella. No hay que temer, me repetía yo en ese preciso instante.

Recuerdo que mi padres, contactados por mis amigos, me recogieron y me llevaron a la clínica. El médico miró, sobre todo, mis ojos y mi lengua. Cuando me preguntó sobre el origen de la intoxicación, se me ocurrió una sola respuesta. Sabía muy bien que no me iban a creer la historia del cactus lechero. Menos mis padres. Muchos menos con 18 años, en tiempos de experimentación. Entonces lo miré con unos ojos rojos de recién parido y con el dedo índice brillante de látex apunté hacia el cielo como el San Juan de Leonardo. Agotado por ese último esfuerzo, me quedé dormido y no volví a verme. 

Al otro día había un silencio grande. Tenía los ojos más claros. Salí al balcón del dormitorio y miré una hilera de plantas domésticas como se mira una hilera de brujos: gente que mata y que da vida purgando, gente que sutura a sus pacientes desde la distancia, gente que para defenderse perfeccionó las artes sutiles de la espina y el látex, que es lo mismo que decir que de la espada y la cruz.

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Santiago Gómez Lema


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