Esta entrada al blog de No es Normal hace parte de nuestra convocatoria «Reflexiones de cuarentena»*
Por: María Fernanda Buitrago
Crecí acostumbrada al maltrato, a practicarlo en una de sus formas mas corrosivas y silenciosas. Estaba conmigo en mi mesa de desayuno cuando mamá le preparaba con nervios el chocolate en las mañanas: que la leche esté bien hervida, que esté bien caliente, que no queden natas. Por tantos años ella lo esperó en casa con la comida lista, años en los que él jamás se levanto a prepararle un tinto. Ni siquiera cuando ella era la que tenía que irse más temprano. Estaba embarazada y se alistaba con mucho tiempo para ir a sus últimos días de trabajo, él se quedaba amasando entre sus cobijas la mañana con mucha lentitud y ella salía con el estomago vacío. El maltrato vivió en mi casa tan cómodo, tan a sus anchas que yo nunca lo vi. En esa época todo era normal. Llegar a casa y que no me saludara él, era normal. Agachar mi cabeza y encerrarme en mi cuarto porque llegaba él, era normal. Tener miedo y fastidio de la casa donde vivía, era normal. Suplicarle a mamá en la puerta que no se fuera a trabajar porque me quedaba con él, era normal. Hasta el día de hoy esos recuerdos hacen eco, me hacen caer y me veo con siete años buscando la aprobación de un hombre que hizo del menosprecio la fórmula de su educación.
Imagino lo que deben estar viviendo esos niños y niñas que ahora prenden alarmas en nuestra consciencia social por la multiplicación de casos de violencia intrafamiliar. Se me revuelve el estomago con las noticias y viene otra vez la memoria con sus olas incontrolables. Aun recuerdo ese fuerte deseo de que llegara la hora de irme a dormir y sentir que solo con la oscuridad y bajo mis cobijas podía llorar abiertamente; dejar salir la rabia y el miedo que sentía sin saber, sin siquiera entender qué era lo que estaba mal. Irme a dormir tantas noches pensando que lo que estaba mal era yo.
Se me vienen a la mente, o más bien al cuerpo, también esas mujeres, madres, esposas, hijas y hermanas que tienen que aceptar violencias de todo tipo. Desde gritos hasta maltratos psicológicos, desde obligarlas a cargar con todas las labores del hogar de modo humillante hasta tener que soportar golpizas o agresiones sexuales. Leo las noticias pensando en elles sin conocerles pero, sin contenerlo, pensando en mí. En mi hogar yo no podía hablar, no podía contradecir las reglas de “El rey de la casa”, sin importar el trato injusto y ofensivo que tuviera conmigo.
Pero fui creciendo y fue más difícil silenciarme. Entonces, el novio de mi mamá optó por dejar de hablarme del todo y me volví traslúcida. Recuerdo las cenas en que terminaba de comer con mucha rapidez porque en la mesa la conversación solo fluía en un sentido: entre los adultos. Me fui haciendo a un lado, como en una novela que me gusta mucho en la que la protagonista quería ocupar tan poco espacio en el mundo que deseaba ser una línea, o como el poema de Plath “I am vertical/ But I would rather be horizontal”. Hasta ahora entiendo. Porque, a pesar de todo el tiempo que me separa de mi infancia, siento que el maltrato se me filtró adentro, enmarañándose alrededor del pecho. Y no, no es la historia de la indefensa oveja blanca que siempre sufre y sufrirá. No. Es algo más grande e incómodo. Algo que nos atañe como sociedad, y la maraña en el que se envuelve mi caso se suma a los de miles de personas más, basta con ver la cantidad de llamadas a las líneas de atención. Hay que mirar las cosas como son:
no se están multiplicando los casos de violencia en los hogares porque siempre estuvo ahí esa violencia, aceptada en la intimidad de muchas familias; lo que pasa es que ahora se hace oír y, como dijeron muchas feministas, ahora más que nunca lo privado es público, lo personal es político.
En especial cuando se escuchan los gritos y los llantos que atraviesan las paredes delgadas de los apartamentos y las casas. Me pregunto si alguien habrá escuchado los míos y respondería como hacemos todos: “ya empezó otra vez esa niñx a berriar”.
El problema tiene raíces profundas y perturbadoras. Creces con el maltrato y lo cargas contigo hasta que es sustancia de tus pensamientos, varía y pasa de ser esa voz autoritaria original que te decía “no sirves, no vales” a ser tu propia voz interior que repite en el presente con un constante pero sutil ronroneo “no sirvo, no valgo”. Vivir en donde está el maltrato es un infierno, pero vivir con el maltrato, eso sí que es un verdadero reto. Los agresores pueden cambiar de cara; ya no será tu hermano, tu papá, tu vecino, pero puede ser otro, con el o la que sostengas quizá una relación de amistad, de amor, inclusive laboral. Yo me encontré con otro hombre así en la universidad. Instintivamente preferí camuflar todos sus actos de agresión verbal con excusas idiotas o con reproches contra mí misma. Después, encubrí los actos de agresión física con borracheras y los actos de acoso con ideas vacías sobre el cariño, seguramente repitiendo esa imbecilidad que solía andar en el aire: “si te cela es porque te quiere”. Tal como en mi casa, en mi relación tampoco podía quejarme, no tenía derecho a reclamar nada. Él automáticamente me trataba de “desagradecida” o me acusaba por “hacerme siempre la víctima”. Incluso si buscaba ayuda en alguien más, él se burlaba de mi por tanta “debilidad”, porque yo era una “sapa”. Después de peleas violentas o enfrentamientos físicos me llegaban mensajes con emojis de risa “Ay, ahora lo vas a ir a publicar todo en Facebook o a llorarle a tus amigas”. Claro, yo también tuve mi papel de cómplice en muchas cosas, yo también acepté los “micro machismos”, que a decir verdad nada tienen de “micro” cuando competen, involucran y dañan tu propia existencia, tu propia capacidad de hablar, tu propia identidad.
Pero ¿cómo huir del maltrato que se ha cultivado adentro tuyo?, ¿Cómo hacerle saber a esas personas –mientras buscan, en medio de la cuarentena, algún espacio dentro de sus hogares inseguros donde al cerrar los ojos logren huir mentalmente la violencia que viven– que no son solamente un caso más? ¿Cómo hacerles saber que sus historias hacen parte de un mecanismo repetitivo que culpa a los que están siendo vulnerados? Algunos me han dicho “Ay, no te puedes quejar por unas simples peleas en la infancia, al fin y al cabo, todos cometemos errores”. ¿En serio? ¿Y hasta cuándo? ¿Cuántos casos más necesitamos para que elevemos un poco nuestras expectativas de lo que esperamos de la crianza en el hogar, o de las labores familiares, o de la relación entre parejas?
Mi grandiosa prima me regalo una frase de una mujer indígena lideresa, víctima de distintas injusticias, y la he convertido en un acertijo para desenmarañar el problema:
“Hasta que la dignidad se haga costumbre”.
Marzo 2020
*Nota de No es NoRmal:
Abrimos este espacio para escucharnos. Hace unas semanas, lanzamos una convocatoria de libre participación, temática y formato en redes sociales que tiene como propósito crear un espacio seguro y diverso en el que podamos compartir las reflexiones y los sentimientos que ha suscitado la pandemia y el confinamiento en el que nos encontramos.
Como colectiva feminista, reconocemos que son tiempos difíciles que han hecho visibles tipos de desigualdad, violencia y opresión que estaban presentes desde antes. Consideramos, por tanto, indispensable preguntarnos por nuestra labor comunitaria y por las formas de cuidado y acompañamiento que vienen con esta. Leer y ver los pensamientos y procesos de creación de otrxs nos puede recordar que no estamos solxs. Así, este espacio se plantea como una posibilidad tejer redes mediante la escucha y el cuidado colectivo.