Una mujer joven llamada Silvia termina con su pareja en una ciudad extraña y no tiene otra opción que mudarse con sus únicos amigos, la también pareja de Teresa y Javier, con quienes acuerda hacer el trabajo doméstico del apartamento a cambio de un lugar para vivir. De allí parte Contradeseo (Random House), la nueva novela de la escritora Gloria Susana Esquivel (Bogotá, 1985), para adentrarse en las complejidades del deseo de estos tres personajes que habitan un mundo hostil, claustrofóbico y precarizante. En Cerosetenta publicamos un adelanto del primer capítulo del libro cuyo lanzamiento será hoy 5 de octubre en la Librería Matorral de la Cervecería Diosa.
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Silvia había salido de la casa de Ramón con la certeza de que no se volverían a ver. No conocía a nadie más en esa ciudad y no tuvo otra opción que llamar a Teresa y pedirle que la dejara quedarse con ellos, al menos por esa noche. Apareció a la media hora en la casa de sus amigos con una botella de vino como ofrenda, que Javier agradeció sin decirle mucho, aunque tuvo el gesto de brindarle una buena porción de la comida china que estaban disfrutando. Silvia se sentó en la mesa, devoró las lumpias con gusto y disimuló con gracia la tristeza que sentía por la ruptura. No era el momento para entrar en detalles, mucho menos para exponerles las razones por las que Ramón la había expulsado de su casa. De manera discreta recogió los platos, los sobres de salsa de soya a medio usar y las cajas de cartón untadas de comida y llevó todo a la cocina. Silvia pensó que podía sofocar su dolor transformándolo en buenos modales, y tomó asiento en la sala, convirtiéndose en una simpática interlocutora que condujo la charla de sobremesa lejos de los detalles de esa última pelea.
Cada vez que Teresa intentaba indagar un poco más en los sentimientos de su amiga, tal vez para descifrar cuál había sido el problema de convivencia que terminó en ese desastre, Silvia se ponía a mirar por la ventana y evadía las respuestas. No quería importunar a Teresa, pues su hospitalidad la había salvado de tener que dormir en la calle, y se le ocurrió que podría entretenerla haciendo una lista de detalles extraños que contenían los apartamentos vecinos que alcanzaban a verse con nitidez. Un sofá de terciopelo avejentado que parecía estar infestado de hongos. Un televisor que proyectaba la escena erótica de una película en blanco y negro. El afiche gigantesco de Mao Zedong que sobresalía en la pared principal de un cuarto cuyas repisas estaban llenas de figuritas de superhéroes.
—Chucherías —interrumpió Teresa, y cerró la cortina de la sala de un solo golpe, lo que impidió que Silvia continuara espiando.
Para romper la tensión, Javier se levantó y buscó unos parlantes. Puso una lista de reproducción que le recordaba un paseo en carretera que había hecho con su padre algunos años atrás. Era sobre todo rock gringo de los sesenta y setenta, que coreaba con el mismo orgullo de un niño que acaba de aprenderse toda la letra del himno nacional. Mientras él hablaba de cómo había recorrido con su padre la ruta Panamericana, Teresa, distraída, comenzó a escarbar en su bolso.
Antes de que Javier pudiera hilar un compendio lo suficientemente interesante de recuerdos sobre su viaje por carretera, Teresa exclamó con alivio, sacó una bolsa de tela y lo interrumpió para hablar sobre su día. Por lo general, Bobby, el pequeño de cuatro años a quien ella cuidaba, era bastante tranquilo, pero Helen, su jefa, había estado trabajando muchísimo y el niño estaba particularmente insoportable. Tal vez para redimir su culpa de madre ausente, Helen le había dejado una nota en la que le pedía que se llevara la bolsa roja de tela y todo lo que había dentro. Había aprovechado para adelantarse unos meses a la limpieza de primavera y quiso regalarle un montón de artilugios para la cocina que le sobraban. Teresa empezó a ordenarlas sobre la mesa, en un intento por hacer un inventario de sus nuevas posesiones.
Silvia tomó algo que parecía ser una bola de papel roja y robusta y la examinó con cuidado. Era una esponja biodegradable hecha con fibra de tomate y se la llevó a la nariz para rastrear algún olor ácido que diera cuenta de aquello que afirmaba la etiqueta. Se le escapó una carcajada fuertísima apenas vio el precio. Javier hizo un gesto de curiosidad y Silvia se sintió animada a hacer un chiste. Le propuso jugar al precio es correcto y estuvieron riendo un par de minutos hasta que el esposo de su amiga adivinó el valor obsceno de esa esponjita. Teresa parecía molesta con la complicidad inmediata que había brotado entre ellos, burlándose de lo que para ella era un tesoro, y guardó todo dentro de la bolsa. Disimuló su fastidio y, con un dejo de sarcasmo, balbuceó algo sobre lo ridículos que eran los ricos. Javier tomó esto como una vía libre para volver a indagar sobre el contenido de la bolsa y comenzó a sacar todo lo que Teresa ya había guardado. Tomó unas pinzas de bambú hechas para agarrar el pan de la tostadora y arrancó un monólogo delirante sobre cómo los ricos eran una especie exótica.
—Son capaces de pagar casi el Producto Interno Bruto de una nación pequeña por estas minúsculas pinzas —continuó, fingiendo un acento neutro como de locutor que narra un documental de comportamiento animal—. Lo que el espectador no sabe es que estamos ante unas pinzas de bambú que permitirán que la mano invisible agarre todo lo que se encuentra a su paso.
Javier aprovechó y agarró la punta de la nariz de Teresa con las pinzas, y ese gesto cariñoso la suavizó. Teresa rio y comenzó a actuar, mientras que Javier narraba sus comportamientos de falsa rica. Silvia se apartó un momento de la pareja y regresó con su teléfono para hacerles un video. Se quedaron payaseando un rato largo hasta que los bostezos se hicieron más frecuentes que las carcajadas y Teresa decidió que era hora de irse a la cama. Silvia recogió todas las chucherías y las llevó a la cocina.
Las tuberías del edificio en el que estaba el apartamento eran viejas y, por esta razón, el lavaplatos siempre se tapaba. Después de lavar la loza quedaba una capa gruesa de agua sucia y lama, y había que destapar manualmente el sifón para deshacerse de ella.
Teresa le explicó cómo debía girar la rejilla para que saliera más fácil y Silvia atendió a las instrucciones, cuidándose de no perder ningún detalle. Era la primera noche que pasaba con sus amigos y se había ofrecido a lavar los platos. Apenas Teresa salió de la cocina, Silvia repasó las instrucciones en su mente para zafar la rejilla con maestría. La mortificaba hacer algún movimiento que evidenciara su torpeza.
Ante el lavaplatos, Silvia tomó la esponjita de fibra de tomate, pero, justo en el momento de humedecerla, escuchó un sonido extraño, como si las tripas de las viejas tuberías estuvieran crujiendo. Tuvo miedo de usar mal la esponjita, tal vez dañarla, y sintió un corrientazo por la espalda que confundió con un presentimiento. Intuyó una advertencia y algo dentro de ella supo que aún no profanaría el único objeto de valor que había en ese espacio. Se obligó a tomar la esponja ordinaria y comenzó a lavar con cuidado todos los platos que sus amigos habían ensuciado a lo largo del día. Distrajo el tedio imaginando cómo la voz de Javier la narraba: a ella y sus comportamientos salvajes. Solo pensar que Javier la observaba la obligó a pararse derecha, echarle un par de miradas coquetas a la cámara invisible, teñir de pulcritud sus gestos y hacer más redondos y perfectos los círculos de jabón de cocina que dibujaba sobre los platos.
Jaló la rejilla y se quedó mirando la manera en la que la fuerza del vacío chupaba el cuerpo acuático que, en su mayoría, estaba compuesto por las sobras del desayuno. Sintió como si ese huracán minúsculo tuviera la fuerza de tumbarla, pero esto no le causó miedo sino algo parecido a la tristeza. Se había prometido no pensar más en Ramón, al menos no por esa noche, pero ante el remolino fue inevitable. Él tenía la afición de rastrear los nombres de los huracanes cuando llegaba la temporada de tormentas tropicales. Algún día, ese compendio se convertiría en una obra de arte —otra promesa incumplida—, pues sabía que desde 1953 había un grupo de científicos cuya única labor era buscar un nombre por cada letra del alfabeto para bautizar y alertar a los habitantes del Caribe de la fuerza destructiva del viento.
Mientras introducía papel cocina dentro de los vasos, esperando que el agua se absorbiera sin dejar rastro en el vidrio, Silvia intentó bordear las razones por las cuales a Ramón le atraía todo esto. Él, que jamás se había molestado en establecer categorías sobre su relación, mucho menos nombrarla o fijarla en palabras, parecía obsesionarse con la labor de inventar un nombre para la catástrofe y así poder prevenirla. Bautizar el peligro como quien bautiza una jauría era una actividad que lo fascinaba, pero nunca había sido capaz de poner en palabras las razones por las cuales esto le generaba interés. Mucho menos había sido capaz de transformar esa intuición en una serie de pinturas. Algo se escondía detrás de esa taxonomía del desastre que le colmaba su atención y ella, frente al lavaplatos, sintió que si se esforzaba lo suficiente podría descifrar ese acertijo, para también descifrar todas esas preguntas que había dejado el huracán Ramón a su paso.
Pero se había prometido que, al menos esa noche, no pensaría en la ruptura, ni en los hombros anchos de Ramón, ni en cómo sobreviviría sin casa y sin visa en ese país frío. Extendió un trapo amarillo sobre el mesón, como si se tratara de una bandera que señalara una tregua entre ella y la incertidumbre, y apagó la luz de la cocina. Abrió el sofá cama, recostó la cabeza sobre un cojín y se cubrió con una sábana delgada. Había olvidado pedirle a Teresa que le prestara una cobija gruesa y una almohada, pero no se sentía capaz de tocar en la puerta de la habitación para pedirle ayuda. Prefería estar incómoda, al menos por esa noche. Recorrió con las manos la pared hasta que llegó al interruptor. Apagó la única luz que la iluminaba.
Cerró los ojos e intentó quedarse dormida.
Las varillas del sofá cama se alineaban justo arriba del coxis. Sentía cómo el metal se le clavaba debajo de la espalda y se le vino a la mente la imagen de San Sebastián atravesado por mil flechas. Recogió las piernas, tanto que su cuerpo se redujo a la mitad. Ya no sentía las barras, pero sus músculos estaban tan tensos que comenzaron a encalambrarse. Volvió a estirarse y a recogerse un par de veces, se giró de medio lado y estuvo unos cuantos segundos bocabajo.
Las noventa y siete noches que Silvia pasaría durmiendo en ese sofá cama terminarían por dejarle una lesión cervical que encogería su cuerpo unos cuantos centímetros. A lo largo de esos meses, no terminaría de acostumbrarse a esa superficie blanda, mucho menos a los cuerpos de Javier y de Teresa. Sin embargo, esa primera noche el sofá cama aparecía como un único oasis en donde podía permitirse darle rienda a su tristeza. Estiró los brazos buscando a Ramón, pero rápidamente recordó lo precario de su situación: estaba en el apartamento de sus amigos y Ramón no estaba por ningún lado.
Respiró profundo y buscó su celular a tientas.
Tal vez encontraría el sueño en la aplicación de meditación que sus amigos le habían recomendado. Ellos no solo le habían abierto la puerta de su apartamento, no solo les habían hecho campo a sus cosas entre las muchas cajas que tenían apiladas en la sala, no solo le habían compartido su comida, sino que, además, le habían mostrado una aplicación en la que los usuarios subían meditaciones guiadas que prometían curar cualquier dolencia. Ejercicios de respiración para la ansiedad. Afirmaciones para soltar. Recetas para liberar cargas emocionales. Guías infalibles para espantar el insomnio.
Silvia lo tomó por el revés y se demoró en darle vuelta al aparato. Pensó que, en medio de la penumbra de esa sala prestada, si la pantalla se encendiera con un mensaje de Ramón, resplandecería como la luz de un faro que anuncia el camino a tierra firme. Recordó que Ramón era un signo de tierra y que la compatibilidad zodiacal había sido una de las cosas que la atrajo hacia él. Recordó también la fantasía de estabilidad que había construido a partir de su fecha de cumpleaños, y la casa al frente del mar que algún día imaginó que comprarían. Pensó que si Ramón fuera un paisaje, no sería esa playa gris iluminada por la luna. Tampoco sería un desierto. Acomodó de nuevo sus piernas y le dio vuelta al teléfono. No había ningún mensaje nuevo. Si Ramón fuera un paisaje, sería un manglar.
Se había prometido que no intentaría contactar a Ramón de ninguna manera. Ahora su cuerpo estaba tullido y no podía dormir. Tampoco podía pararse al único baño que tenía el apartamento, pues quedaba justo al lado de la habitación y no quería hacer ruido. Javier y Teresa le habían permitido quedarse y no quería interrumpir su sueño con pasos en medio de la noche o con el contundente chorro de sus meados. Tomó aire y exhaló fuertemente, y ese ruido involuntario le dio algo de vergüenza. Intentó acomodarse sobre el sofá y tomó el celular para revisar la hora. Ya casi iban a ser las doce. Ya casi se acabaría ese primer día fuera de su casa; no, se corrigió inmediatamente, ya casi se acabaría ese primer día fuera de la casa de Ramón.
Se tendió de lado y aprovechó la luz de la pantalla para examinar el espacio. El sofá cama extendido ocupaba casi la mayoría de la sala. Dos sillas enclenques rodeaban una mesa de Ikea que hacía las veces de escritorio y de comedor, y todo esto había sido apilado hacia el costado de una de las bibliotecas. Desde donde estaba también alcanzaba a espiar el corredor estrecho y corto que iba de la puerta de entrada a la puerta del baño. Pensó que, si en ese momento llegara un terremoto, ella sería la única que podría salir sin problema del apartamento, pues sus amigos seguramente se tropezarían con las cajas que reposaban en ese espacio angosto y que guardaban todos los regalos de boda que alguna vez Teresa había deseado. Cerró los ojos y se le vino a la mente un paisaje árido, cubierto por copas de cristal fino y cuchillos para cortar quesos, y sintió algo parecido al miedo. Volvió a abrir los ojos buscando olvidar la fragilidad que se suspendía sobre esa imagen extraña.
Se dio vuelta y se quedó mirando hacia la pared que la separaba de la alcoba matrimonial; la única que tenía el pequeño apartamento. La tanteó con las manos como si estuviera procurando encontrar una frecuencia cardiaca distinta a la suya, otro pulso, otra respiración que evidenciara lo que sucedía del otro lado. Imaginó a sus amigos juntos, desnudos, intentando nuevas posiciones sexuales, empapados y satisfechos, pero no escuchó ningún ruido del otro lado. El frío de la delgada pared parecía ser un reflejo del silencio de la noche. La golpeó con los dedos una última vez esperando recibir un atisbo de calor, una imagen de Javier y Teresa vestidos con trajes sado, haciéndose daño, disfrutándolo. Pero su tacto se mantuvo helado.
Se acostó boca arriba, completamente recta, tomó el celular y se llevó las manos al pecho. Cerraría los ojos y respiraría con ritmo pausado hasta que llegara el sueño. O hasta que un mensaje de Ramón lo iluminara todo. Controló que sus estertores fueran casi mudos y se dejó llevar por el vaivén que marcaba el propio ritmo de su cuerpo. Dentro de los párpados veía círculos concéntricos que se deformaban, se enredaban y chocaban, provocando la explosión y el nacimiento de otros círculos. Si Ramón fuera un paisaje, tal vez sería el paisaje que descansa dentro de mis ojos, pensó, mientras su cuerpo finalmente se rendía al cansancio del día.