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La comunión Toriyama

Una elegía al creador de la mítica serie “Dragon Ball”.

por

Andrés Páramo Izquierdo


11.03.2024

Arte por Alejandra Yates.

Circuló en internet por estos días el trino de una cuenta que replicaba una imagen durísima y a la vez hermosa: un niño en un hospital, evidentemente enfermo, levantando las manos frente a un televisor en el que Gokú está reuniendo energía para hacer una Genkidama. Yo sé cuál es ese momento y esa pelea. Sé cuál es el enemigo y el planeta en el que están disputándose el destino del universo. Gokú pide a las personas que levanten sus manos, que lo ayuden, que le envíen un poco de su energía. El niño las levanta en este plano, del otro lado de la pantalla. Es decir, en su realidad. Pero por el momento que la foto muestra, su realidad la comparte entera con Gokú. 

El trino dice: “Esto es Akira Toriyama, esto es Dragon Ball, esto es su legado”.

Releo lo que acabo de escribir. ¿Gokú? ¿Genkidama? ¿Habrá que poner un contexto y explicar esas palabras? Pienso y pienso en la responsabilidad periodística de que se entienda lo que publico en esta revista y pues decido por encima de mi editor que no. Quien haya visto Dragon Ball con algún tipo de religiosidad sabe el significado de esas palabras de sobra: sería sobre explicarle lo que entiende a plenitud. Y quien no, quien nunca vio la serie, seguro se aburre con la lectura.   

Así que vamos. 

Los que nos tomamos por religión esta cuestión de las aventuras de un niño que va creciendo y enfrentando a villanos que amenazan al planeta Tierra podemos transportarnos a escenas de la serie simplemente escuchando frases sueltas, sin contexto: “Eres mi abuelito. ¡Abueliiitooo!”. “No tiene caso derrotarte si tienes miedo”. “¡Ahora, Gohan!”. “Eres el número uno”. 

¿Pero por qué? ¿Cuál es el mecanismo detrás de ese truco de magia narrativo que nos llevó a esto?

Si uno ve Dragon Ball con anteojos medianamente críticos podría encontrarle fallas. Que las tramas a ratos son extendidas, muy lentas, muy alargadas de aposta. O que hay diálogos que explican demasiado los contextos, producto me imagino que de un vicio de televisión vieja —de cuando no existía internet— para enganchar y hacer entender la historia a cualquiera, en el episodio que le tocara en suerte. Podría uno decir que en Dragon Ball GT —que no se basó en el manga original de Toriyama— no hay nada memorable, salvo la canción de apertura. O, qué sé yo, que hay demasiada conveniencia narrativa en el hecho de que los villanos se vayan volviendo cada vez más fuertes y coincidan con el fortalecimiento paralelo de Gokú.

Pero nada de eso importa. Toriyama logró crear un universo que penetró en la conciencia emocional de varias generaciones. Nos mostró, sí, a un héroe que salvo excepciones se entrena y gana y se entrena y gana y se entrena y gana. Pero que por el carisma que le dio al protagonista, el mundo imaginado portentosamente con toda la genialidad creativa disponible en su cabeza y el drama que imprimió en las peleas, queremos siempre, sin falla, que por favor se entrene. Y que gane: “¡Apresúrate, Gokú!”. 

Nos pegamos a él y con él ganamos. Nos montamos a la nube voladora mientras íbamos viviendo nuestra vida. 

A mí por ejemplo me llegan ya mismo tres recuerdos. Tres momentos.

El primero es de infancia en la casa de mi abuelo, de noche y con miedo. Ansioso ya por por todo el daño y devastación que había hecho ese personaje oscuro de Piccoro Daimaku. Vi cómo Gokú niño, en un acto de terquedad y abnegación, con un solo brazo útil porque el resto del cuerpo lo tenía quebrado, le atravesaba la barriga al demonio que le había matado a su maestro, Roshi, y a su mejor amigo, Krilin. “Gané”, decía. Yo me paré a gritar, emocionado, exultante de dicha, feliz por fin después de tanta sufridera: “¡Ganó! ¡Ganó Gokú!”.

El segundo es de adolescencia en Ibagué en la casa de mi padre. Recuerdo el calor y las delgadas cortinas de su cuarto hinchadas de un viento de alivio. Gokú frenaba a dos villanos que volaban a toda velocidad y les explicaba cómo es que los sayayín se transforman en fases. Y procedía. Entonces, llegaba al pico de poder que ya conocíamos todos y decía que podía hacer una fase más. Sus amigos estaban viendo la explicación y algunos descreían de que pudiera superar sus poderes, pero pues claro que podía (recordemos, entrena y gana): se llamaba el súper sayayín fase tres. Yo me quedé mudo y duré diez años diciendo que ese había sido el momento más emocionante de mi vida. 

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El tercero es de una adultez muy naciente en la casa de mi mamá viendo por primera vez la saga de Cell. Ya existía internet, pero lo más fácil (y asumo que posible) era seguir pescando los capítulos donde uno los cogiera en cualquier canal y engancharse y modificar horarios de universidad o capar clase para poder llegar a  verlos. En un momento cercano al final, Vegeta le lanzaba por la espalda un ataque al villano y lo hacía trastabillar y perder el equilibrio. “¡Tómala, hijueputa!”, me acuerdo que le grité al televisor. Estaba desesperado por la imbatibilidad de Cell y por los errores cometidos por Gohan y por el mismo Vegeta. 

(Omití la derrota de Freezer: pero fuimos muy felices y lo sabíamos. La dicha fue impresionante).

Y podría seguir. Cada persona de esta feligresía sabe con exactitud de detalle científico cuáles y cómo son sus momentos favoritos. Y los sabe compartir, también. Porque lo que construyó Toriyama fue una comunión. Un reunirnos para ver la serie. O un rehusarnos a salir a la calle a jugar porque ese día Gokú llegaba a la Tierra. O un comentarnos el día siguiente todo el capítulo y sus minucias. Nos hermanó en instantes de desespero y de felicidad. Nos puso a caminar juntos al lado de su héroe. 

Va un recuerdo más. El cuarto y último. Una vez iba en un bus de Transmilenio con un amigo. La puerta se abrió y se coló a nuestros oídos una conversación que estaban teniendo dos muchachos de nuestra misma edad en la montonera de la estación. Apenas una frase que uno le decía al otro de manera vehemente: “Entonces ahí es cuando llega el otro Majin Buu, el gordo…”. La puerta se cerró y ahogó en silencio las palabras que venían. Con mi amigo nos miramos y nos reímos: “Fácilmente, podemos ser nosotros dos”, me dijo. Y sí. Fácilmente. 

Al maestro Akira Toriyama, que murió el 1 de marzo de este año, hay que agradecerle por darnos tanta alegría común. Hay que desearle un buen viaje al otro mundo y una estadía plácida en el paraíso. “Yo mismo se lo pediré a Enma Daiosama personalmente”. 

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Andrés Páramo Izquierdo


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