[N. de E.] Esta historia hace parte del especial Abortar en Colombia: cinco historias, que recoge las historias y visiones de cinco mujeres en torno al aborto. Son una muestra, pequeña, de lo difícil que es abortar, empezando por tomar la decisión, de las luchas que se están dando para legitimarlo como derecho y de las barreras que persisten para garantizarlo.
Para Carolina Herrera nunca fue fácil hablar de sexualidad con su mamá. Aunque habían tratado el asunto someramente, para el 2008, cuando ella se enteró que su hija era sexualmente activa, “fue super invalidante y cortante con el tema, no buscó apoyar, sino que castigó, castigó mucho”, recuerda. Ese año Carolina quedó embarazada. Por eso, “no era una opción contarle a mi mamá”.
Acababa de cumplir 17 años, su novio era un vecino de su barrio con el que nunca había planificado. Cursaba primer semestre de psicología y dependía de su familia. Él tenía 18 años y ningún proyecto de vida: no trabajaba, no estudiaba y tampoco pensaba hacerlo. Por todo eso, desde que Carolina se enteró que estaba embarazada le dijo a su novio que quería abortar. “Él se molestó, me dijo que esa decisión no era solamente mía, que era de los dos, que ella solo tomaba esa decisión porque no lo amaba”, recuerda, pero cuando ella le preguntaba cómo lo iban a mantener, él no decía nada.
Terminaron separándose y ella decidió mantenerse en su decisión. Sin su mamá y sin su novio, recurrió a su mejor amigo. Él se hizo pasar por su novio y juntos fueron a averiguar a Teusaquillo opciones para abortar. Estuvieron en Profamilia y en Oriéntame, pero era demasiado costoso: $300.000 pesos de la época, inalcanzable para una estudiante que solo contaba con dinero suficiente para los buses y para ir a estudiar.
Comencé a sentir cosas del embarazo, ese cansancio permanente, dolor de cabeza, cosas horribles. Yo solo pensaba 'no quiero esto', estaba muy decidida, no aceptaba el hecho de ser mamá a la fuerza
“Ese día fue super agotador y angustiante, preguntamos por muchos sitios. Por toda esa calle había gente vendiendo abortos, te cogían y te decían ‘usted está buscando tal y tal cosa’. Fue una experiencia macabra”, dice. Terminaron en un lugar clandestino donde una doctora, luego de darles un sermón sobre su irresponsabilidad, les ofreció la opción de las pastillas, mucho más económica. Acordaron que regresarían cuando tuviesen el dinero.
Pasó una semana. “Comencé a sentir cosas del embarazo, ese cansancio permanente, dolor de cabeza, cosas horribles. Yo solo pensaba ‘no quiero esto‘, estaba muy decidida, no aceptaba el hecho de ser mamá a la fuerza”, afirma. Luego de esos días de angustia, su mejor amigo le prestó el dinero y fue a comprar las pastillas.
Esa misma noche siguió el tratamiento indicado: una pastilla oral y una pastilla intravaginal. “Me enferme tenaz. Mi mamá se preocupó mucho, pero mi excusa fue decirle ‘me llegó muy fuerte’, porque yo tenía problemas hormonales que hacían que así sucediera”, recuerda. Al día siguiente no pudo asistir a la Universidad, fue entonces, según cree, que su mamá empezó a sospechar. Aún así, Carolina pensó que había conseguido su objetivo.
Retornó a su vida normal. Volvió a clases y su mamá se olvidó del tema.
A la semana, tuvo que volver a la clínica en Teusaquillo para un control de trámite.
“Ahí comenzó, la que yo llamo, la peor experiencia de toda mi vida”, asegura.
La ecografía mostró que el método había fallado, seguía embarazada. Por un momento pensó en cambiar de decisión, “si no funciono es tal vez una señal de algo, de que tal vez tengo que tenerlo”. Pero luego entendió que esa no era una opción: el feto podría haber sufrido daños severos, según le contó la doctora, por lo que la única opción que quedaba era someterse a un legrado.
Una vez más, Carolina supo que no tenía con qué pagarlo. La angustia se apoderó de ella. Recordó las historias que contaba su mamá que era enfermera en un hospital: “siempre llegaba con esos cuentos de ‘una chica abortó y la tuvieron que trasladar al hospital porque se metió a un lugar quién sabe dónde y llegó súper mal, casi se muere”.
Pasaron dos semanas en las que continuó en la angustiosa búsqueda del dinero. Un día, iba en un bus y este dio un frenazo en seco. “Me pegué durísimo contra una varilla en el estómago. Pensé que era un detalle menor, pero al día siguiente sufrí unos cólicos terribles. Mi mamá me preguntó ‘¿tú estás embarazada?‘, yo me quedé callada, no le dije nada y me puse a llorar”.
Le contó todo y, como era de esperarse, recibió un regaño. Sin embargo, a partir de ese momento, su mamá la acompañó en lo que venía.
Al día siguiente, un sábado, los dolores se hicieron insoportables al punto que las manos se le entumecieron y no podía respirar. Se desmayó. La trasladaron al Hospital Cardioinfantil, el más cercano a su casa. Su malestar seguía aumentando, no soportaba la existencia.
Duró dos días hospitalizada en el pabellón de maternidad donde, cada vez que los médicos se le acercaban y se escuchaba la palabra aborto, todas las mujeres volteaban a mirarla con sorpresa y desaprobación
“No vayas a decir lo que hiciste porque nos pueden meter a la cárcel, no puedes decirlo”, le dijo su mamá.
“La primera reacción de las enfermeras y la médica que me atendieron en urgencias fue decirme que no fuera mentirosa, que mi aborto no había sido espontáneo. Me preguntaban una y otra vez ¿qué hiciste? ¿qué hiciste?”. Carolina, aterrada, solo atinaba a responder que no había hecho nada. “Van a meter a mi mamá a la cárcel, me voy a morir, me están juzgando”, pensaba.
La trasladaron a la Clínica Magdalena para que le practicaran un legrado.
“Te tienes que someter a un conjunto de situaciones que no le deben hacer pasar a nadie; todos los practicantes pasan y te meten los dedos por la vagina como si tu fueras un ratón de laboratorio, ‘será que ya se puede hacer el legrado, será que no sé qué‘, es horrible”.
Duró dos días hospitalizada en el pabellón de maternidad donde, cada vez que los médicos se le acercaban y se escuchaba la palabra aborto, todas las mujeres volteaban a mirarla con sorpresa y desaprobación. Fueron horas largas e incómodas, pero siempre estuvo acompañada de su mamá lo que hizo que todo fuera más tolerable. Al final la enviaron para su casa.
Esta experiencia cambió varias cosas en la vida de Carolina. La primera, y tal vez la más importante, fue la relación con su mamá, “desde ahí ella me vio de una manera más comprensiva, después de sufrir, después del regaño, después de todo eso yo sentí que la única persona que iba a estar ahí siempre era ella”, afirma. Fue ella la que la ayudó a lidiar emocionalmente con lo sucedido, le decía “no tienes porque sentirte mal, fue la decisión más adecuada”. Juntas también reflexionaron sobre lo importante de que las mujeres cuenten con un sistema de salud que les brinde una atención digna y oportuna en este tipo de casos, las instituciones, pensaron, deben contar con personal lo suficientemente capacitado para no juzgar las decisiones que sobre sus cuerpos toman las mujeres. Su mamá cambió radicalmente de opinión frente a cómo abordar la sexualidad con los jóvenes, dejó atrás los silencios incómodos con su hija y terminaron por hacerse mucho más cercanas. Con el paso del tiempo “las dos pensábamos que de no haberlo hecho se hubiera frustrado mi proyecto de vida”, comenta Carolina.
Además, Carolina se hizo más responsable frente a su sexualidad y comenzó a planificar de manera responsable. Se convenció que quería continuar estudiando y ser profesional, y decidió que con hijos o sin ellos tenía que conseguir sus objetivos. También pensó que de llegar a ser madre quiere tener las condiciones materiales y la inteligencia emocional para brindarle a ese nuevo ser humano todas las garantías posibles para que pueda tener una vida plena y feliz.
En medio de todo, Carolina cree que contó con mucha suerte. “Si no hubiera sido por el incidente del bus perfectamente podría haber terminado en un lugar clandestino abortando y hubiera podido morir. En esa época decía: ‘no soy una persona pobre, mi familia es de clase media‘, pero yo no tengo en estos momentos el dinero para practicarme un aborto en condiciones dignas. Ahora imagínate las chicas que viven en condiciones de pobreza. Se mueren o terminan siendo mamás frustradas”, concluye.